No sé si hay que estar un poco loco para tocar jazz en el siglo XXI. No porque el jazz no esté bien considerado por los que saben (alguno habrá) ni porque sea un arte menor, poco rentable, de escaso afecto popular. Sucede justamente lo contrario. Tiene el jazz un apresto aristocrático, una distinción de la que carecen otras músicas que incluso concitan un mayor reclamo y un más boyante negocio. Parece increíble que lo que nació en el polvo, en la mugre, en la plantación, en el iletrado territorio del negro al que le extirpan la dignidad y las raíces acabe conquistando el selecto club de gourmets blancos y sea por derecho propio la música clásica del siglo XX. Tiene también clichés de los que difícilmente se escapa. Se cree a veces, cuando no se indaga, si no se involucra uno lo que debe, que es un género oscuro, parcial o totalmente codificado, construído a capricho de unos cuantos negros embrutecidos, conscientes de tener entre manos una pequeña bomba de relojería que terminaría por afectar, en su deflagración, al resto de los géneros y probablemente al propio decurso de los acontecimientos de la sociedad en la que nació.
Uri Caine es un loco excepcional. Posee la clarividencia del negro, pero la ensambla con la humildad del blanco. Si un blanco que toca jazz no es humilde y es paciente, hará buena música pero quizá no sea exactamente jazz. Imagino que el genoma del jazz posee su mecánica secreta, una que hace que las cadenas de ADN brinquen, sincopadas y ebrias, un poco locas y un poco tristes también. Caine da la brizna de locura y la de tristeza a poco que uno se involucre, ya digo, en sus trabajos y descubra que es un aventajado pianista, poco clasificable, que fluctúa entre la revisión de los clásicos (lecturas académicas de las Variaciones Goldberg de Bach, de los románticos o incluso de Wagner) y la devoción por el jazz como lenguaje propio, mamado a conciencia, concebido como el desquicio lírico y puro que le reconcilia con el mundo.
Al escuchar a Uri Caine se tiene en ocasiones la idea de estar asistiendo a una especie de espectáculo salvaje. Los dedos de Caine se deslizan por las teclas del piano y el sonido revela a las hormigas yendo y viniendo por las blancas y las negras, apretando las patas diminutas contra la madera o contra el marfil, sugiriendo una acometida que no termina de cerrarse, abriendo y cerrando mundos que solo la música sabe abrir y cerrar. Por eso el jazz, siendo cosa de hormigas, es un ejercicio que linda o que puede lindar la locura. Al que no le asiste la cordura, al menos el tipo de cordura que hace que uno no toque jamás jazz, por ejemplo, se le concede sin embargo el don de convertir sus dedos en una horda salvaje de hormigas. No hay nada sagrado en este arte. Hay una determinación casi orgánica por la belleza. Importa lo justo que se enfrenta a un repertorio barroco, al bebop de Charlie Parker o al free jazz de Sonny Rollins. Sus años dorados con el trompetista Dave Douglas forjaron un pianista duro, vital, sensible a todas las influencias que pueden extraer del jazz sonidos que en principio le son ajenos. De ascendencia judía, Caine amalgama trazos de folk, ritmos de vanguardia electrónica y (por supuesto) líneas de texto clásicas. En alguna entrevista ha referido que su amor por Wagner no puede competir con su amor por Gillespie.
De digitación extraordinaria, Caine alumbra en Siren (el disco que llevo escuchando dos días) un plan más conceptual que otra cosa. El trío (Perowsky a la batería y Hébert, al bajo) dialoga continuamente. No hay una preeminencia pactada. No está el piano como conductor de la trama sonora. Se ensamblan sin que se advierta cortes en la sutura. Salvo un standard (On Green dolphin street) todo son piezas originales que parecen compuestas para amplificar esa voluntad de diálogo puro. La audacia, ese acceso voluntario de locura, sustenta el disco entero. No sé si es posible descubrir algo en estos tiempos de agotamiento de las ideas y de vencimiento natural de las vanguardias, pero Caine, en jazz, en lo que se ciñe al volcado de esa música exclusiva y adictiva, es un iluminado, un sujeto al margen de la industria, que publica discos y sale de gira (muchas veces en Jazzaldia, ninguna que yo haya podido disfrutar lamentablemente) con la muy pedagógica idea de rendir su oficio al público y servir de embajador de la belleza. En Siren la hay en cantidades masivas. Cuesta envolverse con la serena abstracción de la pieza que da título al álbum, pero el resto es un prestidigitación pura. Hormigas alegres que ejecutan un marcha nupcial.
