La muerte de la novela
Uno al que se le supone cierto conocimiento de lo que hablo refiere que las novelas son aburridas. Imagino que se refieren a novelas que él ha leído recientemente o que leyó en el pasado y de las que guardo ese recuerdo. La novela ha dejado de pasearse por el cementerio, ya no se la da por muerta: ahora está en la convalecencia, en el aburrimiento, en un balneario gris de un cantón suizo, en una tarde de domingo en la que no sucede nada, pero incluso no sucediendo nada, cuando parece que no se mueve la maquinaria de la trama, pasan cosas, pasa la vida con su aburrimiento incluido en el pack. Porque la vida, en ocasiones, aburre, y la novela solo transvasa lo que observa a su interior. La novela no es aburrida, las novelas no son aburridas. Y si lo fueran, caso de que llevase el buen hombre, la razón que cree asistirle, serían formidables también. Novelas aburridas para una vida aburrida. Pronto habrá un patrocinador triste y apesadumbrado que invierta en el gris como color favorito de las estanterías.
Bipolar
No hay día en que no tenga uno esa bipolaridad dulce de querer ser un irresponsable y, al mismo tiempo, querer poner la mejor sonrisa y pisar el día con el entusiasmo más completo. No sé en qué momento vence una de las dos, y a veces no sé cuál de las dos vence. Los momentos en que la cabeza no funciona como se espera y la voluntad prefiere el caos son los momentos propicios para la creación literaria. En los días mansos, en los buenos, en todos esos días en los que no hay quemazón dentro, no escribo, pero siempre llega el vértigo, acude juntamente con la fiebre; ahí están los dos, mirando cómo intentas zafarte de ellos con las manos, con gestos grandilocuentes, con frases que has estado ensayando para que convenzan a la primera, sin extensiones sintácticas indeseables. No te zafas, no hay posibilidad de que el maelstrom no te engulla. Y entonces escribes. Escribir es un maelstrom.
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