23.2.25

La intemperie

 


    Ilustración: Slowek Gruca


No he leído nunca bajo el mar, pero no me han faltado ganas. No imagino otro refugio más placentero. Uso placentero en el sentido de placenta y de placer, de lugar en el que aplazarlo todo. Lecturas anfibias, textos submarinos. No he encontrado ninguna imagen en la que un astronauta, izado bien arriba, lea en la oscuridad primordial del espacio exterior. Lecturas siderales, textos celestes. Como ninguna de estas figuraciones de mi extravagancia libresca cae en lo razonable, leo en la intemperie, que puede ser la propia casa, a salvo de las inclemencias meteorológicas, o precisamente confiado a ellas, expuesto adrede. Porque la intemperie no es la ausencia de una techumbre. La intemperie lo ocupa todo. Incluso puede advertirse su presencia en el interior de la cabeza del que lee o del que escribe o del que sueña, que es una mixtura caótica entre lo fabulado y lo tangible, no habiendo en esa liza quién se arrogue la propiedad del paisaje. Dentro de la mía están el capitán Nemo en su Nautilus, Kurtz en el corazón de las tinieblas, Erizo con su ídolo Serio, Alex con sus drugos, Robinson Crusoe curtiendo en maldades a Viernes, Jekyll intimando con Hyde, Alonso Quijano desfaciendo entuertos o Emma Zunz buscando en el despacho del patrón un revólver. Se lee para exponerse a la intemperie, para que el cuerpo dolido sane o para que el sano, por coherencia narrativa, busque el dolor y se zafe más tarde de él y lo crea ficción. Todos los libros que compramos deberían venir con una escafandra. El hecho de que la logística editorial no la provea hace que cada lector dé con la suya. Habrá una para cada libro. No cabrían en casa. Ni en la intemperie cabrían. 



No hay comentarios:

La página en blanco

  Tengo un respeto absoluto a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las veces en que he franqueado ese temor (n...