El problema es no saber dejar la mente en blanco, no tener a mano nada con lo que cerrar toda intromisión externa. Anoche, cuando forcé un poco, apareció en mi cabeza un caballo. No estuvo antes, ni duró mucho una vez que aprecié su corpulencia, pero malogró esa voluntad mía de clausurar cualquier pensamiento y censuré el vacío, lo aparté con parecida firmeza a la que usé cuando lo anhelaba. Después quise entretener el silencio que me rodeaba con imágenes extraídas de mi infancia. Fui atrás y, no pareciéndome bien el tramo escogido, más atrás todavía. De pronto vi a mi madre en una playa. Estaban mis primos, estaba mi abuela. El mar era de un levantisco fiero y pictórico y de pronto pensé, apenado, en esos cuadros japoneses en los que se representa abrupta y pendenciosamente. No hubo manera de retirar esa irrupción viril, que arruinó de un modo lamentable mi escena familiar y marítima. Cuando el sueño me abrazó, antes de caer rendido, en ese limbo dulce que te ocupa, noté que la mente se emblanquecía, adquiriendo el tono neutro o aséptico que con tanta vehemencia busqué antes. Lo demás no me pertenece. No
Supe, al despertar en mitad de la noche, con qué transité ese sueño, qué paisajes visité, quiénes me acompañaron. Desé, inútilmente, que hubiese habido caballos. No tiene uno intendencia en ese territorio, no se le ocurre cómo gobernar ese país de su propiedad. Nada más de uno que lo soñado y, sin embargo, nada tan ajeno. Me gustaría pensar con qué suela ahora mi padre. Si habrá caballos o lo poblarán los sobrinos o tendrá ese mar antiguo y sentimental de los setenta. Ahora tiene que aprender a recordar. Le han borrado las palabras, se las contamos con paciencia, con dulzura, con infinito amor.
1 comentario:
Fuerza, paciencia.
Un abrazo
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