29.8.17
Hablar mejor, escuchar mejor
Uno habla mejor cuanto más percibe que lo escuchan. No importa toda la razón que se le dé a Hemingway cuando dijo que necesitamos pocos años para aprender a hablar y toda la vida para aprender a callarnos o algo así, no tengo a mano la cita. Creo que necesitamos ser escuchados en mayor medida que la necesidad de escuchar a los demás, lo cual es una paradoja tan siniestra y de tan brutales alcances que así nos va. No levantamos cabeza, el género humano digo, porque todavía andamos engolosinados con nuestra labia doméstica, con las palabras que nos piden a gritos ser aireadas, con las ocurrencias que exigen curso y timbre y desean con vehemencia ser compartidas, lograr su desembarco en los cuatro puntos cardinales, que son tres, el norte y el sur, como dejó escrito Huidobro en el precioso prefacio a sus Cantos. El mal no es una condena bíblica, no es un pago que estemos haciendo por algún desliz que tuviéramos en las edades pretéritas: se tiene del mal esa idea un poco metafísica, como sacada de una narrativa apocalíptica, pero una de sus bazas más fiables es el mismo hombre, el que se atropella cuando habla, el que prefiere su discurso (el que ya conoce, el que ha ido rumiando desde que abrió los ojos al entero mundo) antes que el discurso del otro. Porque el otro es el enemigo, se mire como se mire. Siempre hay un momento en que elegimos ponernos a salvo, aunque ese acto condene a quien lo desea a la vez que nosotros. Las guerras no las causa la tierra, ni el agua, ni la propiedad de los dioses: son el resultado de hablar más de la cuenta o de escuchar menos de lo deseable. Cuando abrimos la boca tenemos la obligación (absurda, por otra parte) de decir lo mejor de lo que somos capaces. Tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos incesantemente. Se nos ha educado para triunfar, no para ser buenas personas o amar al prójimo o a la naturaleza o al ruido que hace la lluvia cuando repiquetea como un pájaro enfadado contra el suelo. Esas cosas están bien. Está bien la bondad, está bien la luz del sol y el agua de los ríos, está bien la lluvia, pero por encima de esas tiernas y hermosas consideraciones está la voluntad de quedar bien en todo lugar, de sobresalir, de hacer ver a los demás que hemos aprovechado cada minuto de nuestra formidable vida y que vamos a emplear con el mismo empeño la que nos quede en no salirnos de la senda y seguir dejando claro al que se nos cruce quiénes somos. Y hablamos mejor si tenemos la certidumbre de que se nos está escuchando. El arte de escuchar es el que salvará al mundo del caos al que incesantemente se abisma. Todos los políticos del mundo se obstinan en cuidar su lenguaje, en hacerse entender, en saber qué palabras usar para convencer y convencerse también, en una especie de juego especular, pero debieran aprender ese otro arte, el de abrirse de oídos, el de templar el ímpetu de explicarse y disfrutar el de comprenderse. Ninguna de estas cosas que pienso en esta mañana de martes un poco gris que se ha levantado en mi pueblo suena a nuevo, ninguna se cuenta ahora para poner remedio a nada. Yo mismo caigo en el error que ahora desgrano. Me envalentono y me explayo, cierro las orejas y abro la boca y se me atropellan las palabras como si las cargaran dios o el diablo, da igual quién de los dos, seguramente los dos, según el rato del día y la intención con la que hablemos. Escribir es también un ciego acto de desobediencia. Escribimos para que nadie nos calle. Mientras uno escribe, en ese rato de silencio o de ruido interior, allá cada escritor lo que elija para retratarse, tenemos la seguridad de que no vamos a ser interrumpidos. La literatura es una maquinaria diabólica. Las palabras, si nadie las escucha, un arma de destrucción masiva. En ocasiones, lo son incluso cuando se les concede audiencia y se las escucha. Que pasen un buen día.
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