Hay sitios de los que uno no puede salir, por más que lo desee. Incluso cabe la posibilidad de que no haya obstáculo que lo impida o que nadie se percate. Lo que hace irrealizable ese deseo es la propia voluntad. La cosa funciona más o menos así: el hombre que se está poniendo de pie en el público no ha ido a escuchar la obra. Le da lo mismo que el actor sea eminente o que la pifie garrafalmente. No tiene necesidad de saber qué obra se representa y, por supuesto, no entra en su consideración conocer cómo acaba.. La única certeza que de verdad maneja es la del actor, en el escenario, ocupado en la restitución de un monólogo y él, el espectador, libre para ir al camerino en donde la esposa del intérprete se prepara para salir a escena también, poco más tarde. Lo hermoso del amor no es en ocasiones el ardor que produce. El enamorado no se plantea bajarse los pantalones y hacer un rápido juego de riñones mientras el marido declama "ah cielos, ah altas torres del infortunio, las afrentas al alma, que sufre los golpes y las flechas y la adversidad le oprime el corazón y lo zarandea como un junco al que el septentrión se aplicara implacable y sin piedad lo volteas". Quiere ver a su amor, representar un papel en otro escenario, descubrir si su noble y osado acto compensa.
Yo a quien compadezco es al marido, entregado a su oficio, animado a que las palabras golpeen las conciencias, hagan que los ojos se entenebrezcan y aflore la criatura delicada que el hombre tutela adentro. Al actor se le encomienda que extraiga estas delicadas y maravillosas manifestaciones de la ternura. No importa que el texto sea débil o que, solo siendo leído, no arranque todas esas ocurrencias del espíritu. Solo hace falta que alguien se las crea, se las crea sin fisuras. Que las haga suyas y las airee con el más absoluto de los afectos. Entonces se produce uno de los mejores marcadores de lo que es ser un hombre o una mujer: el aturdimiento ante la belleza, la debilidad en presencia del arte. Pero ah pícaros del corazón, ah grandes amantes de la Historia: basta que alguien aprenda estos sencillos protocolos y los use a beneficio suyo. Y lo asombroso, lo que perdura al pasar de los tiempos, es que el escenario sea un territorio sagrado al modo en que lo sería el altar de una iglesia y que el actor que representa su papel no esté representando papel alguno sino que en ese momento la realidad es lo que declama y la ficción es el público, lo que delante se extiende y sale a la calle y bordea la extensión misma del teatro y ocupa todas las calles, los campos que rodean la ciudad y los campos mismos, en su entera extensión, inacabable y dura. Solo es verdad lo que yo digo. Lo otro, incluso que alguien esté cortejando a mi esposa, que está en el camerino, acicalándose para desempeñar su papel en la obra, convencida de que la conciencia nos hace cobardes a todos o que, vistas con distancia, las historias, sí son de amor, son eternas. Lubitsch conocía el amor bien y las puertas por las que entra y por las que sale.
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