Lo cruel, lo perverso incluso, por encima de lo ético: he aquí el discurso de la naturaleza. La humanidad impuso el suyo en base a las ficciones. Fue la literatura, la de transmisión oral primero, la que hizo que el mundo perteneciese al hombre. Yuval Noah Harari, historiador israelí, autor de De animales a dioses, una breve historia de la humanidad, deja claro que el homo sapiens le ganó la batalla al resto de las bestias que ocupaban la tierra por el lenguaje, por la transmisión de unos códigos, por la gestión de la ira (a veces tener paz es mejor que tener razón iniciando una guerra) y por la construcción de las mitologías. La confianza en el otro, en el extraño, hizo que el hombre ocupase el lugar más alto de la escala evolutiva. Se puede trabajar con el otro, con quien no conocemos, si el bien que perseguimos es común y nos beneficia a ambos. No hay catedral levantada en Europa que no responda a esa voluntad cooperativa. No hay nada que funcione mejor que el espíritu y la salvación de las almas para que dos personas que no se conocen entablen una relación y se entiendan en asuntos con los que nunca antes pensarían poder estar de acuerdo. El hombre, por naturaleza, cree, concede la más alta consideración emocional a la posibilidad de que haya vida después de la muerte y una divinidad o una comunidad de ellas nos tenga en su lista y nos abrace cuando estamos en su presencia. Esa inclinación natural a forjar mitos ha provocado la fundación de todos los imperios que han recorrido la Historia. Si el hombre no hubiese mirado al cielo, buscando a Dios, el mundo habría avanzado de una forma drásticamente distinta a como lo ha hecho. No quiere decir que ese afán religioso esté sustentado por alguna conformidad científica. El hecho de que todos los pueblos ansíen la tutela de un Dios y se expliquen a sí mismos a través de esa ficción no garantiza que Dios exista. De hecho Harari se deja ver, si uno presta atención: sostiene que la religión - la literatura de todas las religiones - condujo el crecimiento social del hombre y fundó ciudades y creó la cultura, pero descree de la bondad de ese modo de prosperar. Viene a contar Harari, un poco forzado por darle un aura amena al tocho, que el hombre es un animal de palabras, el único -probablemente- que conoce hasta dónde alcanzan. No hay instrumento de guerra más poderoso. Ninguno que lo iguale tampoco en lo amoroso. No hay mucho amor en el texto: lo soslaya, lo reduce a una contingencia insoslayable. Quizá la Historia no pueda escribirse sin el concurso del amor, que movía el sol y las estrellas, a decir de Dante, pero es el lado salvaje, la pasión de la carne, el olor a sangre, el sabor del odio, el que hace que el mundo gire y el reloj continúe su vértigo y su fiebre.
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2 comentarios:
Me lo apunto, Emilio. Me gusta mucho la Historia. Dudo que se pueda compediar en un "tocho" la Historia de la Humanidad. Me llama la atención. No sé si es bueno el libro; no lo dices. Imagino que sí. Tu reseña, como siempre, como siempre, maravillosa. Qué bien escribes.
Es una libro excelente. Lo mejor es que es ameno, muy ameno. Toda esa teoría se ofrece con absoluta naturalidad. Parece que estás leyendo un suelto de prensa, un artículo de un suplemento dominical. Un acierto, un acierto divulgativo como pocos he leído últimamente.
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