30.7.18

Te reciben como te presentas, te despiden como te comportas


Pasan tantas cosas a la vez y algunas son de tanta trascendencia que uno no sabe en qué esmerarse, a qué trama de lo real aplicarse con más ahínco. Se levanta pensando en los taxis o en Ryanair (en verano el movimiento es la esencia del mundo) o en el relevo de CR7 en el Madrid o si hay suficiente cerveza en el frigorífico. Todas estas distracciones conmueven mucho o no lo hacen en modo alguno, pero hacen que la maquinaria siga haciendo ruido. En el fondo, lo malo y lo bueno bien mancomunado, todo contribuye a que la vida siga transcurriendo, los días con sus noches juntamente. Mientras que algunos buscan el significado primero de las cosas, otros se empecinan en buscar el último. Está el mundo dividido entre adoradores del big bang y fanáticos del apocalipsis. Hay gente a la que de primeras caes bien y otra que, por mucho que te manifiestes, no caerás bien nunca. Te reciben como te presentas, te despiden como te comportas. Un amigo me confió esa frase, que suele decir un señor mayor en Córdoba cuando entra o sale de los sitios, en sus paseos. Se trataba de un hombre singular. Impecablemente vestido, traje con corbata y zapatos con lustre, coronaba su cabeza con un sombrero mejicano, no muy llamativo, pero lo suficiente para que cualquiera recalara en su presencia y le echara un ojo. De no ser por el sombrero, no estaría escribiendo ahora. Fue eso, el elemento discordante, lo que hizo que la planta del caballero se guardara en mi cabeza y haya aparecido ahora, sin motivo. Estoy de acuerdo a medias con la frase. Es verdad que uno es recibido según se presente, pero no siempre te despiden a razón de cómo te hayas comportado. De ser así, el mundo giraría con más armonía. Pasan muchas cosas, algunas malas de verdad. Pasarían menos de las malas si nos fijáramos en lo que hacen los demás, en agradecer el buen comportamiento que tuvieran o en no recrudecer el nuestro, caso de no ser el idóneo. Estamos con las uñas dispuestas a arañar lo que surja, pero nada estropea la sensación de que todo termina pasando, no dejando ninguna huella duradera. Si nos vamos a la mierda es porque no escuchamos a los demás. Incluso a quienes dicen lo que no deseamos. Falta que se eduque el oído. Si implantamos  esa pedagogía, nos salvaremos. Mi amigo Antonio estará de acuerdo conmigo. 

La siesta

Dejó dicho Diderot que es tan peligroso no creer en nada como creer en todo. Entre la incredulidad y la fe ciega, una parte de mí se inclina por la fe, no cualquiera de las muchas que se puedan profesar, sino una hecha a mi antojo, de las que pueden reformarse, dejarse vencer por un viento o ceder, sin rechistar, a otro que la meza o la tumbe. En verano se vive mejor en la pereza, en el vacío, en donde sólo importa la cantidad de sombra a la que te arrimes. Otra parte mía me pide batalla, que no me abandone y continúe descreído. He vivido muchos años así como para ir cambiando ahora. Hoy es un domingo distinto a otros, no sabe uno bien las causas que los diferencian, pero es domingo, así que hay que prepararse para empezar mañana la semana como Dios manda. No importa que venga Dios y ordene, habrá que dejarse llevar, no hay que darle más vueltas. Es mejor, en ocasiones, que le manden a uno antes que mandar. Yo me dejo. Algo habrá por ahí a lo que pueda aferrarme. De momento, tras el almuerzo, me voy pidiendo una siesta de persona mayor.

