Hace unos días entramos en un vacío digital del que salimos indemnes. Observé mi ánimo con atención y no advertí quebranto relevante. Nada como el día en que perdí un cuadernito de anillas en el que había manuscrito unos sencillos trabajos de amor endecasílabos en la barra de un bar en Córdoba. Todavía hoy pienso en la identidad de quien lo abriese y qué turbación sentiría al atravesar una puerta que no le estaba esperando. Hay puertas siempre abiertas y algunas que no deben abrirse. Así que la repentina interrupción del servicio de la compañía Pyra Labs, la que ofrece a sus clientes la plataforma en la que alojo El espejo de los sueños, sólo me hizo pensar en la posibilidad de una mudanza o en la fragilidad de los soportes a los que confiamos lo que escribimos. Busqué un refugio nuevo y hasta abrí un universo alternativo. Una especie de espejo repetido en el que alojé un breve texto a modo de fundación. Golusmeé en el editor del bicho y vi que, en esencia, no dejaba de ser un hermano bastardo, quizá un poco más sofisticado, del que se ocupa de airear lo que pienso desde hace 1.760 días. Todos esos son los días con sus noches que llevo aquí refugiado. El hecho de hacer balance de ese tiempo me hizo entrar en un maravilloso estado de zozobra espiritual del que no sé si he salido todavía. Pensé en la negación del servicio por mi parte. Yo sería Pyra Labs hackeando mi propio interés estilístico. Yo sería el causante absoluto de que mi pequeño e inofensivo contrato con la compañía de California cesase de inmediato. Yo, al final, sería el dulce suicida, el letraherido que ha decidido, a la vista del descanso impuesto, la prudencia de habilitar un descanso de más hondura.
Indicio de una manera de vivir a la que nos hemos arrojado con quizá excesiva presteza, el cierre inesperado de la rutina de escribir y de poseer un espacio en donde alojar lo escrito hace pensar en la fragilidad del envoltorio, en la importancia que le damos al lugar en donde colgamos (nunca mejor dicho) la ropa que nos ponemos y la escasa relevancia que se le da a la ropa en sí. De mí recuerdo la imagen de escribir en cuadernos de anillas, de los gruesos, en folios blancos que luego metía en carpetas grises o en servilletas de papel en los bares (ay qué placer más clandestino y maravilloso manuscribir en una barra de un bar mientras esperas que el camarero te sirva un café) y guardar con mimo esos papeles. La criba la realizaba muy de tarde en tarde y de ella salía algo que pasaba a máquina. Mi Olivetti Lettera 32 no se fugaba jamás. No le daba por ausentarse por motivos técnicos. Jamás me fallaba. Sé que todo es la manifestación del enfado por lo que sucedió en la Red, pero me sé también asistido por una razón íntima, tal vez no exportable en demasía ni sólida si se la enfrenta con los argumentos de los que defienden (yo me incluyo en ese defensa, sin duda) los alcances de las bitácoras, la certeza de que hay una disciplina tecnológica a nuestro servicio que se ocupa de hacer volar la palabra y que, en el vuelo, no se pierda. Pero el caso es que no hubo vuelo. A pesar del fantástico cielo izado para que el vuelo existiera y festejáramos la noticia del aire.
Indicio de una manera de vivir a la que nos hemos arrojado con quizá excesiva presteza, el cierre inesperado de la rutina de escribir y de poseer un espacio en donde alojar lo escrito hace pensar en la fragilidad del envoltorio, en la importancia que le damos al lugar en donde colgamos (nunca mejor dicho) la ropa que nos ponemos y la escasa relevancia que se le da a la ropa en sí. De mí recuerdo la imagen de escribir en cuadernos de anillas, de los gruesos, en folios blancos que luego metía en carpetas grises o en servilletas de papel en los bares (ay qué placer más clandestino y maravilloso manuscribir en una barra de un bar mientras esperas que el camarero te sirva un café) y guardar con mimo esos papeles. La criba la realizaba muy de tarde en tarde y de ella salía algo que pasaba a máquina. Mi Olivetti Lettera 32 no se fugaba jamás. No le daba por ausentarse por motivos técnicos. Jamás me fallaba. Sé que todo es la manifestación del enfado por lo que sucedió en la Red, pero me sé también asistido por una razón íntima, tal vez no exportable en demasía ni sólida si se la enfrenta con los argumentos de los que defienden (yo me incluyo en ese defensa, sin duda) los alcances de las bitácoras, la certeza de que hay una disciplina tecnológica a nuestro servicio que se ocupa de hacer volar la palabra y que, en el vuelo, no se pierda. Pero el caso es que no hubo vuelo. A pesar del fantástico cielo izado para que el vuelo existiera y festejáramos la noticia del aire.
5 comentarios:
Yo no tengo blog, ni escribo con asiduidad ni con la pretensión de que me lean como la gente entra y lee tu estupenda, en serio, página, pero sí que tengo una olivetti y la amo por todo lo que ha sido en mi vida. La carrera universitaria, los años en la oficina, al principio. Es una historia larga, la mía, al fin y al cabo. No tengo blog y el otro día no me di cuenta del fallo que cuentas, pero entiendo perfectamdente lo que dices,,y lo comparto.
Julián Calmaestra
Enfermedades diacrónicas. Un oficinista en la selva es hombre muerto. Nos hemos acostumbrados a un modelo de supervivencia tecnológica, posmodernizada. Quien antes no podía vivir sin su Olivetti, hoy le falta el aliento sin su ración de posts.
No somos nadie, o sí.
Hace mes y medio ni siquiera me hubiera enterado de tan caótica jornada; el viernes fue San Desasosiego. Lo que ayer era ajeno a nosotros hoy es parte esencial de nuestras vidas: el secreto de la tecnología es su repentina condición de imprescindible para quienes llevaban desde siempre prescindiendo de ella.
No sabría con seguridad confirmar o no mi dependencia de escribir en un blog y de sentir también con seguridad que tengo unos cuantos lectores que siguen lo que hago. Por eso se acostumbra uno a las redes sociales. Por lo que tienen detrás, Julián. No tener blog es una opción. Escribir con asiduidad y no tenerlo, salvo quienes poseen un carácter ferreo que yo no poseo, no lo es.
Un saludo.
Enfermedad industrial, cantaban mis Dire Straits.
No es tanto una supervivencia sino un modo de vida.
No tengo pudor en exhibir a qué me entrego y con qué énfasis.
Somos lo que somos.
Nada, todo.
Qué importa.
Ser, al cabo.
Eso.
Shakespeare levantara la cabeza, Ramón.
¿Querría entrar en nuestra Barra?
Sólo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. Al perder el Viernes el editor lo supe más mío que nunca.
Es una enfermedad golosa, Juan. Enfermos, pero vivos.
Entiendo la esclavitud de las nuevas tecnologías hasta el punto en que yo mismo no soy capaz de salir a la calle con mi Smartphone a tope de batería, listo para ver mi facebook, mi correo y la página deportiva favorita en el momento en que desee. Y no estoy dispuesto a renunciar a todo eso. Escribir, no escribo, pero leer, leo mucho. Esta página tuya es magnífica. Recién descubierta, recién paladeada, la administraré con la atención que merece.
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