Se sabe poco de lo que nos complace de verdad. Es más creativo el dolor. Hay más escrito sobre él, se tiene una noción más fiable de lo que nos duele, se crea un vínculo mas poderoso con quien compartimos una tragedia. Incluso conforta la sensación de alivio absoluto que produce su finiquito. No debería ser así, no habría que dejarse fascinar por lo que nos reduce. Al mal, cuando sucede, se le concede más atención que al bien. En cierto modo, pensamos más y pensamos con más ahínco cuando somos arrollados por él, cuando nos invade. Hasta podríamos decir que se afinan los sentidos y se pondera todo de un modo en que no lo hacíamos antes. No sucede así si es el bien el que acude. En la felicidad o en la alegria o en el goce, en esos momentos en que nos traspasa un ardor vivo, una especie de plenitud, nos bloqueamos, no pensamos, no le damos la entereza con la que despechamos su reverso. Ahora que vienen los días de estipendio salvaje, conviene pensar en si nos conforta adquirir, si las propiedades a las que accedemos, esos pequeños o grandes objetos, procuran que vivamos mejor. No hacen que sea peor vida; tampoco una particularmente mejor. Con lo que compramos, mantenemos una relación íntima, de una intimidad en ocasiones mayor de la que dispensamos a las personas que nos rodean. Se ama la casa de campo que adquirimos o el coche o el último modelo de móvil, al que le procuramos atenciones, afectos y mimos que no siempre aplicamos a las personas. Quizá sea el hecho de que, salvo que se estropee o pierda la configuración de fábrica, un móvil no nos va a mirar mal o no va a escucharnos cuando más lo necesitamos. Incluso han inventado una entidad fantasmagórica en el iPhone, de voluptuoso nombre, Siri, que funciona a modo de gran bola de cristal, contestando con formidable sentido del humor - mecanizado y programado y previsible a veces - a todas las dudas que le vamos planteando, desde quién ganó Wimbledon en 1976 a si Dios existe o la propia máquina, considerada como algo real, susceptible de padecer las humanas pasiones, tiene novia, a lo que responde que ella sólo siente circuitos, no un corazón, como el hombre de hojalata de la historia de Oz. Pero estamos cargando más objetos de los que podemos atender, más de los que sabemos atender. Nos sentimos bien - se trata de eso - cuando traemos a casa una televisión inteligente - no dudo que más que muchos de sus dueños legítimos . o esa chaqueta de cuero que siempre vemos en el escaparate y miramos con profundo arrobo. Al comprar, en el instante en que un objeto pasa a ser una extensión de uno mismo, en esos casos estrictos, se produce una extraña armonía entre el cosmos y el alma. No es una armonía espiritual, no puede serlo, no entra que lo sea: es una de esas revelaciones bastardas, de poco asiento en el espíritu, que terminan por compensar justamente lo que no poseemos.
Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. Es posible que también nos pertenezca lo que no tenemos, y vivir sea un enconado esfuerzo por apropiarnos de ese inventario de cosas dispersas, útiles unas, absolutamente innecesarias otras, con las que adornamos, en ocasiones, el vacío. Es un concepto curioso, el vacío. Hoy mismo, en un pequeño atisbo de vacío y de desubicación que he padecido, una ráfaga de vacío, por lo demás, he pensado en que no podría llenarlo con nada material. Lo acometí con cierta complacencia. Conseguí, en cierto modo, acomodar el vacío, hacerlo doméstico, robarle esa trascendencia que se le asigna, a voluntad o sin ella. Me reafirmé en la idea de que no tenía nada que pudiera derrotarlo. Nada que yo pueda coger o en donde pueda refugiarme, ninguna cosa que yo haya podido comprar o me hayan regalado. De pronto sentí una muy viva sensación de confort. Sentí (o creí sentir, ya digo que eran pensamientos fugaces, ideas peregrinas) placer en esa pobreza de pronto descubierta. No quise nada, sólo caminé, miré los árboles que jalonaban a mi derecha el paseo y aspiré con firmeza el aire de la mañana, el aire frío, que me alivió. Fui dueño del aire. Lo abracé, me abrazó, nos quedamos así los dos, hermanados, como en un dulce trance.
Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. Es posible que también nos pertenezca lo que no tenemos, y vivir sea un enconado esfuerzo por apropiarnos de ese inventario de cosas dispersas, útiles unas, absolutamente innecesarias otras, con las que adornamos, en ocasiones, el vacío. Es un concepto curioso, el vacío. Hoy mismo, en un pequeño atisbo de vacío y de desubicación que he padecido, una ráfaga de vacío, por lo demás, he pensado en que no podría llenarlo con nada material. Lo acometí con cierta complacencia. Conseguí, en cierto modo, acomodar el vacío, hacerlo doméstico, robarle esa trascendencia que se le asigna, a voluntad o sin ella. Me reafirmé en la idea de que no tenía nada que pudiera derrotarlo. Nada que yo pueda coger o en donde pueda refugiarme, ninguna cosa que yo haya podido comprar o me hayan regalado. De pronto sentí una muy viva sensación de confort. Sentí (o creí sentir, ya digo que eran pensamientos fugaces, ideas peregrinas) placer en esa pobreza de pronto descubierta. No quise nada, sólo caminé, miré los árboles que jalonaban a mi derecha el paseo y aspiré con firmeza el aire de la mañana, el aire frío, que me alivió. Fui dueño del aire. Lo abracé, me abrazó, nos quedamos así los dos, hermanados, como en un dulce trance.
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