Creo que la ciencia llega siempre tarde, aunque acuda con pompa y con circunstancia, obsequiada de festejos y de promesas de bienestar. Unos médicos ingleses prescriben poesía para que remita la depresión o para que las dolencias del mundo moderno mengüen. Parece que los galenos recetaban libros de poesía y de novela a quienes, aquejados por el stress, enfermos de prisa, pedían alguna pócima mágica, algún remedio que no aparezca necesariamente en los prontuarios de medicina. Lo que hacen, según leo en prensa, es enviar a los enfermos a las bibliotecas. Éstas, avisadas, tienen ya las píldoras sobre el mostrador. Ahora un cuarteto de Keats, ahora un soneto de Shakespeare, por qué no un cuento de Saki.
Leer lo que otros pensaron hacen que pensemos como si no fuésemos el ombligo del mundo, dicho de una manera brusca. Hay males en el mundo que rivalizan con el nuestro. Incluso amores que derrotan todo el amor que nuestro corazón pueda sentir. No hay nada que no hayamos hecho en esta vida que no haya sido escrito en un libro. Da igual qué pensemos o qué hagamos: seguro que es parte de la trama de una novela.
Leer sirve para que nuestra ignorancia no vaya a más. De no hacerlo, cavamos una fosa más honda y nos metemos ahí a esperar que el tiempo acabe o que el mundo se detenga. Los libros, incluso los malos, nos salvan del caos o nos arrojan a él. Es preferible elegir el mal que esperar a que él nos elija a nosotros. A veces, en algunos libros que he leído, he sentido esa punzada, la del desencanto o la de la tristeza. ¿Entonces un libro puede curar a quien padece un trastorno psicológico? Imagino que sí: lo hará a su manera, escogerá qué partes te dejará como nuevas y cuáles no tocará. No hay libro que te sane enteramente, pero no hay ninguno que no te alivie algo.
La neurociencia dice que el cerebro aprende a través de las emociones. Quizá resida ahí la manera en que leer cura más que correr o que tomar ensalada antes de dormir. Por otro lado, hay quien no lee jamás y tiene las ideas claras y las emociones limpias. No hay fiabilidad en este tipo de cosas: se puede vivir al margen de los libros y tener la felicidad que no tiene quien los devora. Tengo amigos que están en ese lado y no me atrevo a hacer ver que padecen un mal del que yo me considero libre. Lo que no tienen es el refugio al que yo acudo cuando lo necesito. Otra cosa es que esa necesidad sea diaria o que uno se abastezca sin que intermedie necesidad alguna. Uno de ellos, del que no diré nada más, lee para coger el sueño. Coge alguno libro de la estantería, se lo lleva a la cama, se acomoda bien con el almohadón a la espada y busca el lugar por donde lo dejó anoche. Me confiesa que tarda un par de páginas en caer rendido. Le vence el cansancio del día, lo derrota. En ese sentido, los médicos ingleses estarían encantados. Este amigo no precisa medicación para conciliar el bendito sueño. Lee un libro al año, pongo por caso, pero le procura el consuelo que a veces a mí no me proporcionan los veinte o treinta que leo en ese tiempo. Algunas de mis noches son lo suficientemente largas como para envidiar ese uso bastardo que mi amigo le da a los libros. Los días terribles, los que a veces lo son, me parezco a él más de lo que me gustaría: caigo a la quinta página. Tal vez sueño que continúo la lectura. Prefiero pensar que en mis ensoñaciones prosigo la lectura cancelada. Se produce así un texto doble: uno funciona en la realidad; otro, más enigmático, ocurre en mi imaginación.
Son las palabras las que curan. Ellas hacen todo el trabajo. Se arriman unas a otras, buscan la posición más idónea y montan un cuento o un poema. Las más osadas, las que tienen más coraje o disponen de más tiempo, construyen novelas, pero no hace falta que estén impresas o que las contenga un libro. También curan las palabras que decimos y las que escuchamos. Uno cuenta lo que le pasa o escucha lo que le pasa a los demás. El modo en que esas palabras confortan no es nuevo. Somos las historias que nos cuentan. Mientras que las escuchamos, el tiempo se encorva, se aligera, se expande, se fragmenta, se comba, se alarga. Hay libros en los que incluso desaparece. No creo que todos sirvan para ese propósito. Yo he visitado algunos. No todos son recomendables: los libros nos eligen a nosotros de alguna manera. Hay autores que idearon su historia para que tú la leyeras. Conforme entras en ella adviertes ese regalo que te hicieron. Mientras que la lees, no tienes constancia de que otros estén haciendo eso mismo que estás haciendo tú, leer. El cine es una actividad comunitaria, pero la literatura es un acto íntimo, uno privado como pocos. Nunca se necesita a nadie para leer. Nacemos solos, morimos solos y leemos en soledad.
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