28.7.18

A ghost story / El fantasma lento



No tengo la costumbre de leer nada sobre el cine que elijo ver. Lo hago a posteriori, adrede, abierto a confirmar alguna opinión o rechazar otra, por escuchar de quien la ha visto y tiene el predicamento previsto, una visión inédita o, en algún caso, redundar la propia. No siempre ha sido así, ha habido ocasiones en que no es evitable tener cierto conocimiento, haberse dejado convencer por la publicidad o por el enfático empeño de alguien cercano. De la película de David Lowery había leído, sin entrar en mucha sustancia, que era lenta y poco comercial. Se subrayaba la existencia de varios planos fijos inusualmente largos, como si se congelara la imagen y no hubiera nada que la forzara a avanzar. La sustancia de A ghost story es delicada, no es del gusto de la mayoría y, puesto a ser sincero, salvo que uno se haya armado de muchísima paciencia, puede llegar a exasperar e invitarnos a que no la acabemos o a que se tenga de ella la idea de que no es un cine popular. No lo es, no lo es en absoluto. Tampoco es una historia de fantasmas al uso, ni cómica, a la vista de su protagonista, un músico que, muerto en un accidente, regresa al mundo de los vivos cubierto con la sábana de la Morgue, abiertos dos agujeros como es preceptivo, en la que lo instalan y deambula la vida de los demás y, con más dedicación, la de su mujer, devastada por su ausencia. No hay terror en lo que se cuenta, no más allá del que impone la muerte, representada por este fantasma que ocupa casi todo el metraje y sufre (creemos que sufre, imaginamos que sufre) debajo de esa sábana icónica a la manera de la imaginería gótica o de los cuentos infantiles. No hay, entre otras muchas cosas, agilidad narrativa, no interesa que la haya, es de más interés el avance lento, la creación de una sensación de reposo o de irrealidad o de ensoñación, como si fuese el propio fantasma, el muerto, el narrador omnisciente, el que discurre para sus adentros las razones de la existencia y pasea inadvertidamente, sin que se le aprecie, como buen espectro, la rutina de los que quedaron. Es una de esas películas fascinantes en donde cada cual se fascina por un aspecto diferente de su provocadora propuesta o por todo el conjunto, que es premioso en demasía, abundando en planos fijos en donde lo que sucede funciona a un ritmo pausado, demasiado pausado en ocasiones. Si alguien decide dejar de verla en la escena en la que la protagonista regresa a casa tras la muerte de su pareja (marido, novio, no interesa eso, no es lo relevante) y David Lowery, el director, atrevidamente, se entretiene en filmar los más de cinco minutos en que se come una tarta. Es uin plano fijo en que sólo se escucha el ruido que hace el tenedor en el plato. No ocurre nada más. No hay nada que pueda añadirse a ese acto irrelevante en apariencia, pero que ocupa una parte considerable del metraje y se incrusta en la cabeza del espectador. De ahí que no podamos clasificar A ghost story, no hay ningún asidero fiable al que aferrarse para entender a la primera qué se nos cuenta. Hay que dejarse llevar, no se puede renunciar a las primeras de cambio, pero una vez se alcance cierto tramo, la película se hace fuerte y avanza a su manera, sin ningún golpe de efecto narrativo remarcable, salvo tal vez el del fantasma tirando los platos en la cocina al ver cómo su pareja ha rehecho su vida y le ha sustituido pronto (a su parecer) en la cama.

A ghost story habla de un fantasma, que es una memoria sin camino de regreso, una especie de tesoro clausurado y sin futuro ni dueño. Habla de la pérdida y de la posibilidad de que, una vez muertos, tengamos la tristísima certeza de que no nos pertenece el tiempo, pero estamos todavía incrustados en su fluir, observando lo que acontece, sin que podamos interferir. Rodada en formato 4:3, A ghost story huye de los formalismos, no se deja influir por nada, parece que inaugura un género (el de fantasmas filosóficos, el de fantasmas poéticos) y, a la misma vez, permite que otros la conduzcan en ciertos tramos y creamos (es una ilusión) que es una cinta de terror o, a la manera de Malick o Tarvoski, una historia oscura y extraña, que funciona mejor cuando han pasado días tras su visionado y de la que no se sale indemne. Lowery fija las imágenes, las detiene morosamente, hace creer que no hay movimiento, pide (a gritos) que seamos nosotros los que elaboremos un mensaje y formemos un discurso, anticipándonos al relato, indagando en cómo avanzaría, en si podríamos aventurarnos en su interior, en su propuesta tenebrista, íntima hasta lo indecible. En su contra, la película peca de ensimismada. Cuando un relato se encapsula, pierde el fuelle narrativo. Al cine le exige cada uno lo que le viene en gana. A mí, anoche, me sedujo muchísimo este atrevimiento, me desconcertó, me hizo reconocer que en el cine quedan maneras de contar las cosas, aunque alguna, por evidente falta de práctica, pueda exasperarnos, pueda (en definitiva) alentarnos a no entrar en la historia y buscar otra de factura más rutinaria (que no quiere decir mala), una de esas en las que hay mucho diálogo, las escenas fluyen con cierto ritmo y suceden cosas. Aquí sucede el amor, sucede su finiquito, sucede la memoria.

