Aquí estoy, prendedme
Ilustración / Pablo Gallo
En el acto de la maldad está incluido el de la sanción, medra adentro, exige que se aprecie el desempeño de su causa antigua. Lo he sabido siempre, lo he repetido muchas veces. Quien se inficiona de maldad guarda la esperanza de que se le repruebe o ajusticie. Hay un anhelo de que alguien haga que se purgue la atrocidad que se haya podido cometer. El perseguido se alegra de que el perseguidor lo alcance. El pecador respira aliviado cuando descubren su pecado. El ajeno al bien se solaza cuando se le impregna o lo ocupa. El malhechor deja un cabo suelto para que el hilo conduzca a la madeja. Aquí estoy, prendedme, habéis tardado, debo expiar mi culpa, aceptar vuestro fallo. No penséis que fue deliberado, no hubo premeditación, ningún plan fue urdido, tan solo me cegué, fue el corazón el que se arrojó al fuego, la sangre se convidó de sangre y excedió el cauce previsto, todo se embrumó, la luz en su orfandad, el veneno en su vértigo. No tengo excusa, comprendedme. La tentación es mucha; la templanza, tan sensata, poca. Fui concernido al mal como el fuego a ser ceniza. Se me anunció hermoso el mal, ese ángel terrible. Vi sus ojos locos, su lengua sucia, la disciplina del fuego. Y ya no hubo templanza ni sensatez. No tuve piedad, ninguno de sus heraldos habló a mi oído para que la sangre meditase su enferma costumbre de siglos. No hay nada más difícil que ser un hombre bueno. Dostoievski fue tentado por esa trama y la rechazó por inasaquible: el mal pugna, su campo de batalla es infinito. Se duele el alma cuando no sabe cómo encerrar ese mal, pero acaba cediendo, permitiendo que discurra a su antojadizo capricho, abriéndole caminos incluso, cuidando de que no flaquee y haga su oficio con el desparpajo que sabe. El viento invisible de su causa sopla en los confines de su vasto territorio. Un retal de odio se enseñorea a poco que aprecia que se le está observando. Tiene vida el mal. Como si no hubiese otra sino la suya, la florecida de antiguo, la que se sabe contumaz y sabia. El bien comparece con titubeo, no hay con qué animar su coraje y festejar que esté allí, dispuesto a vencer a las sombras. Es de las sombras la luz. Lo vemos a diario, hay veces en que únicamente vemos sombras, impacientes sombras en el anhelo de rubricar su hambre de sombras. Y quien cae en estas mezquindades se sabe mezquino, y quien las recuerda, en un momento de arrebatado arrepentimiento, no se echa atrás, no pronuncia ninguna oración vivífica y salvadora. Habrá alguien que lo pare, alguien signado por el numen de la bondad que sepa cegar al monstruo, confinarlo en el olvido. Yo una vez pisé a una hormiga. Lo hice con entusiasmo, apliqué la suela del zapato con la saña guardada, levanté el pie y observé el cuerpecito roto. Creo que sentí una especie de alivio metafísico al saber que nadie había sido testigo de mi deliberado acto de crueldad. No presumí de él, no tuve la voluntad de airear mi iniquidad. A veces pienso en ella, en la hormiga sacrificada, en su ciega también aventura por la vida. Ignoro si albergaba en sus adentros algún tipo de inmoralidad cometida en su infancia o en el correr de su existencia. Se nos dijo en la escuela que son terribles cuando se mancomunan. Como un ejército asalvajado, cruento, ciego también. Está a las puertas, si no entre nosotros. No alardean casi nunca, apenas exhiben su bastardía. Rompen, hieren, arrasan, queman. Hay malvados que no lo parecen. Su discreción es indistinguible de su perversidad. Conque prendedme, yo la pisé, la hice trizas, sentí el crujido y fue música deliciosa.
Una muerte imprevista

La hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato con lentitud y aplomo. La vi avanzar sin desmayo. Desafiante, heroica, desplazaba una hoja escandalosa en tamaño. Como una catedral para un feligrés en pecado. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. La hoja a su espalda, haciendo planes tal vez del propósito que secretamente le encomendaba. Mientras que ella andaba en sus cosas, yo entretenía mi ocio en las mías. Nunca había sentido una compañía tan insignificante. Ninguna que me causara zozobra tan grande, y ahí la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al banco del parque, acarreando su hoja hacia yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo. En esa tarde, concluí la novela de S. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y un canto aplastase a la hormiga. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo.