"El mundo -escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto"
Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779).
El dios rudimentario de Hume no suele entrar en mis accidentales conversaciones teológicas porque mis alcances son rudimentarios y me valgo de impresiones deficientes, a menudo extraídas de libros que leí hace demasiado tiempo o de otras conversaciones que en modo alguno se trenzan con la sapiencia de los entendidos, con la experiencia de los doctos. Soy vulgo y en esa vulgaridad me defiendo como puedo. Abrigo la esperanza de que el que me escuche esté en onda con mis divagaciones, las entiende, las rebata o las subscriba porque el fondo último de mi metafísica es la amena constatación de que lo hermoso y lo relevante, quizá no en ese orden, es hablar, entablar un diálogo entre iguales o entre distintos, arrimados al respeto, convencidos ambos de que se enriquece el alma al acercarse a estos asuntos de hondura impronunciable a veces.
No tengo a Hume entre los míos. Tampoco a Kant o a Spinoza. Me sostengo en pilares de menos fuste a la hora de recurrir a la cultura, poca o mucha, que uno va ganando con los años. Dejé la filosofía demasiado pronto. Me refugié en otros territorios librescos. Abracé a Borges y a Chesterton y abandoné a Nietzsche. Supongo que es la forma en que se hacen las cosas. Mi amigo K. sostiene que no es posible leer filosofía salvo que seas filósofo, aspires a serlo o enseñes Filosofía. Tuve un buen profesor de la asignatura en aquel difundo Curso de Orientación Universitaria. Hizo ameno lo que no prometía amenidad alguna. Convirtió a los filósofos en una especie de estrellas del pop que bajaban de su olimpo a nuestros pupitres para contarnos las cuitas del alma y los enigmas de los dioses. Después de ese deslumbramiento, a pesar de las tentaciones de la novela pura y de la poesía, de mis autores de cabecera y de los que venían por atrás, solicitando asilo en mis vicios, leí con absoluta fruición lo que buenamente entraba en mi precaria formación académica. Quizá me saturó el ansia por entrar en ese mundo fascinante y no poseer de los bártulos que lo hicieran practicable. Me quedó, al cabo, la certeza de que la filosofía no es una disciplina académica, un saber estanco, compartimentado en un plan de estudios, alojado en un búnker, críptico y áspero, sino una ciencia de la vida, una especie de prontuario sin el que vivir sería sin duda un oficio más ingrato.
Tengo a mano a Savater y a Marina, esos dos prebostes de la filosofía mediática, pongamos, pero se tiene con ellos cierta idea de amateurismo, de cursillo para novicio con interés, que obstaculiza un reinado pleno de lo más puramente filosófico, esto es, no caer en la didáctica de la filosofía, en su genealogía de tramos y de autores y beber a morro de los libros de esos autores, penetrar en la materia sin intermediarios que la acomoden. No sé si llegaré a esa rotunda independencia. A lo mejor los años lo van haciendo a uno perezoso y se conforma, ay, con la vaselina de los doctos, que lubrican el campo y permiten una entrada más o menos gloriosa, franqueada por notas a pie de página y continuamente expuesta a revisar lo aprendido o lo experimentado con anterioridad. Queda, en fin, ese regusto a juego que tanto agrada a los niños después de haberlo finalizado. La resaca de la filosofía es enjundiosa y es maleable, se la lleva con gusto por la barra de los bares y se la muestra a los cercanos, a los amigos de farra, en cuanto es posible. Viva la metafísica, viva la madre que parió a Hume y a Descartes. Gracias a ellos, a su inefable vocación de indagadores de lo real, aprende uno a vivir con una leve idea de trascendencia. Cayendo en la cuenta de que no soy especialmente creyente, valen estos recursos del alma sensible para ir sorteando los avatares de los días, las negras lagunas de las noches. Lo filosófico se antoja entonces pócima para aliviar la brusca fornicación de las horas. Ya lo dijo otro: se constata brutalmente el presente y se arbitran, casi sin propornérnoslo, fórmulas de rebaje, mecanismos de pura defensa, recursos interpuestos para irnos viviendo sin la angustia de que la trama tiene finiquito.
