Hay países de los que no sabría decir ni una palabra. Países de los que carezco de toda información salvo tal vez su alojamiento cartográfico o la levísima consideración que proviene de haber escuchado su nombre más o menos veces en los tristes recuentos de catástrofes que en ocasiones ocupan los titulares en los informativos. Uno entiende que no sepa dónde está tal o cual pueblo, pero he disfrutado los atlas y todavía soy capaz de ubicar Soweto (antes de que Nelson Mandela lo engrandeciera para las enciclopedias) o escribir sin error el nombre de todos los países costeros del continente americano. De verdad que no es una información de la que yo presuma ni una a la que le extraiga un uso extenso. Me limito a saber en qué mundo vivo. Amé los atlas como se aman los libros de aventuras. Les concedí la confianza que me permitía fantasear con recorrer todos aquellos lugares asombrosos. Mi dedo reinaba el mundo cada vez que recorría la espina dorsal de los Andes o el curso formidable del Nilo. En mi afán por fundar imperios en mi imaginación inventaba mapas. Era una actividad prodigiosa. Todavía no he encontrado ninguna en la que depositar esa voluntad de conquista. No solo creaba islas imaginarias sino que les daba nombre y hasta colocaba ciudades allá donde se me ocurría. Elevaba cadenas montañas a capricho y montaba ríos desde sus cúspides para dejarlos después morir en el anchuroso mar. Creo que el primer escritor que hubo en mí procede de esta cartografía azarosa. De ahí el respeto a cada país, por pequeño que sea, por irrelevante que parezca la fonética de su nombre. De seguro que allí habrá ríos que crucen una hoz entre agrestes ondulaciones de la tierra o acantilados cortados con esmero, como si los dioses primigenios (los que Lovecraft ideó para entender el pasado remotísimo) se hubiesen ocupado a tiempo completo en la creación de un mundo abrupto y violento, escenario fabuloso en donde hipotéticos dragones dirimían combates a los que mi imaginación se aferraba fieramente, liberándome de la realidad, conduciendo (a la manera que lo hace la mejor ficción) a lugares más hermosos que ninguno que yo hubiera visto. En realidad, en ese edad y en esta otra de ahora, no he visto demasiado. He visto pequeños países y los he visto de un tamaño inabarcable, pero todos han sido convertidos en líneas alojadas en un mapa.
De Cataluña conservo también un recuerdo cartográfico. Que esa impresión mía haya sido violentada no es relevante. Se tiene una idea hostil de lo catalán porque lo hostil es el primer paso (orquestado desde la política) para plantear un desafecto entre las partes. Del desafecto a la independencia hay un trecho más argumentable, del que se puede extraer un ideario de más fuste noticiable. El catalán de a pie (conozco algunos, tengo como muy querido amigo a uno) no cree que estas distracciones le beneficien. Le concede al hecho trascendental de la independencia una importancia secundaria o no le concede trascendencia alguna. De los otros, de los conjurados, de todos los que batallan por escapar de la madre patria (ay) y campar por el mundo con su lengua, sus espías y su torres de hombres, sé poco. No he tenido oportunidad de que alguien verdaderamente obstinado en esta empresa me la explique de un modo razonable. Las patrias es que no son razonables. Ni la catalana ni la española. Son razonables los mapas. Incluso lo son más los que carecen de fronteras y solo apreciamos la parte orográfica o quizá también la que pone en un color más oscuro las poblaciones. He sido invitado ya varias veces a visitar Barcelona y todavía no he accedido. No por algún desafecto de ésos que los que antes me refería. Será que está lejos de mi casa o será que hay sitios a los que deseo ir antes. Mi amigo B. dice que debe ir antes de que cierren la frontera. Es un chiste malo, pero ocurrente, muy al hilo de estos tiempos.
