Hay películas a las que se me ocurre quitarle al protagonista principal y meterle a Mickey Rourke. No sé si lo hace alguien más, pero me encantaría poder intercambiar sensaciones. Mi Mickey Rourke canjeable es un torvo animal del desencanto al que la vida le ha desquiciado lo suficiente como para no tener que rendir cuentas absolutamente a nadie. Ese tipo de gente me gusta: gente con mirada turbia, sangre fría, recluídos en la parsimonia pero capaces de hacer brotar alguna bestia parda interior que corte el aire, lo despiece y lo sirva frío, de postre. Y entonces pienso en Mickey Rourke. Tal vez Robert Downey Jr., pero Iron Man me ha obligado a reconvertirlo y considerar que ha encontrado la senda y que está dispuesto a borrar los estragos y contar a los demás lo terribles que son todas las resacas; y además habrá soltado un pastón ganso porque el rostro, que es el espejo de todos los vicios, no exhibe las dolencias, los subidones, la montaña rusa de los días narcóticos y la noria fabulosa de las noches lisérgicas. De hecho, en la alfombra roja casi coincidieron.
Las cámaras no registraron ese momento mágico: estos dos héroes paseando su redención en el centro mismo del glamour cósmico. Mickey lleva mucho tiempo en el otro lado y ahora le cuesta percibir vivir en éste, firmar contratos, elevar su caché, codearse con la alta sociedad de Hollywood. Ha vuelto del limbo, pero lo echa de menos. De hecho, El luchador lo reconcilia con el peaje que ha tenido que abonar para regresar como una estrella. Lo fue, pero le perdieron las letras oscuras del más tétrico y psicótico Lou Reed y alguna noche de parranda (imagino, ojalá esté en lo cierto y alguien en el futuro lo haga una película) con Charles Bukowski. Al fin y al cabo, Hank murió de leucemía en 1.994, lúcido y perverso, cínico y tóxico. Son las malas compañías.
Tampoco el boxeo ayuda a que uno ofrezca una imagen respetable, aunque el noble arte del ring posee una grandeza y una dignidad colosales, aunque el mito (ese lastre de la cultura enciclopédica) haya forjado una iconografía y un discurso abonados al desencanto, a la ruindad, a la parte áspera y también verosímilmente cutre de la vida. En el Kodak Theatre, la pasada noche, Mickey Rourke fue derrotado por un marica, y eso debe doler también mucho. Se tiran un par de meses diciendo que eres el mejor y luego la ortodoxia, estos tiempos sutilísimos que vivimos, aplica su política social y encuentra en Milk el objeto precioso de su discurso conciliador. Otro año, Mickey. Yo mientras te sigo colocando en películas que el azar no te puso a mano.
Estaría perfecto en Leaving Las Vegas. Y eso que Nicolas Cage, que no es santo de ninguna de mis muchas devociones, hace creíble al suicida melancólico que encuentra en el fondo del vaso toda la metafísica arcangélica del amor y de la luz que chisporrotea en el cerebro justo antes de que entre en colapso. O en Trainspotting en donde el perdedor Mark Rent Boy Renton, el multiadicto, el loser con sonrisa bobalicona, mete la cabeza en el submundo, que tiene la forma de una taza de water. O en L.A. Confidential, convertido en el viril y traumatizado policía que busca, en los cubos de la basura, en infinitas noches de nicotina y mala leche, el amor y la salvación del alma. O en A quemarropa, aunque el tiempo no nos permite este capricho, para que Walker siga buscando venganza y no sepa (hasta el final) que no hay nunca venganza sino un desahogo, que es una forma menos griega de satisfacción.
Sigo pensando esta noche en Mickey Rourke, que la otra noche salió sin estatuílla del Kodak Theatre porque se la dieron a un recién llegado, que no el espléndido Sean Penn, antes tan apocalíptico y belicoso y ahora tan dulce e integrado, sino el personaje, el homosexual al que Hollywood trata de compensar de todos los errores pasados...