Creemos en Dios porque es mejor tener a mano alguien con quien contar o alguien que nos tenga en cuenta. No únicamente en los momentos duros, en las tragedias, en las curvas del camino; también en los tramos limpios, en la felicidad sin aristas de un día en el que el sol te arrulla, el aire te conforta y los pájaros cantan para que tú los escuches. De creer yo en Dios, de tener esa certeza anclada en el corazón, hablaría con más conocimiento de causa: hablo desde la distancia del descreído, del que siempre entabla esa batalla hermosa, en el fondo, entre las metáforas y los algoritmos, entre la fe y su incómodo reverso, que no es exactamente la ciencia, por mucho que nos la vendan como el enemigo de las creencias. De creer yo, de tener esa reserva espiritual, no sería más feliz de lo que soy. Tampoco se puede asegurar esto con firmeza. En realidad, ¿qué puede ser afirmado con firmeza? Ni los creyentes, los de convicciones más sólidas, aseguran nada con firmeza. Es deseable incluso que no lo hagan. Que por su bien no lo hagan. Es mejor una vida en la que el asombro te haga mirar sin miedo a las dudas. Levantarte a diario con el bendito temor de que algo extraordinario suceda y vuelque tu modo de vivir y te haga reconsiderar todo lo que antes creías bien sujeto. Se vive para que el azar nos fascine o nos hechice o nos zarandee a su capricho. Uno habla con Dios porque alivia la posibilidad de que las súplicas - las confesiones, la manifestación de la intriga enorme que es vivir - sean escuchadas. De que alguien está ahí para remediar la soledad. Quizá eso de nacer solos y morir solos exige que fundemos la idea de Dios. No un Dios verdadero, uno que rastree las voces de sus criaturas y las registre y las tenga en cuenta y hasta las responda. No hablo de ese Dios: hablo del Dios de las pequeñas cosas, la idea de uno que hayamos puesto ahí enfrente para que organice el caos tan enorme que nos rodea y dé sentido -sea eso lo que sea- a las grandes preguntas. No creyendo, pienso mucho en cómo sería creer. No es nada nuevo. Se está bien pensando.
20.10.15
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3 comentarios:
Yo, a veces, incluso he sentido envidia de quienes creen porque hay ocasiones en que parecen encontrar consuelo o compañía con más facilidad... Aunque solo a veces me pasa eso.
Besos.
Compré una vez un libro que se titulaba La oración del ateo. Su título me atrajo porque me gusta orar en capillas preferentemente románicas, aunque si la atmósfera es de recogimiento me hace sentir también a gusto. Me pasó este verano en Roma donde hay un sinfín de iglesias abiertas todo el día. Cuando estoy afligido me gusta orar, cuando estoy meditativo me gusta orar. Sé que no hay nadie al otro lado que me escuche pero me atrae hacerlo. No sé por qué, pero me siento bien, aliviado. No soy un matacuras. La iglesia es responsable de muchas cosas que no estuvieron bien, pero ¿qué institución se salva y que no fuera violenta? La fe no es necesariamente necia ni absurda. No sé por qué se reza siendo uno ateo y sintiendo una íntima repugnancia ante la idea de Dios, pero lo hago de vez en cuando y me gustaría hacerlo más.
Yo no tengo nada que añadir a lo que dijo Partidge con los XTC en esta brutal canción:
https://www.youtube.com/watch?v=IqkOv-4lTiw
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