21.2.17

Hay que abrir los ojos

Me tengo por educado y aprecio la educación ajena. Doy los buenos días y me agrada que me los den. Sonrío a quien me cruzo si no hay nada que decir y me siento bien si me sonríen si no tienen nada que decirme. A veces bastan esas mínimas reglas del protocolo para que salir a la calle no te irrite más de la cuenta o para que no regreses a casa con deseos de no salir nunca más. No es posible tal cosa, hay que salir, no conviene agriarse, ponerse en ese punto peligroso en el que se está mejor en soledad que acompañado. Tengo mis días grises y, en correspondencia, comprendo los días grises de los demás. Siendo sociable, como creo que soy, sigo disfrutando con el trato humano. No me imagino sin escuchar o sin que me escuchen. Todas las historias ajenas que por una u otra razón se me confían me producen un placer similar al que me producen las ficticias, las literarias, las que busco en los libros o en las películas. Esa literatura portátil tiene, en ocasiones, más verdad y más hondura que la leída. No porque uno tenga amigos o conocidos con el talento de los grandes escritores sino porque hablar y escuchar involucra en la trama y deshace la distancia que siempre imponen los libros o las pantallas. Lo real engancha. Todo lo que la gran literatura con la que uno ha crecido y de la que se ha abastecido, ese goce único y sublime, no compite en igualdad de condiciones con los trasuntos de la realidad, con el devenir de las pequeñas y las enormes historias que concurren a nuestro paso a diario. Sólo se precisa estar alerta. Hay que abrir los ojos, saber ver y escuchar. No es únicamente que la ficción flaquee expuesta a la realidad: es también el campo hipertextual, por decirlo en palabras modernas, esa cosa de los vínculos que hacen que un asunto lleve a otro y se abra inconmensurablemente la narrativa de modo que lo abarca todo y a todo se amarra y todo le incumbe.

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