No tengo a Hume entre los míos. Tampoco a Kant o a Spinoza. Me sostengo en pilares de menos fuste a la hora de recurrir a la cultura, poca o mucha, que uno va ganando con los años. Dejé la filosofía demasiado pronto. Me refugié en otros territorios librescos. Abracé a Borges y a Chesterton y abandoné a Nietzsche. Supongo que es la forma en que se hacen las cosas. Mi amigo K. sostiene que no es posible leer filosofía salvo que seas filósofo, aspires a serlo o enseñes Filosofía. Tuve un buen profesor de la asignatura en aquel difundo Curso de Orientación Universitaria. Hizo ameno lo que no prometía amenidad alguna. Convirtió a los filósofos en una especie de estrellas del pop que bajaban de su olimpo a nuestros pupitres para contarnos las cuitas del alma y los enigmas de los dioses. Después de ese deslumbramiento, a pesar de las tentaciones de la novela pura y de la poesía, de mis autores de cabecera y de los que venían por atrás, solicitando asilo en mis vicios, leí con absoluta fruición lo que buenamente entraba en mi precaria formación académica. Quizá me saturó el ansia por entrar en ese mundo fascinante y no poseer de los bártulos que lo hicieran practicable. Me quedó, al cabo, la certeza de que la filosofía no es una disciplina académica, un saber estanco, compartimentado en un plan de estudios, alojado en un búnker, críptico y áspero, sino una ciencia de la vida, una especie de prontuario sin el que vivir sería sin duda un oficio más ingrato.
Tengo a mano a Savater y a Marina, esos dos prebostes de la filosofía mediática, pongamos, pero se tiene con ellos cierta idea de amateurismo, de cursillo para novicio con interés, que obstaculiza un reinado pleno de lo más puramente filosófico, esto es, no caer en la didáctica de la filosofía, en su genealogía de tramos y de autores y beber a morro de los libros de esos autores, penetrar en la materia sin intermediarios que la acomoden. No sé si llegaré a esa rotunda independencia. A lo mejor los años lo van haciendo a uno perezoso y se conforma, ay, con la vaselina de los doctos, que lubrican el campo y permiten una entrada más o menos gloriosa, franqueada por notas a pie de página y continuamente expuesta a revisar lo aprendido o lo experimentado con anterioridad. Queda, en fin, ese regusto a juego que tanto agrada a los niños después de haberlo finalizado. La resaca de la filosofía es enjundiosa y es maleable, se la lleva con gusto por la barra de los bares y se la muestra a los cercanos, a los amigos de farra, en cuanto es posible. Viva la metafísica, viva la madre que parió a Hume y a Descartes. Gracias a ellos, a su inefable vocación de indagadores de lo real, aprende uno a vivir con una leve idea de trascendencia. Cayendo en la cuenta de que no soy especialmente creyente, valen estos recursos del alma sensible para ir sorteando los avatares de los días, las negras lagunas de las noches. Lo filosófico se antoja entonces pócima para aliviar la brusca fornicación de las horas. Ya lo dijo otro: se constata brutalmente el presente y se arbitran, casi sin propornérnoslo, fórmulas de rebaje, mecanismos de pura defensa, recursos interpuestos para irnos viviendo sin la angustia de que la trama tiene finiquito.
4 comentarios:
Dice Wagensberg:
Existen tantas particiones cognitivas del mundo como mentes hay en el mundo.
Y : El conocimiento que no se puede transmitir de una mente a otra no es conocimiento.
Yo creo que entre nosotros se produce una corriente de conocimiento.
Y termino con otro pensa-miento de filosofía didáctica unido a nuestras mentes por un "egoistmo", relativo -según Wagensberg- a la partición cognitiva del mundo: El mundo se divide en dos partes y las dos existen: 1) Yo y 2) el resto del mundo.
Buen y filosófico día, mon ami.
En una ocasión, tuve que participar en unas Jornadas sobre María Zambrano. Félix Grande -con anterioridad- me había apuntado la dificultad de hablar sobre una filósofa sin ser filósofo. Siguiendo su consejo, abordé la cuestión desde un punto de vista poético y, de esta forma, descubrí ciertos paralelismos entre metafísica y poesía. Por eso, no me parecen unas malas influencias Borges o Chesterton para comenzar a interpretar las grandes cuestiones que nos atenazan. Saludos.
Si ya filosofas, Emilio, de qué te preocupas, hombre?
Antaño, cuando yo era mucho (muchísimo) más joven y la enseñanza carecía del más elemental método didáctico -al menos la que yo recibí-, tuve que estudiar Filosofía, la cual pretendían que aprendiera como si las ideas fueran los ríos de un continente que nacen, fluyen y mueren en otro río o en el mar, o como las cucarachas de la tele que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Como es natural, acabé aborreciéndola y me centré en mi propia filosofía extraída de la experiencia que, como es fácil imaginar, nada tenía de docta pero sí me resultó útil. Al fin y al cabo el mundo, la vida, no deja de ser el yo y sus distintos tipos de sombras. El resto casi se puede catalogar como basura cósmica, mucha de la cual creamos nosotros mismos. En la universidad volví a retomar la Filosofía y sus teóricos como fuente inevitable de la teoría social y política, y lo único que me quedó claro fue que si alguno había del que me hubiese hecho fan en caso de compartir época hubiese sido Epicuro. Ahora descansan todos polvorientos en mis estanterías y los miro con cierta ternura porque se han quedado más solos que la una, desde Platón a Althusser pasando por Kant.
Por cierto, usted de vulgo tiene bien poquito... :))
Besotes.
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