Me ha pedido el médico que deje de escribir. Que me
limite, en todo caso, si no obedezco, a postales o alguna carta de
condolencia. Leer tampoco conviene a su salud. Hay novelas que te
aturden, historias que incomodan el sentido común de las cosas y te
impiden razonar qué está bien y qué mal. En opinión de mi sabio y responsable galeno, Kafka da migraña, Pessoa pesa como una plancha de acero en el pecho y Baudelaire fomenta el recelo hacia el género humano.
Le pedí que me permitiera veinte minutos al día de Cortázar, pero
desaconsejó esa inclinación libresca y me refirió cómo otro paciente
suyo enfermó más gravemente que yo al perderse entre cronopios, famas y
paseos con La Maga por el viejo París
Leer, me dijo, nunca hizo bien a
nadie, salvo a quienes lo hacen y creen, absurdamente, no padecer
enfermedad alguna. Te juro que la padecen, Cristobal. Yo mismo he metido
en cajas todos las revistas del Reader’s Digest y hasta los suplementos
dominicales de prensa que tanto me gustaba hojear están en el trastero
de la casa. Ahí he puesto los libros de Farmacología y los vademécums
del oficio. Nada que pueda distraerme se ha quedado en casa. Y si no lo
he quemado todo es porque a algunos de esos libros les guardo sincero cariño y
me cuesta deshacerme de ellos. Leerlos, por supuesto, no entra en mis planes. Tampoco debería entrar en los tuyos
El problema es que no hay suficiente
cantidad de cajas para embalar la biblioteca. Tampoco trastero lo
bastante grande como para guardarla. Así que he mandado venir al
cerrajero y ha puesto una cerradura buenísima en la biblioteca. El juego
de llaves lo he guardado en un cajón y he pedido al azar, que suele ser
generoso en ocasiones, que no me haga abrirlo desprevenidamente, como
sin propósito, y toparme con ellas. Prefiero vivir sin libros unos años,
a ver si el mal remite. En todo caso, en el futuro, cuando hayan
prescrito mis dolencias y el médico haya confirmado mi mejoría, buscaré
con ahinco las puñeteras llaves, abriré la esplendorosa biblioteca y me
tiraré el resto de mi vida entre los libros, sin importarme el mundo
ancho y ajeno de afuera, hocicando mi aburrimiento en Pavese, sin
suicidarme, babeando con Borges, sintiendo la belleza inmarcesible de la
poesía de Milton y, de postre, perdiéndome en un puñado de folios en
blanco en los que pueda verter la angustia amasada en el destierro. Si
nada de eso me complace y los años de exilio me han borrado todo amor
por la literatura no dudo que buscaré en la guía el domicilio del médico
y yo mismo me encargaré de reventarle el corazón con mis manos. Por inculto. Por facha. Porque me dará la gana.
.
Fuengirola, Julio de 2002 / Lucena, Noviembre de 2012
5 comentarios:
Genial de arriba a abajo.
A ese médico hace tiempo que te lo cargaste, ¿no?
Baudelaire, Pessoa, Rulfo el otro día, Kafka, Cortázar, Borges...
¿Podrás culpar al médico? ¿Podrás considerarte cuerdo? ¿Inocente acaso?
No obstante, recuerda que hasta el más demente entre los locos se cree en el uso de su razón. De momento, no hay motivo para desconfiar. ¿O sí?
Genial, Emilio...además un post perfecto de extensión, etc...Pero lo que dice Manolo ¿los lectores estamos cuerdos? Menuda pérdida de tiempo -oro- para algunos, eso de abrir la mente no le va al capital..y es muy malo para la prima de riesgo...
Alberto, gracias.
Miguel, lo maté ese día.
Manolo, no le culpo. No era un médico lector. No sé si desconfío.
Eduardo, los lectores no debemos cordura al libro. Le debemos fiebre. Fiebre, vértigo, incompostura.
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