Tenemos casi siempre los anuncios que merecemos. Los de ahora se confían a la inteligencia del espectador y no caen en lo chabacano, aunque siempre hay excepciones y podemos asistir a sugerencias tercermundistas, al espectáculo bochornoso de algunos reclamos dignos de un juzgado de guardia. Hace tiempo que huyo de la publicidad, pero reconozco estar perdiéndome un barómetro finísimo, uno que hurga en lo real y extrae las enseñanzas más rentables. Si el pueblo es iletrado, le damos mensajes asequibles, trallazos de instinto puro filmados con absoluta falta de pudor. Vendieron perfume a lomos de una jaca sacada de Easy Rider que mostraba canalillo mamario y pedía guerra a un tal Jack, del que nunca se supo. Se vende carne y la venden sesudamente, exprimiendo la psique del consumidor, buscando el pulso más primario, la elemental izada de hormonas. Luego está la publicidad críptica: coches que recorren páramos desérticos con una melodía de violines abruptamente cercenada por una jirafa o por un vendedor de biblias. El caso es violentar el discurso fílmico, dar al consumidor un motivo de quebranto estético, hacerle participar de una trama delirante y convencerle de haber entendido algo. Me han parecido asombrosos algunos anuncios, creaciones muy por encima del cine convencional, facturados con un mimo exquisito, pensados para perdurar. He vivido una vida entera intoxicado de anuncios y todavía los rehuyo. Es impensable (por otra parte) un mundo sin publicidad. Vivimos en una sociedad que estipula estos peajes para subvencionar los vicios de sus usuarios. Veo más TVE de que eliminaron los anuncios. El horario es fiable, el mensaje (a pesar de sus vaivenes ideológicos) sigue siendo confiable: se trata de emitir contenidos sin la interrupción de una realidad paralela, falsa, asombrosamente falsa, que desvirtúa el mensaje y lo convierte en un artefacto hipócrita, en una mentira consensuada por quien emite y por quien recibe.
Mis hijos no han visto los anuncios con los que yo crecí. Ni siquiera su formación visual se ha visto súbitamente modificada por un bagaje abusivo de anuncios. Los ven, los disfrutan, los admiran, los repudian, pero son ya en sí mismos un contenido: se les puede adjudicar una franja horaria y disfrutarlos asépticamente, al margen de que intenten vendernos unas comprensas o una marca de televisores de plasma. Las nuevas generaciones aceptan la publicidad menos dolorosamente que la mía: es el precio del consumismo voraz, es el subidón de marcas que nos aturden y nos mueven por los pasillos de las grandes superficies, esas catedrales del pueblo llano. Al final de la partida de ajedrez, el rey y el peón van a la misma caja. Al final de la vida, el pobre y el rico mueren y caen al mismo hoyo. Un sábado por la noche, en el centro comercial que hay a la entrada de mi pueblo, se juntan los pudientes y los parias, las clases altas y la grey zafia. Dan ahí, a pie de caja, idéntico gesto. Todos, al gastar, nos igualamos. Y el mercado gobierna los escaños y elige a los que nos administran la visa.
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Mis hijos no han visto los anuncios con los que yo crecí. Ni siquiera su formación visual se ha visto súbitamente modificada por un bagaje abusivo de anuncios. Los ven, los disfrutan, los admiran, los repudian, pero son ya en sí mismos un contenido: se les puede adjudicar una franja horaria y disfrutarlos asépticamente, al margen de que intenten vendernos unas comprensas o una marca de televisores de plasma. Las nuevas generaciones aceptan la publicidad menos dolorosamente que la mía: es el precio del consumismo voraz, es el subidón de marcas que nos aturden y nos mueven por los pasillos de las grandes superficies, esas catedrales del pueblo llano. Al final de la partida de ajedrez, el rey y el peón van a la misma caja. Al final de la vida, el pobre y el rico mueren y caen al mismo hoyo. Un sábado por la noche, en el centro comercial que hay a la entrada de mi pueblo, se juntan los pudientes y los parias, las clases altas y la grey zafia. Dan ahí, a pie de caja, idéntico gesto. Todos, al gastar, nos igualamos. Y el mercado gobierna los escaños y elige a los que nos administran la visa.
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4 comentarios:
Yo, que soy cortita en muchas cosas y echado pa'lante en otras muchas,adoro la buena publicidad. Hasta me trago los maratones del plus de la mejor publi del año y todo eso. Sé que soy muy burra, sé que no tengo remedio, pero ha sido mi vida, tú lo dices bien, y no puede uno llevarle la contraria a su historia personal.
LLeva mucha gente durante muchos posts diciendo que escribes de puta madre. Yo creo que nunca lo he hecho, pero lo digo ahora, qué quieres que te diga. Mientras haya gente como tú, escribiendo así, viva internet, viva los blogs, viva la madre que te parió, que no la conozco.
Ana.
No comparto, en parte, lo que opina Ana, que es una devota del Espejo. Admito que estamos rodeados de publicidad, admito que alguna es buenísima, admito que hay que dejarse llevar y no ponerse "farruco" y belicoso. Es lo que hay. Admirarla, es otro asunto.
Escribes bien, en eso estoy de acuerdo.
Sin darle mas importancia.
Elena J.
Me voy a aclarar: no he querido menospreciar tu escritura. Ni mucho menos. Lejos de mí hacer cundir la idea de que escribes mal. Escribes muy bien, diría yo, pero no importa la belleza de la escritura, ni tampoco el estilo, y admiro como escribes, y no tanto qué temas tocas para escribir, que veo a veces muy repetitivos. Supongo, supongo bien, que todos los buenos escritores escriben siempre sobre el mismo tema, y tú no ibas a ser excepción. Aclarado el asunto, que no me dejaba vivir, cierro el comentario, cierro mi ordenador y me voy a la cama, que el día ha sido chunguito chunguito. Buenas noches, pueblo lector.
Elena J., la de antes, corrigiéndose...
Llegará un día, no muy lejano, en el que echaremos en falta la vieja publicidad, directa, de cartón y témpera, la cuña radiofónica, el cartel en la carretera, los excesos narrativos del spot televisivo, el pulp rebosando nuestro buzón.
La publicidad del futuro es el neuromarketing, impuesto en las pantallas de cada dispositivo tecnológico, sin previo aviso, viral, personalizado. Esta publicidad no podrá ser borrada, quemada o apagada. La aceptaremos como nuevo atrezzo a nuestro hábitat cotidiano. Ya no estará ubicada en un locus preciso (el buzón, la tele, la carrtera); se pegará a nuestra piel sin concesiones. Nos llamará por nuestro nombre sin haberse presentado; sabrá de nuestros gustos íntimos (vía Facebook o quien en ese tiempo almecene nuestra biografía digital). El mercado como gran hermano, el sueño de todo emporio: inocular en el cerebro de sus clientes el deseo mismo de consumir, sin intermediarios, sin fabulaciones. La nueva publicidad carecerá de trama, historia, emoción. El Gran Hermano perfecto.
El fin del pop.
Buenas noches, Emilio. Buenas noches, contertulios digitales.
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