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K. me advirtió hace tiempo del peligro de la informática: no el previsto, el que sentencia que acabaremos alienados, convertidos en esclavos de un sistema de control tan eficiente y vinculante que no será posible la realidad fuera de su ámbito de influencia. K. ajusta su intuición al malévolo ejemplo que dan los programas de ordenador al incluir en su paquete de opciones la de poder ser desinstalados desde su propia configuración. Algo así como si el ser humano, al modo en que los espías de la Guerra Fría se tragaban una pastilla que los mandaba al otro barrio sin mayor estrépito, pudiese desactivarse pulsando (simplemente) un botón. El problema (insiste K.) es dónde alojar el botón fatídico. Una mera cuestión cartográfica. El suicidio no puede ser producido accidentalmente ni tampoco puede ser obra de un desatino que luego (miradas las pruebas condenatorias de uno mismo, razonada la fiebre y el deseo homicida) quede en nada, en un arrebato de adolescente, en un desquiciamiento súbito. K. añade: "Al menos el ordenador, luego de perpetrar el programicidio, tiene la opción de reinstalar el paquete original, el que venía de fábrica. También podemos acudir al establecimiento más cercano o al portal pirata más a mano y agenciarnos una versión mejorada del software".
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La ilusión de que las
máquinas hayan avanzado más en logros morales que el pobre hombre,
perdido en el interesado mapa sentimental que la severa (en lo que
quiere) prescripción cristiana ha ido inoculando durante siglos en la
sociedad, hace pensar que quizá algún genio de la nanotecnología con
suficiente poder de convicción y calado en el tejido mediático (eso es,
al cabo, lo más importante) propondrá, en breve, la audacia de que el
hombre arribe a este mar de penalidades que es la vida (hoy es lunes,
me siento particularmente alicaído, pesimista y poco conciliador) con
algún resorte secreto, una función apocalíptica dentro de la tupida red
de cables, de poleas y de válvulas que dan entereza física a este alma
que dicen que somos. No tengo muy claro eso de que un alma nos navegue
por ahí dentro, que pese 21 gramos según cálculos poéticos o de
minimalista zen, pero tampoco me importaría tener una que después de
abandonar yo este valle de lágrimas (insisto: es un lunes retorcido)
saliese de este envase temporal, al que no cuido como debo, qué voy a
contarles, y migre por esos mundos de Dios (o del Google, a capricho
del lector) en busca de algún nuevo cuerpo joven, fértil y prometedor
en el que hospedarse otro capacho de años.
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Lo de ir al cielo o al infierno lo veo más difícil. Más parejo al runrún de los tiempos es que nos instalen, allá en el futuro, un chismecito en la espalda, un botón remoto que nos permita (en casos muy específicos, en determinadas circunstancias) dar por finiquitado el trayecto, pero las cosas nunca son tan sencillas. A los suicidas, antaño, les negaban el camposanto. Ahora siguen siendo unos apestados, aunque sean éstos otros tiempos y se propague la idea de que el ser humano (el ciudadano) es dueño de su destino y puede controlarlo, censurarlo, acelerarlo y (en el más triste de los casos) interrumpirlo. Material, no obstante, para una buena historia de ciencia-ficción. O para una pastoral de la Santa Madre Iglesia: Teología-ficción. En cómodas entregas fasciculares. No me duelen prendas (qué coño será eso de que te duelan prendas, diría Millás) admitir que una parte mía, una a la que doy de vez en cuando rienda suelta, me pide ser de otro modo, observar con mayor respeto los dogmas y los predicamentos de la fe (sea la que fuese) y presumir de alma, concebirla como una criatura maravillosa por ahí, en mis oscuros adentros; maravillarme de que crezca conmigo y me abandone un día, flotando entre candores celestiales, divisando este camino de espinas en el que nos están haciendo andar. Pero ya digo, todo es matizable. Es lunes y me espera (en nada, en un plisplás) una jornada ciclogenética, por lo menos. Ah, y si el amable lector busca alma en el buscador de imágenes del eficaz google encontrará un batiburrillo new age de escenas cósmicas. No sabemos dibujarla. Será porque no existe o porque, existiendo, no se aviene a que la cartografiemos. En realidad no creo que el hombre haya hecho otra cosa. Buscarla. Dar con la manera de entenderla.
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Lo de ir al cielo o al infierno lo veo más difícil. Más parejo al runrún de los tiempos es que nos instalen, allá en el futuro, un chismecito en la espalda, un botón remoto que nos permita (en casos muy específicos, en determinadas circunstancias) dar por finiquitado el trayecto, pero las cosas nunca son tan sencillas. A los suicidas, antaño, les negaban el camposanto. Ahora siguen siendo unos apestados, aunque sean éstos otros tiempos y se propague la idea de que el ser humano (el ciudadano) es dueño de su destino y puede controlarlo, censurarlo, acelerarlo y (en el más triste de los casos) interrumpirlo. Material, no obstante, para una buena historia de ciencia-ficción. O para una pastoral de la Santa Madre Iglesia: Teología-ficción. En cómodas entregas fasciculares. No me duelen prendas (qué coño será eso de que te duelan prendas, diría Millás) admitir que una parte mía, una a la que doy de vez en cuando rienda suelta, me pide ser de otro modo, observar con mayor respeto los dogmas y los predicamentos de la fe (sea la que fuese) y presumir de alma, concebirla como una criatura maravillosa por ahí, en mis oscuros adentros; maravillarme de que crezca conmigo y me abandone un día, flotando entre candores celestiales, divisando este camino de espinas en el que nos están haciendo andar. Pero ya digo, todo es matizable. Es lunes y me espera (en nada, en un plisplás) una jornada ciclogenética, por lo menos. Ah, y si el amable lector busca alma en el buscador de imágenes del eficaz google encontrará un batiburrillo new age de escenas cósmicas. No sabemos dibujarla. Será porque no existe o porque, existiendo, no se aviene a que la cartografiemos. En realidad no creo que el hombre haya hecho otra cosa. Buscarla. Dar con la manera de entenderla.
1 comentario:
Mierda de lunes, coño.
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