K. me preguntó anoche si hoy escribiría sobre la vuelta a las clases, si escribiría sobre el final del verano o si no escribiría nada. No escribir nada es una forma de escribir también, le contesté. Uno escribe un texto vacío que es como eliminar todos los textos inútiles, los que no te satisfacen, y dejar uno que, al final, también merece la censura. Habrá por ahí un cuaderno, en el que cada escritor va escribiendo (o no escribiendo) sus mejores textos. Son los buenos de verdad porque han sufrido la criba más minuciosa. Un texto sin texto no es un texto, una palabra que no se dice no llega a la categoría de palabra, un beso que no es tal beso, me dice K., intrigado por la inclinación fantástica de mi respuesta. Es una especie de texto alternativo que no ha acabado de imponerse a la realidad y espera (o no espera) que se le dé un rango más cabal, de más asiento en el mundo de lo físico. Todos los lectores, a su modo, tienen en la cabeza textos invisibles, textos que no existen, textos que ningún escritor hizo para ellos, pero que se reproducen en su cabeza. Quizá todos los escritores son lectores de ese tipo. Uno va escribiendo (como yo ahora), pero solo va registrando las palabras que escucha en su interior, el texto que zumba en su cabeza. Todos la literatura es un heroico acto de transcripción, K. Los escritores, más que escritores, somos escribas, amanuenses, abnegadas máquinas que vuelcan palabras, puntos, comas, frases, puntos y aparte. Entonces, me revela K., como si fuese una epifanía asombrosa, la realidad que vivimos no es tal tampoco. Quizá estamos en una realidad que está imaginando otro y a lo único a que podemos aspirar es a comprenderlo, pero no es posible escabullirse, salirse de esa trama, solicitar que se nos extraiga y se nos incorpore a la realidad verdadera, si es que hay alguna realidad que tenga más veracidad que las otras. Es que no sabemos nada, Emilio, me dice. No tenemos certezas perdurables: tenemos cierta conciencia, comprendemos ciertas cosas, pero en el fondo todo es frágil, de una fragilidad muy orgánica, eso sí, muy tangible y a veces incluso muy científica, pero todo es una figuración. La religión es un trasunto de la literatura. Pensar en Dios es también pensar en un autor omnisciente, en un escritor absoluto, uno que no escatima personajes y entrelaza tramas y cierra, sin que lo ordene la razón, cualquier ramificación de la historia, sin importarle a quien afecta. La muerte es la coartada, podríamos decir, Emilio. Con lo que hoy no escribiré sobre la vuelta a las clases - en general ha sido una mañana intensa, caótica, preñada de vértigos y de emboscadas burocráticas- ni sobre el final del verano - que está siendo de un fresco anormal- sino que haré un no-texto, que es en el fondo lo que estoy aquí dejando. Ahora, si me perdonan, dejo la plantilla de blogger, publico lo escrito y me voy a la mesa del almuerzo. Creo que hoy toca carrillada como plato principal. Me sirvo una cruzcampo para ir abriendo boca.
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1 comentario:
Pues eso. Suscribo, tras la lectura, la sabia recomendación de Wittgenstein. También de mi abuela. Niño, hay veces que es mejor estar callado, o contemplar. Todo menos escribir.
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