24.7.18

Trabajos de amor baldíos


Mi amigo K. es un vago sublime, uno de esos tipos que podría estar días enteros enfrascado en las obras completas de Chesterton. Dice que es un trabajo que haría con brillantez. No hay trabajo en leer a Chesterton, en escuchar a Parker o en dejarse los ojos en todo el cine alemán de Lang, le informo. Todas esas cosas no son trabajo, labor remunerable. No lo entiende, no le entiendo, pero no he dejado de darle vueltas al hecho de ejercer de forma impecable un oficio inútil, que no rinda al resto. Se puede ser perezoso de un modo absoluto. La cosa, al cabo, es hacer algo en lo que no se escatime ninguna brizna de talento. Luego está eso de en qué cosas uno posee algún talento. En leer a Chesterton, por ejemplo. No digo ya en confiar luego lo leído a alguien o en presumir de que la lectura ha sido altamente provechosa. Es únicamente el hecho físico, privado, de una intimidad brutal, en el que uno coge algo de Chesterton, no necesariamente una novela, mejor un volumen de ensayos, y entabla un diálogo. A K. le encanta esa certidumbre, la de que no debe haber una descomposición posterior del texto, que todo permanezca atesorado adentro, como una cosa muy frágil que los lances de lo exterior pueden malograr. En esas andamos los dos. 

23.7.18

Lenguaje de hombres y de mujeres





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El lenguaje no inclusivo no es inocente, impone tácitamente una ideología, claro. La idea de que no existe lo que no se verbaliza es cierta en el mismo grado en que hacer visible mujeres y hombres de manera rigurosa lastra y empobrece alarmantemente el discurso lingüístico, lo extiende sin motivo, hace que flaquee y enferme. Se trata de elegir entre la conveniencia ética y la gramatical, entre las convenciones que favorecen la eficacia lingüística (no alargar escandalosamente las frases) o la prescripción normativa, políticamente correcta, sobrevenida por requerimientos ajenos a la lengua, no prácticos, ni legítimos. Desaparece la concordancia fluida y natural, se encalla el ritmo, se vulnera el propósito primero de esa lengua, el que concierne a su diligencia, no retardada ni entorpecida por cuadrar sustantivos, determinantes, adjetivos o pronombres. 

Erradicar el lenguaje sexista en la escuela o en la calle, en el Parlamento o en los periódicos, cambiar la Constitución o inducir a la Academia a que integre en sus estatutos y en sus dictámenes no posee la misma eficacia que la inclusión real, no la semántica. Hay, no obstante, cosas que se pueden hacer: evitar palabras abiertamente reduccionistas o lesivas como “señorita” cuando se puede utilizar “señora” igual que, en ese hilo de la conversación, se usa “señor” o, en los colegios, el pomposo “Don”. Ahí hay una discrimimación que puede ser extirpada a través de la lengua. Se comprende que exista una defensa de lo inclusivo, cómo no, más si uno no peca de machista ni es ciego a las reivindicaciones razonables. Lo peliagudo, lo que no debiera ser admisible, es la maximización de esa reclamación, volteando el patrón entero de la lengua que usamos, de su gramática.

La llamada gramática feminista provoca injerencias lesivas a la gramática en sí misma, que debe ser aséptica, además fomenta un estereotipo de sexo que tampoco es garante de que la mujer prospere en su reivindicación prioritaria, la igualitaria. No debe ser, al menos no únicamente, el lenguaje. En todo caso, aparte de las consideraciones normativas, las que emanen de lo legislado y la RAE pueda o no incorporar a su logística de uso, el hablante se guardará el derecho a acatar lo prescrito o a sublevarse y campar con su lengua a su entero y privado antojo. Se puede estar a favor de que se espoleen campañas de sensibilización a favor de la inclusión y la eliminación de las barreras sexistas, se puede estar incluso a favor de que no exista diferencia real entre hombres y mujeres, pero el lenguaje debería ir al margen. Hay lenguas (el turco, parece) que no tienen masculino ni femenino y no se aprecia, a pesar de esa bondad lingüística, que la sociedad turca sea particularmente integradora y tolere o normalice la paridad en los géneros a nivel político, laboral o de puertas adentro, en los hogares, que es donde debería empezar la igualdad.  