Al escuchar a Uri Caine se tiene en ocasiones la idea de estar asistiendo a una especie de espectáculo salvaje. Los dedos de Caine se deslizan por las teclas del piano y el sonido revela a las hormigas yendo y viniendo por las blancas y las negras, apretando las patas diminutas contra la madera o contra el marfil, sugiriendo una acometida que no termina de cerrarse, abriendo y cerrando mundos que solo la música sabe abrir y cerrar. Por eso el jazz, siendo cosa de hormigas, es un ejercicio que linda o que puede lindar la locura. Al que no le asiste la cordura, al menos el tipo de cordura que hace que uno no toque jamás jazz, por ejemplo, se le concede sin embargo el don de convertir sus dedos en una horda salvaje de hormigas. No hay nada sagrado en este arte. Hay una determinación casi orgánica por la belleza. Importa lo justo que se enfrenta a un repertorio barroco, al bebop de Charlie Parker o al free jazz de Sonny Rollins. Sus años dorados con el trompetista Dave Douglas forjaron un pianista duro, vital, sensible a todas las influencias que pueden extraer del jazz sonidos que en principio le son ajenos. De ascendencia judía, Caine amalgama trazos de folk, ritmos de vanguardia electrónica y (por supuesto) líneas de texto clásicas. En alguna entrevista ha referido que su amor por Wagner no puede competir con su amor por Gillespie.
De digitación extraordinaria, Caine alumbra en Siren (el disco que llevo escuchando dos días) un plan más conceptual que otra cosa. El trío (Perowsky a la batería y Hébert, al bajo) dialoga continuamente. No hay una preeminencia pactada. No está el piano como conductor de la trama sonora. Se ensamblan sin que se advierta cortes en la sutura. Salvo un standard (On Green dolphin street) todo son piezas originales que parecen compuestas para amplificar esa voluntad de diálogo puro. La audacia, ese acceso voluntario de locura, sustenta el disco entero. No sé si es posible descubrir algo en estos tiempos de agotamiento de las ideas y de vencimiento natural de las vanguardias, pero Caine, en jazz, en lo que se ciñe al volcado de esa música exclusiva y adictiva, es un iluminado, un sujeto al margen de la industria, que publica discos y sale de gira (muchas veces en Jazzaldia, ninguna que yo haya podido disfrutar lamentablemente) con la muy pedagógica idea de rendir su oficio al público y servir de embajador de la belleza. En Siren la hay en cantidades masivas. Cuesta envolverse con la serena abstracción de la pieza que da título al álbum, pero el resto es un prestidigitación pura. Hormigas alegres que ejecutan un marcha nupcial.
6 comentarios:
Hasta ahora no había escuchado a Caine (lo haré). Pero al leerte a ti, ya siento el hormigueo.
Otro chapeau, mon ami.
Soy un sencillo aficionado, Emilio, pero aprendo rápido. He dejado el jazz clásico y estoy ya en faena con el moderno, con gente de ahora. Uri Caine, con permiso de los pianistas clásicos, me sigue pareciendo un alumno disciplinado. El jazz de ahora, digamoslo así, me cuesta más. Soy muy aficonado a Oscar Petersen y a Bill Evans, que por cierto hablas mucho de él. En plan pianistas clásicos. Un saludo.
Soy un sencillo aficionado, Emilio, pero aprendo rápido. He dejado el jazz clásico y estoy ya en faena con el moderno, con gente de ahora. Uri Caine, con permiso de los pianistas clásicos, me sigue pareciendo un alumno disciplinado. El jazz de ahora, digamoslo así, me cuesta más. Soy muy aficonado a Oscar Petersen y a Bill Evans, que por cierto hablas mucho de él. En plan pianistas clásicos. Un saludo.
Voy investigando poco a poco tu página, Emilio, y no puedo sino agradecerte el esfuerzo diario en ella. De eso vivimos los que no escribimos. A mí, como me gusta el jazz y el cine, estoy encantado. Un saludo.
Ah, no conocía a Caine.
Invisible, el jazz es invisible, pero solo lo verdadaremente invisible persiste y llega. El jazz es el alimento de los espíritus libres del siglo XXI.
Amén Jesús.
Yo te escribo escuchando sus Variaciones Goldberg, rápidamente encontradas en You Tube, y es algo hermoso de veras. Buscaré ese Sirén (qué coño, lo busco ahora: te escribo ya escuchando un breve Foolish me). Suena realmente bueno bueno. El jazz tiene magia, y tú la pestidigitas por escrito a las mil maravillas. El asunto racial lo resolvió perfectamente Tete Montoliu, quien cuando alguien le dijo que tocaba como un negro dijo muy en serio: es que yo soy negro; y no era ninguna boutade: En su condición de pianista invidente entendía el concepto de color no como una condición de la piel sino del sonido. Un abrazo al borde del teclado.
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