No es ocupación de este blog el análisis político. No tengo capacidad para entrar en honduras. Me limito a asistir como espectador. Uno interesado, por supuesto. A lo que no estoy dispuesto a renunciar es a sentir que, en el fondo, toda esta metralla informativa censura o relega a un término secundario otras informaciones que igual debieran darse con más énfasis o en más abundancia. No es momento de irse. Igual no hay ninguno que sea en verdad el propicio. La Historia está llena de momentos imprudentes que luego no han sido tales. A mí no me gustan los días de exaltación nacional. Prefiero la exaltación paisajística o la topológica o incluso la mera exaltación metafórica. Estos son días de exaltación de las pasiones nacionalistas. De un lado o de otro, de aquí o de un poco más allá. Ninguna de esas convicciones me conmueven. Las observo desapasionadamente. Me producen incluso un cierto reparo moral. Tanta gente pasando penurias y tanta otra, en posesión de los instrumentos que palian esas penurias, tan fieramente empeñada en ignorarlas, tan hocicados (es el hocico el que mueve las pasiones a veces) en otras de menor alcance. Algunos no se enteran de que las banderas las hacen todas en Hong Kong, como esgrimía, con su habitual marca abrupta y certera, El Roto, hace tiempo, en su rincón de prensa. Se vive mejor en la creencia de que la patria de uno es el corazón de la que a la que ama. Luego están los idiomas, están las banderas o está la ganancia o la pérdida de un territorio allá lejos, a donde uno no va nunca o en donde no se considera ni siquiera un vecino sensible, uno de verdad preocupado por las menudencias de lo doméstico. Los políticos no se arriman a estas consideraciones banales. Van a lo grande, buscan lo que impacta: quieren ser los que consiguieron esto o lo otro, los que forjaron un destino en lo universal, una línea en un texto, un trozo más grande del mapa.
No es ocupación de este blog el análisis político. No tengo capacidad para entrar en honduras. Me limito a asistir como espectador. Uno interesado, por supuesto. A lo que no estoy dispuesto a renunciar es a sentir que, en el fondo, toda esta metralla informativa censura o relega a un término secundario otras informaciones que igual debieran darse con más énfasis o en más abundancia. No es momento de irse. Igual no hay ninguno que sea en verdad el propicio. La Historia está llena de momentos imprudentes que luego no han sido tales. A mí no me gustan los días de exaltación nacional. Prefiero la exaltación paisajística o la topológica o incluso la mera exaltación metafórica. Estos son días de exaltación de las pasiones nacionalistas. De un lado o de otro, de aquí o de un poco más allá. Ninguna de esas convicciones me conmueven. Las observo desapasionadamente. Me producen incluso un cierto reparo moral. Tanta gente pasando penurias y tanta otra, en posesión de los instrumentos que palian esas penurias, tan fieramente empeñada en ignorarlas, tan hocicados (es el hocico el que mueve las pasiones a veces) en otras de menor alcance. Algunos no se enteran de que las banderas las hacen todas en Hong Kong, como esgrimía, con su habitual marca abrupta y certera, El Roto, hace tiempo, en su rincón de prensa. Se vive mejor en la creencia de que la patria de uno es el corazón de la que a la que ama. Luego están los idiomas, están las banderas o está la ganancia o la pérdida de un territorio allá lejos, a donde uno no va nunca o en donde no se considera ni siquiera un vecino sensible, uno de verdad preocupado por las menudencias de lo doméstico. Los políticos no se arriman a estas consideraciones banales. Van a lo grande, buscan lo que impacta: quieren ser los que consiguieron esto o lo otro, los que forjaron un destino en lo universal, una línea en un texto, un trozo más grande del mapa.
10 comentarios:
Mi país es mi casa. Entiendo eso que escribes sobre las banderas y los mapas. A veces me sentí andaluz, pero se me quitó pronto. Un saludo y un agradecimiento.
Da gusto empezar el día leyendo textos estimulantes como éste.