La lengua no precisa que se use como trinchera. Sucederá, al paso que vamos, que el instrumento interpuesto (el lenguaje) se pervertirá, no cumplirá una de sus funciones fundamentales, la de la economía, sin doblar sujetos o adjetivar de más. Chirría que alguien, por mor de la corrección, por la inclusión, diga: Todos y todas estemos contentos y contentas. Tampoco deberíamos privarnos de usar una palabra (felices) si deseamos manejar otra (contentos). El escenario de este problema no es la gramática, que tiene un comportamiento eficaz y no se le deberíamos esquilmar esa eficacia, sino la sociedad. Creo que andan algunos grupos reclamando el uso de la palabra "criatura" para evitar caer en decir niño o niña. Por otro lado, como hablé el otro día con un amigo, usar la palabra "niñez" para zanjar el problema lo que hace es agravarlo: la niñez es otra cosa, no el vocablo que pudiera sustituir a niño y a niña. En Francia no se contempla este desdoblamiento de sexo, que no de género. No ha habido, que se sepa, no al menos al modo en que la ministra Carmen Calvo lo ha reclamado, reacciones en contra. 

La igualdad estricta y necesaria entre hombres y mujeres (ahí sí que uso un desdoblamiento, aquí sí que es absolutamente necesario) no es un asunto lingüístico sino social. La igualdad no (por último) emanar de la normativa gramatical: la RAE se limita a escuchar el ruido de la lengua en la calle y trasvasa lo escuchado a su diccionario, registrando más que otra cosa, siendo albacea del decir de las personas (hombres y mujeres juntamente, niños y niñas a la vez). Es la calle la que hará que esta iniciativa caiga en olvido o siga avanzando, adquiriendo pujanza. El juez es uno mismo y, en extensión, la ciudadanía completa. Vamos a dejar que sean los artículos los que solucionen la batalla: que digamos la juez, aunque jueza no desentone; que digamos la médico, aunque médica no tenga una conclusión fonética tan redonda. Lo que no tiene discusión, ninguna en absoluto, es que el médico supere en ingreso a la médico o que la mujer, por serlo, tenga una consideración civil (social, educativa, política, etc) diferente a la que se le arroga al hombre, por serlo. Que en las casas, en la privacidad de los hogares, los trabajos domésticos no distingan género y se realicen de forma natural por ambos sexos, que no géneros. El lenguaje, por no hacerlo ambiguo, por permitir que sea eficaz y fluido, no es el lugar en donde se debería solucionar el problema. Que sea patriarcal no es doloroso. Sí que duele lo patriarcal aplicado a otros ámbitos en donde todos los que creemos tener dos dedos de frente (y otros pocos más de sensibilidad) estamos de acuerdo. Hay que vigilar el lenguaje, pero no destrozarlo. Hay que buscar las vías de normalizar la vida en común: ya se hacen en las escuelas y, en mi opinión, muy satisfactoriamente. Quizá en pocos años no tendremos estas controversias y nuestros hijos (o nietos) lo hagan mejor que nosotros. Obsérvese que he escrito "nuestros hijos o nietos", en lugar de molestarles escribiendo "nuestros hijos e hijas y nietos y nietas".

Hay sexismo en la violencia doméstica (en su lacra, en su barbarie) y lo hay en la publicidad. Hay sexismo en el uso concreto de algunas frases hechas que no han sido modificadas o retiradas directamente, por dañinas o por humillantes o por ambas cosas. Una de ellas, escuchada hace poco en una serie española en televisión fue "no seas nena". Ahí es donde debería aplicarse la fuerza, en ese uso despreciativo, infame. Luego está (que recuerde) el recurrido verbo ayudar aplicado a lo que un hombre hace en casa. No es que el hombre ayude en casa, es que trabaja en ella y lo hace en igualdad a su pareja, sin que uno de ellos (da igual cuál) tenga el depósito del esfuerzo y el otro, por la circunstancia de tener pene en lugar de vagina, no. Tampoco debería ser ése el argumento (el de ser hombre o mujer) a la hora de hacer un grupo de trabajo, ya sea de carteras ministeriales o de miembros de un equipo laboral, sea cual fuere: debería importar la valía de quien lo ejerza, no el hecho (intrascendente, insustancial) de que sea hombre o mujer. La discriminación contra la mujer no se soluciona favoreciendo que sea escogida por el hecho de ser mujer, en lugar de atender su eficacia, su capacidad de trabajo o su idoneidad intelectual al puesto. Imagino que ninguna feminista querría ser reclamada para un puesto por ser mujer. Sin embargo, no sucede así, se espolea una paridad a veces artificial, que usa únicamente la aritmética. Es cierto que hacen falta mujeres en puestos de toma de decisión, en los elevados, en los que hacen que la sociedad funcione correctamente en términos de igualdad. Ahí sí que convendría considerar la pertinencia de cierto tipo de cuotas. 

