No sabe uno bien qué es la literatura. Se tienen ideas y las ideas se escriben. Quizá no haya más. Lo que me interesa en estos días es la ausencia de ideas, el volcado elemental de lo que se vaya dejando caer, al modo en que el pianista improvisa en su instrumento para soltar dedos. No tener ideas es tener algunas, en cierto modo. Una es la que afloja esa tensión en la escritura de la que uno a veces no sabe o no quiere deshacerse. Escribir sin que haya arrimo alguno de coherencia, aunque eso (en la práctica) sea enteramente falso y propicie la concurrencia de una manera precisa de contar la realidad, aunque sea una restitución (en apariencia) de menor trascendencia. La conciencia es la que avanza: se la ve fluir, adquirir consistencia, dejar un signo al que aplicar un método de revelación más hondo.
Breton escribía deprisa, dejaba que una frase atropellara a la que se cruzaba en ese instante o que ninguna prosperara y se instalase otra, que acudía más morosamente, sin que se advirtiera que estaba pujando y cogiendo volumen. Se crea una realidad ajena a quien la impone: no le obedece, no se deja acariciar, ni siquiera es hostil. En clase, en ocasiones, suelo pedir que los alumnos foguen a capricho, se liberen sin que nada los frene: no les doy un patio grande en el que dar saltos o correr. Les pido que corran en el folio en blanco. A veces les dejo unas consignas; otras, según la experiencia que tengan, no hay obediencia alguna. Al acabar, leen, entre perplejos y alborozados, el texto que les ha ocupado esos cincoo diez minutos de creatividad primitiva y pura. No tardan en comprender que la inspiración les visitó. Entonces leemos en voz alta y sonríen, satisfechos, al reparar en una frase ocurrente o en una combinación de sustantivo y adjetivo insólita y hermosa.
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