I
La piedra, la historiada, la que se exhibe sin pudor, a espalda de las modas, la que rivaliza con el tiempo y lo convierte en una anécdota, en una sencilla y manejable estadística, la piedra, digo, aturde. Aturde y deslumbra, provoca una sensación parecida a la que se tiene cuando uno divisa el mar desde la playa o desde la cubierta de un barco, lejos de la costa. O la sensación que produce un paisaje o el cielo si se contemplan con toda la pureza de la que se disponga. En estos tiempos, la pureza sensitiva está herida por tsunamis terribles, por oleadas majestuosas de inmundicia mediática, pero cabe la posibilidad, caso de que se sienta el espectador accidental decididamente envalentonado y tenga conciencia de lo que va a ver, de que uno (insisto) vea la piedra con infinita reverencia y respeto. La piedra de la que escribo está en la Catedral de Salamanca (la vieja, también la nueva) y está en Ávila y en Segovia, que son las ciudades que he malvisto, por no disponer de más días e ir siempre con el agobio del viajero que no llega a serlo y casi entra en el saco infame del turista, que va a matacaballo, cuidando de no dejar atrás una iglesia de fuste, un palacio de relumbrón, que lo registra todo en una tarjeta de memoria de una cámara muy cara y que luego, más que disfrutar de lo vivido, con lo que la memoria fija y protege, disfruta de lo grabado en soportes digitales, ésos que luego pueden entretener cenas domésticas con los amigos. El turista y el viajero son dos perfiles distintos del que visita un lugar y lo pasea y lo intenta entender, pero eso es materia de otro día y hoy basta
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La piedra, la historiada, la que se exhibe sin pudor, a espalda de las modas, la que rivaliza con el tiempo y lo convierte en una anécdota, en una sencilla y manejable estadística, la piedra, digo, aturde. Aturde y deslumbra, provoca una sensación parecida a la que se tiene cuando uno divisa el mar desde la playa o desde la cubierta de un barco, lejos de la costa. O la sensación que produce un paisaje o el cielo si se contemplan con toda la pureza de la que se disponga. En estos tiempos, la pureza sensitiva está herida por tsunamis terribles, por oleadas majestuosas de inmundicia mediática, pero cabe la posibilidad, caso de que se sienta el espectador accidental decididamente envalentonado y tenga conciencia de lo que va a ver, de que uno (insisto) vea la piedra con infinita reverencia y respeto. La piedra de la que escribo está en la Catedral de Salamanca (la vieja, también la nueva) y está en Ávila y en Segovia, que son las ciudades que he malvisto, por no disponer de más días e ir siempre con el agobio del viajero que no llega a serlo y casi entra en el saco infame del turista, que va a matacaballo, cuidando de no dejar atrás una iglesia de fuste, un palacio de relumbrón, que lo registra todo en una tarjeta de memoria de una cámara muy cara y que luego, más que disfrutar de lo vivido, con lo que la memoria fija y protege, disfruta de lo grabado en soportes digitales, ésos que luego pueden entretener cenas domésticas con los amigos. El turista y el viajero son dos perfiles distintos del que visita un lugar y lo pasea y lo intenta entender, pero eso es materia de otro día y hoy basta
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II
La piedra catedralicia, tutelada por los siglos, quemada por el tiempo y los excrementos de las palomas, la piedra rotunda y milenaria, invita como un buen libro a la reflexión y a la búsqueda de la belleza. Incita a encontrar después en esos mismos libros la historia que la piedra ha ido pacientemente reservando. En esa indagación, en parte detectivesca, se completa (con más o menos fortuna, con más o menos grado de conocimiento) la trama abierta en la pared, en la urdimbre fabulosa que la piedra teje con el espacio y el tiempo a beneficio de la posteridad, que es una cosa que empieza uno a entender después del espectáculo imponente de las catedrales. También, con gusto y con distanciamiento, se plantea uno el fervor, la religiosidad, esa espiritualidad visceral que conduce al hombre a edificar este desatino de belleza absoluta. Imagino que el creyente, el que se deja fascinar por el lado de la fe, verá con otros ojos esta manifestación de lo más acendradamente humano, pero también es posible la visión limpia de quien no ha sentido ese deslumbramiento del que suelo hablar con algunos amigos que lo vieron y lo llevan en su vida como una referencia y una guía. De hecho, no puede evitar pensar en ellos (en dos, al menos) cuando miraba la techumbre de la catedral de Salamanca y me perdía en el infinito dibujo de símbolos que pueblan esas paredes formidables.
Regresar después al sur, donde la calina devasta el temple y el tiempo funciona, a su modo, con otros parámetros. Habrá que volver, aunque sea para degustar piedra y luz, tabernas medievales, paseos monumentales...
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4 comentarios:
Decía Cortázar que el único modo de conocer una ciudad es perderse en ella. Siempre he huído de los tramos turísticos y de las visitas fugaces, Emilio, pero mucho me temo que visité las tres ciudades que citas de un modo apresurado e inconsciente. Era niño entonces, ahora apreciaría la piedra de un modo distinto. Tu posteo ha provocado que retome la lectura de un libro precioso e icónico para mí: "El Secreto de las Catedrales".
Regresó, al menos por unos días. Queda, supongo, el viaje a la playa y el relax de las cervezas mirando hacia el horizonte. Bienhallado sea.
No nos perdimos, pero te aseguro que hemos pateado bien las ciudades en las que hemos estado. Bares, iglesias, mayormente. Catedrales, palabras mayores. Lo fugaz, en este caso, pocos días, ha sido bueno. Lo de las piedras me ha dejado k.o.: muy k.o. Y eso que Córdoba tiene también una muestra lo suficientemente rica como para quedarme perplejo con las ajenas. Queda, sí, el viaje playero, pero no será lo mismo. Ni siquiera una pequeña parte igual. Allí birra y coppertone, Álex, mucho de cada para soportar el solecito...
Claro, era Salamanca. La conozco bien y también sus piedras, y sus bares. Hubo un tiempo en el que iba casi cada fin de semana. Hace ya bastantes años y al leerte me he dicho que tengo que volver.
Yo es que soy una enamorada de las piedras... Y reconozco que la piedra de Salamanca le da a la ciudad y a sus monumentos un color y un sabor muy especial.
Si te vas a la playa, acuérdate de mí, que este año me quedo sin y la echo mucho de menos, sobre todo la contemplación del mar al atardecer.
Un beso grande.
Me acordaré de ti, Isabel. Te lo prometo. Tú, ya te lo he escrito en tu página, a disfrutar lo que buenamente puedas. Sé que sabrás. Besos gordos.
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