La igualdad no se fuerza a golpe de ley como desea el gobierno actual, que desea un reparto en cargos administrativos paritario. No sé si esa medida, cuando se implemente, tendrá futuro. No porque uno crea que no se podrán poner de acuerdo hombres y mujeres, sino porque habrá candidatos (no diré candidatas, no después de todo lo aquí expuesto) que se sientan desplazados por razón de su sexo. Se habrá mirado más eso, el sexo, que el talento. Si debe haber ocho mujeres en un consejo de administración, pues que haya ocho mujeres. Tampoco debería importar que hubiera ocho hombres. La sospecha de que una mujer posee un cargo de responsabilidad por ascendencia de su sexo es tan improcedente como la de que no esté por el mismo argumento. Ese argumento podría ser usado a la inversa: que un hombre detenta un puesto de trabajo por ser hombre. Ser mujer o ser hombre no debería tener importancia relevante. Lo somos (hombres y mujeres) para todo lo demás. No debemos perpetuar estereotipos machistas, por supuesto; no debemos perpetuar maneras machistas de hacer las cosas, pero tampoco debemos hacer recaer la solución al problema (que lo es, yo no lo dudo) en la controversia gramatical. El feminismo debe existir, debe ser activo, debe continuar su trabajo, pero lo ideal es que llegue un día en que desaparezca, en que no sea necesario y parezca un recurso del pasado, uno que usaron hombres y mujeres (ojalá ambos) para corregir ciertas fracturas. Una de ellas es que sólo el nueve por ciento de mujeres sean alcaldes o que en el Parlamento la cifra no llegue al tercio en las bancadas ocupadas. Lo que sí veo cada año, en mi escuela, imagino que en otras, es que las niñas, por sufragio del aula, son las elegidas para representar a sus compañeros. Y ahí no hay corrección política: los niños votan con el alma. 

20.7.18

Días de verano que huelen como discos de Bob Dylan





Los días de verano huelen a pereza. Las noches son otra cosa. El olor de la noche, en verano, no se parece a ninguno otro. Dicen que el olor es una marca que se impregna más adentro que las palabras. El estímulo de lo que olemos tarda más en desaparecer o no desaparece nunca. Recordamos de modo asombroso cosas que creíamos olvidadas si un olor las trae de vuelta, si percibimos en el aire el aroma que nos las entregó por vez primera. No sé si será cierto o se trata de otra de esas informaciones escandalosas que ocupan las páginas de los diarios cuando no hay nada relevante que las ocupe, pero los que saben de estos asuntos sostienen que nuestra nariz es capaz de distinguir un billón de olores. Un uno seguido de doce ceros de sensaciones diferentes, de historias diferentes también. Las noches del verano huelen a bares cerrándose y a tabaco dulce. Huelen a óxido, huelen al cloro de las piscinas recién usadas, huelen a sexo. Hasta los libros tienen un olor, libros livianos que dejamos en la mesita de noche antes de conciliar el sueño. Es probable que nos despertemos porque nos agrade o nos moleste un cierto olor incorporado a lo que fantaseamos. Abrimos las ventanas de la nariz en cuanto abrimos los ojos, nos llenamos de aire, buscamos refugio en el aire. Una muchacha que conocí hace un escándalo de años olía a discos de Bob Dylan. No había vez en que, al besarla, cuando nos encontrábamos, no pensara en la portada de un disco en el que una mujer lo coge del brazo mientras pasean por el centro de una calle, entre coches. A veces, cuando escucho a Bob Dylan, los pasajes folk más que los eléctricos, pienso en S. y en cómo olía. Y recuerdo su voz y la forma en que me hablaba y la dulzura con la que me largó cuando le aburrí con mis cosas. De eso hace treinta años, es decir, unas cuantas vidas juntas. No sabe nunca a qué olemos, qué olor hace que los demás reparen en nosotros y ocupemos sus recuerdos. No sabemos en qué recuerdos andamos ahora. Ojalá yo no huela a Coehlo. Es posible que tenga un olor y nadie me lo haya entregado en confidencia. Preferiría yo estimular con instrumentos más de mi gusto. No sé. Un solo de John Coltrane largo. Un poema de Pizarnik. Incluso un buen chuletón de buey escoltado por una botella de rioja generoso. Los días de verano, ahora que he comenzado mis vacaciones, hacen que escriba descuidadamente. Que no afine en lo que cuento. Será la pereza. 

Creer

Fotografía /  Inge Schuster De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree habe...