10.11.18
El arte de vivir consigo mismo
No caer bien a alguien da una especie de bienestar moral. Se tiene la convicción muy privada de que algo nuestro no se acepta y podría ser manifiestamente mejorado y también otra, pública y difundible, de la que no importa alardear e incluso considerar irrenunciable. Al cabo de los años, los cincuenta entrados en mi caso, he aprendido a manejarme bien en ambas. Me agrada esa ambivalencia, me hace pensar en mí, asunto que viene bien siempre. No pensamos en nosotros mismos con la hondura deseable, no nos entusiasma, escatimamos esa conversación íntima, se la aparta, no hay valor para indagar qué hay adentro, si ese sujeto en apariencia conocido lo es verdaderamente. El arte de vivir consigo mismo abole el aburrimiento, dejó escrito Erasmo de Rotterdam. Casi cualquier cosa, menos caer en él, no saber qué hacer, tener que pensar en uno con la obligación de las circunstancias, no con la voluntad firme de quien desea hacer ese viaje interior a posta, por el placer puro y limpio de conocerse. Por eso viene bien (a veces) que alguien no nos soporte, no nos trague. Ese desafecto ajeno conviene en ocasiones: nos depura, nos hace actores de nuestra propia existencia, no figurantes, elenco pasivo, sin parte en el decurso de la trama. Nos permite escribir y leer, ser juez y parte. Luego está el lado generoso, el del amor o la amistad que podamos poseer de los otros. Intentar caer bien a todo el mundo tal vez acarree no caerse bien a uno mismo o no caer bien a nadie . Hay que amarse, apasionada e incansablemente. Uno se ama por mera cercanía, por el sencillo gozo de poder desamarse si conviene y disfrutar con l reencuentro. En ese trayecto se produce la vida, no en otro.
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