Una de las primeras cosas que pensé cuando acabé Tras la guarida (Playa de Ákaba, 2015), la segunda novela de Rafael García Maldonado, fue la de la intimidad con la que se lee. Se tiene la sensación, no leve, ni siquiera esporádica, de que la verdad que revelan los protagonistas, una verdad matizada o discutible, es más una confesión, impregnada del pudor que las confesiones acarrean, que una narración literaria, con toda la exhibicionista forma de contar con la que a veces (las más de las veces) los novelistas despachan sus novelas. Y Tras la guarida, en su brevedad, es una novela entera, muy bien pensada, escrita con mimo, resuelta con mucho amor por lo contado, acabada (o no, según uno estime, a capricho de la hondura que se desee emplear en el registro de las cosas que García Maldonado cuenta), una de esas novelas que gana con el tiempo y que precisa una segunda lectura (la que yo le estoy haciendo justo ahora) para que se asiente todo lo que dice, que no es poco, ni debe ser adelantado. Lo que entabla el autor es un juego narrativo con el lector, no uno de esos juegos de aliento metaliterario. No hay voluntad de hacer una novela compleja: la dificultad de la lectura proviene del modo en que la historia debe ser contada. No imagino que todo lo que sucede en Majer, esa invención topográfica formidable que modula en cierto modo la deriva narrativa de la historia, pueda ser aireado de otra manera más eficaz. Novela de voces, Tras la guarida es una historia de amor en la que se cruza una historia de dignidad o una historia de la memoria, que es un personaje en sí mismo, modulando también los monólogos (espléndidos algunos, sobre todo los de Manuela o los del Doctor Rey) que fragmentan la lectura, dulcificando lo que, visto después con perspectiva, carece de dulzor.
Tras la guarida no es tremendista al modo en que lo es el modelo en el que se fija (los posiblemente referenciados Faulkner, Dos Passos, Onetti o Benet). Se afilia con dignidad a todos ellos (entendiendo que no es bueno en literatura escribir con la mirada puesta en literatura ajenas) y busca también un registro personal, una manera propia de expresarse, un gustarse en la idea de que el novelista se va haciendo. Quizá por eso convenga ese realismo, no sé si tremendista o de un dramatismo áspero y trágico. Es en el realismo en donde García Maldonado se explaya y deja volar los fantasmas de adentro, las voces que le cuentan lo que pasó. Le preguntaron en la presentación de la novela (muy amena y familiar presentación) el lugar en donde surge la historia. Lo explicó, lo dejó ahí, a beneficio de fabuladores. Yo quise ir más lejos: no las razones que principian la trama sino las razones que las principian todas. Yo lampaba por saber, más siendo un novelista joven, todavía en ciernes, la arquitectura de la novela, los compartimentos en donde iba dejando los materiales de construcción y a los que acudir, según las conveniencias, cuando la maquinaria de la escritura arrancase. Adoro esa maquinaria. Rafael (ya lo llamo Rafael) lo sabe. No me interesan siempre los argumentos, que los hay excelentes malogrados después en una escritura que los arruina. Es el prodigio de esa construcción lo que me fascina. Por eso Rafael ha escrito una novela admirable. Porque está ensamblada de un modo inteligente y exige inteligencia al lector, ese lector que propugnaba Umberto Eco. La escritura de la guarida es muy buena, de un provincialismo tierno que hace pensar en Baroja o en el cine de Bardem o de Berlanga o incluso del Buñuel más último. Decae (en muy contadas ocasiones, sin lastrar la eficacia de lo que está contándose) por la densidad de todo eso que está siendo contado. Y ahí está el mérito (enorme) de su autor: el de condensar, el de hacer un portentoso relato largo, que no una novela al uso, y no temblar en el registro estilístico de todos los personajes por cuyas bocas esa historia es narrada.
La trama no se deja contar, no se debe difundir. No siendo una novela guerracivilista, parte de ahí, del desastre, como se dice en la novela. De ese desastre se expanden todas las historias que hacen la historia principal y todas las pequeñas ramificaciones que la alimentan. El ajuste de cuentas de la literatura española con la Guerra Civil produjo un hartazgo que Rafael conoce y al que no ha deseado caer. Maneja una de esas ramificaciones, la del alcade del bando ganador del conflicto recluyendo al alcalde legítimo, al republicano, en una choza, en un refugio, desde año 39 hasta el 44, y la estira y la carga de dramatismo cuando hace falta y la alivia, insuflándole romanticismo, cuando conviene. No habrá spoilers, no hay mayor placer que ir avanzando en el discurrir de los personajes, que son los verdaderos escritores de la trama, en esos monólogos en donde Rafael ha dejado todo el peso de la novela. La pueblan los fantasmas, los que vienen del pasado y hacen valer su nostalgia, pero también hay héroes (el doctor, probablemente el personaje que me ha llegado más hondo) y hay atormentados. Todos, en cierto modo, lo son. Se impregna todo de dolor, es cierto. Es una novela dolorosa e imagino también el dolor de alumbrarla, de contar esa distracción (a decir del autor) entre El trapero del tiempo, la anterior, un tocho respetable, y la siguiente, de la que algo dejó dicho cuando presentaba su guarida. Va este hombre haciendo mayor en las letras. Espero no faltar cuando presenta su tercera. Y leerla y contar por aquí, entre el afecto y la admiración, la reseña del libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario