9.7.16

Los azules limpios

A veces toso como si se acabase el mundo. En el estrago, en mitad de esa polifonía sucia, tengo la impresión de que oigo crujir mis pulmones. Luego vuelve a su modo natural y ni aprecio que están. Los tengo domados. Los alivio (los mimo)  a base de química. No sabe uno hasta qué punto estamos a merced de la farmacología. Casi todo los dolores tienen el compuesto que los menguan o que los anulan. Habrá quien prefiera vivir armoniosamente con los dolores al modo en que muchas mujeres prefieren parir sin epidural, durmiendo el nervio, convirtiéndose en un objeto neutro, incapaz de sentir. La enfermedad no debería existir. Tendríamos que nacer, desarrollarnos, reproducirnos y morir. Incluso estoy por eliminar el último verbo. Claro que entonces no habría ninguno de los otros. Siempre acabamos hablando de religión. Empieza uno relatando la épica de la tos, todo el cuento del pulmón asalvajado y del ojo luctuoso y termina en un congreso de bioética, lleno de curas y de librepensadores. Se ve que no sabemos hablar de otra cosa. A lo que vuelven muchas veces mis conversaciones es al dolor. No se nos educa para el dolor. No hay una pedagogía que nos enseñe a soportarlo. No hay un vademécum propicio. No es sólo el físico, el que devasta, el dolor que prorrumpe y arrambla con lo que encuentra al paso. Está también el del alma. El dolor de no saber o el de saber en demasía. El dolor de la ausencia o el desamor o la injusticia. En estos tiempos abundan los libros que nos ayudan a vencer esa fractura. Libros con recetarios, que indican una especie de posología verbal. Son el género de moda. Una vez cogí uno de ellos en casa de un amigo (no uno que depende de estas pildoritas para ser feliz, pero ahí estaba, paradójicamente) y lo hojeé con calma. Le apliqué una lectura honesta y me fascinó su capacidad de persuasión. No había quebranto al que no pusiera freno. Se atrevía con asuntos muy serios y alardeaba de acometerlos con pasmosa eficacia. Libros de esta guisa prefiguran un tipo de lector ingenuo, del que no se debe decir criticar nada. Porque leer siempre es una puerta hacia algún lado y no sería de extrañar que raspe algo relevante de esa superficie casi roma, sin apenas hondura, hecha para dar alivio instantáneo o para taponar heridas, en lugar de sanarlas. 

El dolor también tiene un sentido patrimonial. Hay dolores que nos escoltan toda la vida. Están integrados en nuestra existencia, configuran el estado general de las cosas y hasta legislan (son poderosos, saben que todo pasa por su voluntad) el quehacer diario, imponiendo recesos, organizando los horarios y pasándonos factura si en alguna ocasión somos osados y franqueamos el límite que nos han impuesto. Uno cree tener los pies en el suelo, pisar tierra firme, cuidar de no tropezar y sentir la seguridad de que se conoce el camino o de que, en todo caso, estamos alerta por si sobreviene un obstáculo o surge un imprevisto. Es la cabeza la que está en el aire, flotando, mecida por el primer viento que se le cruza, inevitablemente zarandeada por las inclemencias del azar, que suele ir a lo siuyo y no se deja gobernar y desoye la voluntad de quien le habla. Todo eso pasa. En el fondo, no es mal sitio el aire, el limbo, la nada protectora. La visión que ofrece es más entretenida. Incluso acaba uno fortalecido en ese acto un poco malabarista. No hay día en que todo salga como lo planeamos, ninguno que no le haga un roto al traje con el que pisamos la calle. Los años nos enseñan a manejarnos bien en esas alturas, nos dan confianza. Lo que incomoda a veces es la seguridad, la rutina, la placentera sensación de que todo sucede como dispusimos, la ausencia del dolor. Se está más vivo en el riesgo. No hay día que no abra una herida o cierre otra. A un dolor que no soportamos le abraza otro que causa un dolor mayor, de modo que uno (por fuerza) mengua, se rebaja, adquiere una presencia de menos peso, nula en ocasiones. No estamos preparados para sufrir. No hay escuela que instruya sobre estos asuntos. Se intima con el dolor y se aprende (a solas, qué remedio) a domeñarlo. La alegría es otra cosa. Es fácil trasegar con ella. Se la lleva de paseo y se enseña a los amigos. Se la aposta en las barras de los bares y se la invita a beber. Hay un piso firme debajo suya. En la felicidad se aprecia el azul del cielo con más nitidez, pero es el dolor (la ausencia de azules) el que te pone delante de los caballos y te hace correr, por evitar el atropello, y entonces ideas, maquinas, compones el poema con el que festejar la salvación o el caos. Al final será verdad eso de que el arte (para quien lo crea o para quien lo observa) nos pondrá a salvo, pero también la belleza se impregna de dolor. Igual es esa la razón por la que lloramos de placer cuando la belleza nos atraviesa al sonar una pieza de música o estando frente a un cuadro o una película. 


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