Un detalle: y no se te ha ocurrido pensar que un pueblo en verdad desee vivir en libertad, no depender de otro del que ha dependido, echar a volar solo? No es la primera vez, ha pasado siempre, seguirá pasando. Acepto y celebro tu mesura, no suele haberla. Saludos.
Feliz tú que puedes escribir con desapasionamiento de este tema que presentas. Yo vivo en Cataluña y vivo en la vorágine por activa y por pasiva. Hasta el modo de educar a los hijos está implicado, las compañías que uno elige, las emisoras que ve u oye, los libros que lee, la lengua que uno habla, las conversaciones que establece llenas de silencios cuando la otra persona no es de confianza… Y además uno vive inmerso en un debate permanente y eterno sobre la identidad oprimida y aplastada. Y no es fácil educar a los hijos entre otras cosas cuando te consideras un outsider, un disidente, un hombre sin patria. A veces me pregunto si estoy preparando a mis hijas para vivir en este país en el que se sentirán extrañas por no concordar con la mayoría que tiene claro qué sentir y pensar.
Como te digo es un lujo poder mirarlo todo con desapasionamiento. Yo también me iría a vivir a la califal Córdoba y procuraría olvidarme de los monólogos que he de escuchar cada día sobre la patria y la explotación que sufrimos. Pero no puedo irme de aquí, donde la política se mete por todos los rincones y uno no sabe muy bien quién es o qué hace aquí.
¿Dónde hay que firmar?
Yo también vivo en la inopia, en la pequeña felicidad de darme igual si se van o si se quedan. No tengo interés, me da lo mismo, me la trae floja, hablando en plata o en algo peor, no sé, pero me está hartando el abuso informativo del que hablas, y me encanta esa idea de los mapas como libros de avenuras. No volveré a ver un atlas (los uso en clase) sin pensar en que mi dedo es el rey de los ríos. Qué bonito, Emilio.
Es un contrasentido que se abran las fronteras de Europa y se cierre la verja de una Comunidad Autónoma. Un saludo
Cada vez que habla Wert crea 100 independentistas. Yo vivo en una tierra en que no tienes acceso a la educación en tu lengua materna. En que los símbolos identitarios han sido tan manipulados como al norte de mi pueblo. En que se da un trasvase de rentas al resto de España más grande que el de Cataluña. Entiendo que soy dos cosas, pero entiendo que serlas duela. Cataluña lleva años intentando conciliarlas, y ahí las mancomunidades, el Estatuto de la República, el proyecto político federal de los 80 (que era eso)o el último intento con ZP. Y cada fracaso se ha tomado como que les han engañado como a chinos. Las fronteras no las ponen sólo los nacionalistas catalanes.
Y lo de las fronteras en Europa, preguntémoslo a un obrero húngaro. O a un parado español. Hay muchos tipos de fronteras.
Y conste que me parece un mcguffin para los recortes y un instrumento para marear la perdiz. Banqueros castellanos o catalanes lo mismo son, ahí está Rossell en la CEOE.
Detesto todo nacionalismo.No creo que haya alguien (en el fondo)que cuando se levante a golpe de despertador cuando todavía no ha salido el sol y hace mucho frío se diga desde el interior:¡Que catalán me siento hoy! o, cualquier cosa.No.
Estoy más que harto de las identidades,que por otra cosa,no existen y sino que se lo pregunten a Philip K.Dick.
Abrazos de nuevo,amigo.
A mí es que cualquier nacionalismo me parece una infantilada; por eso me ocupa y preocupa bastante poco si es catalán o español, o escocés... ¿Se dirá "escocesismo" o "quebequismo"? Yo también prefiero recorrer los mapas geográficos y si son mundiales, mejor.
¿Entonces por qué no hablamos de las cuchillas de Melilla? Qué hace que un ser humano de un lado del muro tenga unos derechos que no tiene el del otro lado? Eso es nacionalismo, y cualquier otra consideración es hipocresía. La diferencia entre Madrid y Barcelona no son los muros, sino dónde comienzan los mismos.
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