El yo virtual, el yo tangible, el yo perdido
Youtubificación: la ubicuidad de la cámara omnisciente como una especie de Dios digital que reformulase las escrituras en términos de códigos binarios y negociase con sus feligreses la cantidad de intimidad que están dispuestos a sacrificar a beneficio de su gloria. La Red está comportándose como un magma beatífico, una especie de religión sin Conferencia Episcopal ni aliño artístico. Da igual que sean dos cafres reventando retrovisores de coche o quemando el pelo de un mendigo o la nueva María Callas haciendo gorgoritos delante de su webcam. El formato es el motivo: el verbo colgar convertido en el axioma de conducta de las nuevas generaciones digitales. Hasta el cine se contamina de estas representaciones de lo real. Tendremos que regresar a Baudrillard y su idea del simulacro: aquéllo de que la realidad imita siempre al modelo. Es la representación de lo real lo que precede y suscita y esponsoriza lo real. La verdad es únicamente una ilusión porque lo real se ha transfigurado en lo simbólico e importa más el envoltorio (la forma de los clásicos) que su contenido aprehensible, que su verdad traducible a emociones. Estamos disuadidos de que todo esto que está pasando sea contraproducente. Más bien al contrario: se agita en los medios la idea de que este fastuoso juego de signos puede sustituir al referente verídico. Lo virtual ha secuestrado a lo tangible. La vida se está pixelando. Lo decía en otra entrada: si miras la realidad bien de cerca puedes apreciar los píxels. Las herramientad disponibles en el mercado virtual para procesar la comunicación y difundirla sin la injerencia de un organismo o de un censor externo son enormes: blogs, agregadores de noticias, feeds, RSS, foros, indexadores, podcasts. No sabemos si Internet es la herramienta favorita y más eficaz de la democracia moderna o es un mero almacén de datos, una plataforma de información razonablemente pública, falsamente anónima y, sobre todo, doméstica, íntima. El medio es el mensaje. El Gran Hermano lo revisa todo. En una plaza de mi pueblo hay jóvenes que se tiran las tardes enteras gastando tarjeta de memoria de sus móviles con escenas de sus piruetas con los monopatines. Lo hacen muchas tardes y la tropa de adeptos crece. Incluso vi a uno que decía no haber visto la proeza de un amigo, pero que la había grabado. La cuelga esta noche, dijo. No hace falta ver la realidad si la hemos almacenado en un disco duro. Así estamos. No se hacen las cosas por lo que las cosas son sino por lo que representan. Yo ya no soy lo mío y sus circunstancias sino, ay, lo mío y lo que anda por ahí, colgado, contándome. La idea es que vamos dejando huellas que nos retratan. Para bien o para mal, cuentan lo que somos. Y parece que no se puede borrar. Lo duro es que luego no hay marcha atrás. Las palabras ya no se las lleva el viento: las registra los foros, los facebooks y los blogs. Cualquier día de éstos va a venir la Policía Digital y va a encontrar restos de Cortázar (que acabo de leer) en algún bit mío suelto.
Un paseo libresco
Acabo de sacar todos los libros de sus baldas. No ha quedado ninguno. Los hay a cientos, en montones desafiantes, por el pasillo. Ni uno solo en su estante habitual: ni Baudelaire ni el Sarramona de Pedagogía. Tampoco he dejado disco en su sitio. Ahora están en el suelo del pasillo, esperando un poco de higiene, Cassandra Wilson, Shostakovich y Nacha Pop. Es una pequeña nudanza, un viaje que les permito para que aprecien después el confort de la rutina. Volverán a donde estuvieron. No sé si les agrada mi presencia, que los haya escogido y juntado. A veces me da por pensar que no hay vida para que yo los aproveche como deben. No volveré a leer a Jack London. Igual no vuelvo a depositar en la bandeja del Marantz el primer disco de los Clash. No es un pensamiento lúgubre, funerario: es más bien constatar que la vida es siempre muy corta y hay muchos paseos que dar y muchas palabras que escuchar una vez o un ciento.
