Los bares son uno de los últimos refugios de la alegría que van quedando. Incluso estoy por pensar que no es necesaria la presencia alada de la alegría y que los bares pueden contribuir a la tristeza que antecede a la forja de un poema o a la caligrafía minuciosa de una carta de amor. Yo creo haber escrito alguna en ellos y no me entra en duda alguna que haya manuscrito un buen número de servilletas en las que he ido dejando rastros de aquello que entonces bullera dentro, dicho de una manera periférica. En bares, acodado en la barra o en la cómoda distancia de una mesa, he leído pasajes de la más alta y noble literatura. En ocasiones, dejando a un lado la hondura, he olisqueado libros de baja estopa, crónicas de fantástica serie B, folletínes de una belleza abrumadora. Luego está la errabundia de periódico en periódico. Nada mejor que desayunar con las penurias del banquillo blanco y comprobar, a pie de café, mientras afuera la lluvia cuelga su manta de fraternidad antigua, que Mourinho sigue siendo un tipo despreciable en lo que expresa y admirable en su empeño antológico de ganar por encima de todas las cosas o que la Zarzuela salga a la calle para ganarle al Rey adeptos, adictos y hasta fanáticos. Los bares, en su cálido confort de casa prestada, ofrecen la mullida evidencia de que siempre hay un sitio en donde pasar desapercibido o donde exhibirse tumultuosa o incluso impúdicamente. Es lo que mi amigo K. llama aura. Los bares, no todos, por supuesto, la tienen. No se vende casi nunca, no se manifiesta en tablones junto a los precios de las consumisiones, pero es el aura lo que hace que un bar adquiera ese adorable rango de templo de las palabras o de los silencios, de techo bajo el que cobijarse cuando arrecia el dolor o de lupanar en donde enfangarse de vicios cuando explota la alegría, y la ebriedad (ese vértigo de la sangre) te conforta, te expande, te invita a dejarte llevar por los sentidos. No puedo cerrar esta vindicación festiva de los bares sin hablar del café, sin el que no podría vivir. Lástima, en parte, que las leyes (estrechas, punibles algunas) hayan borrado de ese mapa de la felicidad el humo de la nicotina barriendo el aire, escribiendo voluta a voluta un poema invisible, venenoso (a qué engañarnos) pero fértil y hermoso. Claro, a este final alguien le añadirá su desacuerdo, que entiendo y hasta comparto. Yo solo quería contarles mi devoción sencilla por el negocio, y probablemente no sepa expresarme como debiera y manifestar lo mucho bueno y lo mucho malo que ha habido en sus dominios. Como la vida misma. Anoche, sin ir más lejos, buscando un bar en donde dejarnos caer para librarnos del agobio de la Cabagalta de Reyes, dimos con uno que deparaba una agradable sorpresa. He allí al amigo Manolo Rueda, al que no veía desde hace una barbaridad infame de años (dos semanas y media, corrigió él) y al que todos dimos abrazos, festejando la existencia misma de la amistad, la bendita ocurrencia del azar, que nos regala a veces afectos inesperados.
Coda:
Celebra uno la llegada de los Reyes Magos con parecida ilusión a la que les dispensaba cuando más joven. No somos nunca viejos del todo para levantarnos bien temprano y buscar en el salón, junto al portal de Belén o el árbol, los regalos que han tenido a bien dejarnos mientras dormíamos. Habremos sido buenos, alguien nos habrá querido. No importa la valía del agasajo: a lo que uno aspira es a que alguien nos haya dedicado un poco de su tiempo pensando en qué nos haría felices. A mí, con poco, se me contenta. Aun caprichoso como soy, en días como éste, gano con las caras de los demás, con el efecto que hacen los presentes que yo les elegí. Y ahora me disculpan. Voy a mi tierra a ver qué hay debajo del árbol.
5 comentarios:
Entradas como éstas son las que dan ilusión, por reyes, por seguir entrando a bares y por todo, en general. Gracias por saber transmitirla!
Espero que te hayan dejado mucho por tu tierra.
bares, qué lugares
He sido feliz hasta más no poder en los bares y este escribir suyo, fluido y trabajado, me ha recompuesto el ánimo alicaído y por eso le digo, Emilio, Gracias.
Le debo una.
¡Cómo me identifico con tus palabras! Los bares son esos extraños amigos íntimos, cómplices, que nos acogen en sus brazos en los mejores y peores momentos sin preguntar ni exigir nada. Y es curioso que con algunos la relación se mantiene toda la vida, envejeciendo juntos, almacenando años y experiencias.
Como "mandolfi", exclamo: ¡Bares, qué lugares!". Como en todo, en los bares hay categorías. Los hay, pocos, que tienen "encanto", virtud personalísima e íntima, pero que una vez encontrada, hay que cultivar con embriagadora insistencia. Por cierto, Emilio, yo particularmente soy fan de la barra, en lugar de la mesa. Pero allá cada cual.
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