30.8.17

El vuelo

Me decía ayer José Antonio que no hay tiempo para casi nada de lo que de verdad nos gusta. No le rebatí, no encontré con qué, no pude discrepar, me dejé llevar y asentí y pensé en Rilke y en eso tan afinado que escribió sobre lo ricas que se hacían las cosas a las que se entregaba y lo pobre que le dejaban a él. Discrepar está bien, incluso es estimulante. Tengo un amigo que discrepa siempre. Lo hace por el placer de la confrontación, por dejar sentada una hostilidad liviana de la que después poder liberarse alegremente a poco que renuncia, cuando intermedia un gesto amistoso y te hace ver que todo era un pequeño teatro y que, en el fondo, a pesar del gasto enorme en palabras y en tiempo, pensaba como tú, sin variar un punto el fondo de la diatriba. A pesar de eso, pensando en ese amigo, no discrepé cuando José Antonio, ayer noche, por teléfono, me expuso (sin amargura, es cierto) su imposibilidad para crear, su marasmo, esa especie de campo de batalla en el que su ejército de un solo soldado libra un combate contra el mundo. Ese deseo, mío también, era ése: el de envalentonarse con la realidad, el de hacer que no se inmiscuya tanto y deje paso a la creatividad. Sin ella, sin lo que nos procura, andaríamos enfermos él y yo. La dolencia sería sutil, no del rango de dolor de otras más severas, pero igualmente sufrida, llevada adentro como quién acarrea un peso que lo lastra. Llegarán mejores tiempos, serán propicios, nos harán más fácil el vuelo.

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