Youtubificación: la ubicuidad de la cámara omnisciente como una especie de Dios digital que reformulase las escrituras en términos de códigos binarios y negociase con sus feligreses la cantidad de intimidad que están dispuestos a sacrificar a beneficio de su gloria. La Red está comportándose como un magma beatífico, una especie de religión sin Conferencia Episcopal ni aliño artístico. Da igual que sean dos cafres reventando retrovisores de coche o quemando el pelo de un mendigo o la nueva María Callas haciendo gorgoritos delante de su webcam. El formato es el motivo: el verbo colgar convertido en el axioma de conducta de las nuevas generaciones digitales. Hasta el cine se contamina de estas representaciones de lo real. Tendremos que regresar a Baudrillard y su idea del simulacro: aquéllo de que la realidad imita siempre al modelo. Es la representación de lo real lo que precede y suscita y esponsoriza lo real. La verdad es únicamente una ilusión porque lo real se ha transfigurado en lo simbólico e importa más el envoltorio (la forma de los clásicos) que su contenido aprehensible, que su verdad traducible a emociones. Estamos disuadidos de que todo esto que está pasando sea contraproducente. Más bien al contrario: se agita en los medios la idea de que este fastuoso juego de signos puede sustituir al referente verídico. Lo virtual ha secuestrado a lo tangible. La vida se está pixelando. Lo decía en otra entrada: si miras la realidad bien de cerca puedes apreciar los píxels. Las herramientad disponibles en el mercado virtual para procesar la comunicación y difundirla sin la injerencia de un organismo o de un censor externo son enormes: blogs, agregadores de noticias, feeds, RSS, foros, indexadores, podcasts. No sabemos si Internet es la herramienta favorita y más eficaz de la democracia moderna o es un mero almacén de datos, una plataforma de información razonablemente pública, falsamente anónima y, sobre todo, doméstica, íntima. El medio es el mensaje. El Gran Hermano lo revisa todo. En una plaza de mi pueblo hay jóvenes que se tiran las tardes enteras gastando tarjeta de memoria de sus móviles con escenas de sus piruetas con los monopatines. Lo hacen muchas tardes y la tropa de adeptos crece. Incluso vi a uno que decía no haber visto la proeza de un amigo, pero que la había grabado. La cuelga esta noche, dijo. No hace falta ver la realidad si la hemos almacenado en un disco duro. Así estamos. No se hacen las cosas por lo que las cosas son sino por lo que representan. Yo ya no soy lo mío y sus circunstancias sino, ay, lo mío y lo que anda por ahí, colgado, contándome. La idea es que vamos dejando huellas que nos retratan. Para bien o para mal, cuentan lo que somos. Y parece que no se puede borrar. Lo duro es que luego no hay marcha atrás. Las palabras ya no se las lleva el viento: las registra los foros, los facebooks y los blogs. Cualquier día de éstos va a venir la Policía Digital y va a encontrar restos de Cortázar (que acabo de leer) en algún bit mío suelto.
Un paseo libresco
Acabo de sacar todos los libros de sus baldas. No ha quedado ninguno. Los hay a cientos, en montones desafiantes, por el pasillo. Ni uno solo en su estante habitual: ni Baudelaire ni el Sarramona de Pedagogía. Tampoco he dejado disco en su sitio. Ahora están en el suelo del pasillo, esperando un poco de higiene, Cassandra Wilson, Shostakovich y Nacha Pop. Es una pequeña nudanza, un viaje que les permito para que aprecien después el confort de la rutina. Volverán a donde estuvieron. No sé si les agrada mi presencia, que los haya escogido y juntado. A veces me da por pensar que no hay vida para que yo los aproveche como deben. No volveré a leer a Jack London. Igual no vuelvo a depositar en la bandeja del Marantz el primer disco de los Clash. No es un pensamiento lúgubre, funerario: es más bien constatar que la vida es siempre muy corta y hay muchos paseos que dar y muchas palabras que escuchar una vez o un ciento.
1 comentario:
Cada vez estoy más convencida de que Dios es un píxel, cualquier píxel, todos los píxeles.
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