Cantar a Billie Holiday llevando sangre marfileña y sefardí en la sangre da discos como éste. Contamos entonces con la idea de que la sangre de uno dicta tonos de voz y afinidades estéticas. Contamos también con que a Billie Holiday la puede interpretar una de esas nuevas divas del jazz que nacen en Japón o en Alemania. Como si la voz de la señora del jazz, con permiso de Ella Fitzgerald, pudiese exportarse, embutirla en un recipiente distinto del que estuvo contenida y olvidar la dureza de la negritud, el canto desquiciado de un pueblo que cantaba o tocaba o bailaba para el pasado o para el futuro, pero no para el presente, que era una estación hostil en la que el pueblo negro, el silenciado, el vapuleado, el almaherido, malvivía a la espera de un paraíso, de un palacio en las profundidades de su corazón. Por eso me parece a mí que no se puede cantar en negro cuando te corren por la sangre otros colores. Y por supuesto no se puede cantar en negro si eres blanco aunque seas Joe Cocker en uno de sus arrebatos setenteros, no el Joe Cocker de ahora, comprado por las multinacionales, expuesto a las modas, viviendo del rédito infinito de su perfil más hondo. Puedes cantar a Billie Holiday, dedicarle un disco, sencillos tributos, aunque te llames Madeleine Peyroux y los críticos escriban que las voces tienen similitudes. Y al escuchar el disco de Laïka Fatien por segundo o tercera vez entiendo que no echo en falta el dramatismo existencial de Strange fruit, cuya cruda letra no entendía Billie al principio y que fue modificando conforme la metáfora oculta iba surgiendo a cada nueva interpretación. Eso, en el fondo, tiene el blues o el jazz cantado, que evita la dicción limpia o la exigencia de otros géneros (pienso ahora en el pop almibarado o melodiosa al estilo de Carole King o de Barbra Streisand) y hurga más adentro, buscando el espíritu, trazando líneas desde la epidermis hasta el territorio sagrado donde está el llanto y donde está la risa. Porque en el blues o en el jazz hay llanto y hay risa y las hay a capricho de quien ofrece su alma a quien escucha. Fatien no pretende cantar como Billie Holiday ni el oyente avezado o el neófito desea escuchar a Billie Holiday en la voz de Fatien, pero pensamos inevitablemente en las circunstancias en las que existió esa voz y cómo se fue perdiendo, ahogándose, diluyendo la parte orgánica en la parte orgánica, sobreviviendo y vendiendo el talento para abastecer el peaje de sus vicios. Quizá el ingenio y la inspiración, aparte de provenir del trabajo, acudan por la vía de la experiencia y haga falta tener sesenta años para escribir una buena novela y tan sólo veinte para pergeñar un relato decente. El tiempo es el que dicta las normas. En todo caso, escuchando Misery, este tributo (uno más) a la genial Billie Holiday, uno piensa en el numen, en la secreta chispa que ilumina a los genios. Y a pesar de ser un disco formidable y de que suene hondo y sincero, le falta esa chispa, ese extra de dramatismo y de vida cantada que Billie Holiday poseyó como seguramente ninguna otra cantante en la historia. Y admiro a Peyroux y a Fatien en el nuevo panorama del jazz o del soft jazz o como quieran llamarlo, pero vuelvo insistentemente, cada vez que oigo un tributo, al original, al trabajo del que procede esta aproximación, este digno (al cabo) sucedáneo.
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2 comentarios:
Me encanta Billie Holiday... Hay voces que nunca se debería intentar imitar y menos cantando las mismas canciones. Digo yo.
Besis.
No creo que los tributos de este tipo intenten imitar, pero precisamente no lo hacen porque Billie Holiday es inimitable. Cantaba desde las tripas. A veces ni desde el alma, sino desde las tripas, que es una zona más orgánica y más hecha al dolor, Isabel...
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