En cuanto pueda me levanto y vuelvo a mi sitio, ha sido un golpe de calor o un golpe de frío o un golpe de público. Mi madre me lo dijo. Si ves que no vas a poder, no te metas ahí. Hay que ser muy disciplinado. Tú no has tenido disciplina en tu vida, hijo. Y no será porque no he intentado inculcártela. Las madres hacen muchas cosas, pero no las pueden hacer todas. Sí, claro que te levantarás, pero yo no me refiero a eso. Digo que ahora no podrás borrar de la cabeza de todos los que te vieron caer el hecho de que te caíste. Uno debe caerse solo. A salvo de los que miran, hijo. Si lo haces a la vista, no podrás hacer nada por enmendarlo, aunque no vuelvas a caerte nunca. La gente recuerda siempre las caídas. No ven nada cuando estás de pie, firme, orgulloso y entero. Sólo se esmeran si perciben una duda. En cuanto atisban un indicio de debilidad, aguzan la vista. la mantienen fija, por si algo relevante sucede y no han estado lo suficientemente atentos. Luego largan lo que pueden. Hay quien ha venido a este mundo a ver cómo se caen los demás. De ellos, de si pueden caerse o no, no piensan mucho. Yo siempre estuve muy atenta a esas cosas, hijo. Sabes que te llevé por el camino bueno, pero hay veces en que no es posible evitar venirse abajo. Al cuerpo no se le tiene nunca bien atado en corto. Tiene el cuerpo su voluntad, muy a pesar de que nos creamos sus legítimos dueños. Si naces para martillo es el cielo el que provee los clavos. Tu padre no se levantó. No es imprescindible caerse para no poder levantarse. A tu padre se le vio siempre caído, hijo. Por eso más vale tener una buena y luego incorporarte. Lo malo es que la gente no perdona, no olvida. De eso puedes estar seguro. Basta un descuido y ya no hay manera de reponer la idea que tenían de uno. Y tú hazme caso: la imagen lo es todo. Hemos venido a este mundo a ver y a ser vistos. No le des más vueltas. Todo lo que te cuenten es accesorio. La parte principal es la que te confía tu madre. Yo jamás permití que las cosas que hacía o las que dejaba de hacer fuesen la comidilla de la calle, pero me ha costado lo mío. Años de mirar por la ventana, por ver qué hay afuera. La vida es dura a veces. Uno cree que es un regalo, pero no lo es en absoluto. Se viene a penar a este mundo, y después para acabar en el hoyo. Tampoco se deja en paz a los muertos. Con ellos se aplica una dureza mayor que con los vivos. Tienes la ventaja de que no pueden rebatir nada de lo que digas. Ni los cercanos pueden. No se sabe nunca qué se hizo en vida. Si le dices a la viuda que el marido recién fallecido era un putañero y un crápula en sus ratos libres, tragará, como tragó antes. Y si duda, si se obstina en contradecir lo que le contamos, ya le dará de noche vueltas a la cabeza, cuando se acueste, en la quietud que precede al sueño. Hemos nacido para adorar al mal. Por mucho que el reverendo en la homilía cuente y cuente otra vez lo de poner la mejilla y el milagro de los panes y de los peces y la salvación por las buenas obras que hagamos. Yo llevo toda la vida siendo una madre buena y una esposa buena y no he tenido todavía una señal que me indique si el camino que he elegido es el correcto o hago algo mal. Seguro que si un día caigo en desgracia no habrá quien me ayude a ponerme en pie y arrancar a andar otra vez. Eso lo hacen las madres, hijo. Y no todas, no creas. Hay algunas que traen los hijos al mundo y después dejan que se descarríen y no les aconsejan ni les dan consuelo ni cobijo, pero en ocasiones una no puede hacer más de lo que hace, no se puede estar en todas, no hay manera de que la dejen, por más que insista una en que ahí tiene que estar tu madre. La que te coge y te levanta y te alivia y desafíe, con fiereza si hace falta, a quien te mire mal y te haga burla. No se puede borrar lo que hemos hecho. No está en mi mano evitar que caigas. Tampoco que puedas levantarte. Hay caídas terribles. Las ve todo el mundo. Estamos expuestos. No hay nada que hagamos que no esté a la vista y sea registrado. Ni a solas, cuando nadie te ve, estás a cubierto. Te ve Dios, que es la memoria de todos. Así lo decía tu padre. La de veces que le levanté, ya sabes. A estas alturas lo que me duele es no tener a nadie que me alce. Nadie que me cuente cómo no caer. Tendremos que pensar en si podemos estar ahí bien, en el suelo, sin miedo a qué dirán, sin pensar en qué haremos cuando estemos de pie, sin preocuparnos de volver a caer de nuevo.
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2 comentarios:
Genial. No soy una madre al uso. Soy una madre-terremoto, dicen mis hijos. Pues yo soy así. Muy bien retratada cierto tipo de madre. A mí me retrataste!!!!! Un saludo.
Nadie es una madre al uso. Cada una, imagino, lo es a su modo. Ningún hijo al uso. En ese plan. Bien si te retraté. No se trataba de eso. Saludos.
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