Hay autores que acomodan su gestualidad y sus facciones a la naturaleza de la obra que realizan. O es al revés: la obra discurre por los territorios que dictan esos gestos y esa cara. La cultura popular dice que la cara es el espejo del alma. También oí una vez que los perros se parecen a sus amos. Que hasta las casas, en su decoración, en la forma en que disponemos su mobiliario y la fisonomía de los objetos con los que las poblamos exhiben esa afinidad con sus propietarios.
Por ejemplo, Quentin Tarantino no podría hacer otra cosa que la que hace. Su cara de enfant terrible conduce a que sus films sean retorcidos paisajes de su muy particular concepto del entretenimiento audiovisual. Ese retorcimiento se aprecia a pie de foto: Tarantino siempre aparece desquiciado o en trance de desquicie. Woody Allen cumple este recetario improvisado sobre la sintonía entre el rostro y el corazón, por decirlo de alguna forma: las gafas de pasta, la cartografía hilarante del rostro. Incluso su voz y la que le imponen aquí en el doblaje cooperan para cerrar este improvisado bosquejo. Después de Allen y Tarantino he pensado en Peter Lorre, en Charles Laughton y en Willem Dafoe. Pero la sacudida cerebral, el hallazgo absoluto en esto de que la cara sea el espejo del alma o, dicho de otra forma, el alma moldee la cara y la ajuste a su capricho según el criterio de sus filias y sus fobias, de sus vicios y de sus rutinas, es la cara artesanal, totémica, esquizofrénica y desconcertante de Howard Phillips Lovecraft.
Lovecraft nunca dejó de pensar que la vida era algo espantoso y que entre sus costuras crecía el mal y emponzoñaba el aire y luego los pulmones y el cerebro. Quizá se afilió al tenebrismo y a la fantasía gótica. Su prodigiosa imaginación estaba abonada al desencanto así que no hubo en su prosa balbuceos líricos, campos de rosas para siempre y amores imposibles que se quiebran a la orilla del mar. El espanto y la velocidad con la que el espanto se propaga fue el tema monocorde del amigo Howard. El realismo minucioso de sus relatos le abrió todas las puertas posibles y legiones de seguidores (seguidores más que lectores) se abrazaron a la causa del terror cósmico y de las abominaciones innombrables. Lo atávico, lo primigenio, lo indescriptiblemente soterrado en alguna prehistoria sobre la nada podemos saber pero que todo lo encierra a modo de raíz única de todas las civilizaciones posteriores: ése fue el susurro que Lovecraft recibió y del que se hizo sacerdote máximo. La liturgia requiere soledad, abandono, casi una especie de desdén por todo lo mundano y una felicidad malsana al coquetear, aunque sea semánticamente, con lo prohibido, con toda esa costra infame de seres retorcidos que se arrastran, babean y poseen la voluntad de quienes advierten su presencia. Pero todo eso está en su rostro, en la petrea adquisición de ese hieratismo, en la certidumbre de que los monstruos están debajo y que el rostro está en tensión para que no flanqueen los obstáculos que el autor ha ido inventando para que la ficción no se entrometa en exceso en la vida y acabe por malograrla. De hecho los monstruos salieron de sus guaridas y el rostro del escritor se fragmentó. Por eso escribía: para conducir de nuevo al rebaño a su refugio.
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Por ejemplo, Quentin Tarantino no podría hacer otra cosa que la que hace. Su cara de enfant terrible conduce a que sus films sean retorcidos paisajes de su muy particular concepto del entretenimiento audiovisual. Ese retorcimiento se aprecia a pie de foto: Tarantino siempre aparece desquiciado o en trance de desquicie. Woody Allen cumple este recetario improvisado sobre la sintonía entre el rostro y el corazón, por decirlo de alguna forma: las gafas de pasta, la cartografía hilarante del rostro. Incluso su voz y la que le imponen aquí en el doblaje cooperan para cerrar este improvisado bosquejo. Después de Allen y Tarantino he pensado en Peter Lorre, en Charles Laughton y en Willem Dafoe. Pero la sacudida cerebral, el hallazgo absoluto en esto de que la cara sea el espejo del alma o, dicho de otra forma, el alma moldee la cara y la ajuste a su capricho según el criterio de sus filias y sus fobias, de sus vicios y de sus rutinas, es la cara artesanal, totémica, esquizofrénica y desconcertante de Howard Phillips Lovecraft.
Lovecraft nunca dejó de pensar que la vida era algo espantoso y que entre sus costuras crecía el mal y emponzoñaba el aire y luego los pulmones y el cerebro. Quizá se afilió al tenebrismo y a la fantasía gótica. Su prodigiosa imaginación estaba abonada al desencanto así que no hubo en su prosa balbuceos líricos, campos de rosas para siempre y amores imposibles que se quiebran a la orilla del mar. El espanto y la velocidad con la que el espanto se propaga fue el tema monocorde del amigo Howard. El realismo minucioso de sus relatos le abrió todas las puertas posibles y legiones de seguidores (seguidores más que lectores) se abrazaron a la causa del terror cósmico y de las abominaciones innombrables. Lo atávico, lo primigenio, lo indescriptiblemente soterrado en alguna prehistoria sobre la nada podemos saber pero que todo lo encierra a modo de raíz única de todas las civilizaciones posteriores: ése fue el susurro que Lovecraft recibió y del que se hizo sacerdote máximo. La liturgia requiere soledad, abandono, casi una especie de desdén por todo lo mundano y una felicidad malsana al coquetear, aunque sea semánticamente, con lo prohibido, con toda esa costra infame de seres retorcidos que se arrastran, babean y poseen la voluntad de quienes advierten su presencia. Pero todo eso está en su rostro, en la petrea adquisición de ese hieratismo, en la certidumbre de que los monstruos están debajo y que el rostro está en tensión para que no flanqueen los obstáculos que el autor ha ido inventando para que la ficción no se entrometa en exceso en la vida y acabe por malograrla. De hecho los monstruos salieron de sus guaridas y el rostro del escritor se fragmentó. Por eso escribía: para conducir de nuevo al rebaño a su refugio.
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3 comentarios:
Si le pones unos tentáculos y algún que otro atributo de dragón verás que es el mismísimo Cthulhu.
En este caso sería el dueño el que se parece a su personaje...
Jajaja.
La verdad es que en esa fotografía tiene algo de personaje siniestro.
Besos terroríficos. :)
Yo ahora estoy con la narrativa completa del maestro editada por Valdemar. Auténtico lujo, atroz composición de una vida de imaginación y pesadillas como nunca reflejó una pluma.
Estoy en la gloria leyendo a H.P. Uno es feliz cuando algo es tan bueno.
Cthulhu: qué enciclopedia del terror!!!! Lleno de visiones, de inspiraciones. Me gustó muchísimo una época y me sigue encantando, leído de otra forma. La foto del maestro, como dice REfo más abajo, da miedo, vaya, Isabel. Besos.
Es un lujo. No te envidio: de hecho voy a coger los libritos sueltos de Alianza, de donde leí la mayoría de sus obras, y voy a releer cuento sueltos. Literatura de verano, jeje. Es un maestro, uno absoluto, amigo. Poe fue el suyo, pero en determinada forma de contar las cosas y de narrar las obsesiones que le atenazaban le supera. Aunque es una conversación conmigo mismo muy estéril. Hay que tenerlos a los dos a mano para cuando hay necesidad. Uno es feliz cuando las cosas buenas que han hecho los demás caen en nuestras manos. Eso es lo que tienen los libros, las pelis, los discos. Benditas cosas del ingenio humano. Y ya corto. Un abrazo, REfo.
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