Dylan, en asamblea consigo mismo, consciente de la levedad del tiempo, bendecido por todos los dioses del delta, ha mirado a su corazón y ha encontrado nuevamente el pulso del universo. Es muy dificíl ese hallazgo cuando has estado cincuenta años en el centro exacto de la vida, de la propia y de la ajena, o cuando has creado treinta y cinco discos. El de ahora, éste que ha facturado el abuelo Zimmermann es el menos crepuscular de los suyos. A la vejez, Dylan está viejo de voz y de pose, lo sencillo es tirar de crepúsculo, pero Dylan es un tahúr de los buenos, uno de esos iluminados que poseen absoluta confianza en la bondad de lo que ofrecen. Da igual que sea un bodrio (Dylan ha escrito unos pocos) o una de esas obras maestras de los años mozos (Blonde on Blonde, en ese plan) o de los tiempos modernos (desde Time ouf of mind hasta hoy, exceptuando el capricho navideño). Y Tempest, a pesar de nacer con vocación bíblica, en palabras del propio autor, es un disco de una vitalidad animal, un crisol de géneros al servicio de un poeta en plena posesión de su genio. En lugar de faltar al respeto a sus seguidores, al modo en que otras leyendas del rock lo hacen, repitiendo clichés, grabando la misma genial toma de siempre, Dylan tira de memoria y saca el grumo del folk y lo amasa con el grumo del blues. Viendo que la argamasa no le agrada como espera, añade un punto sucio de rock o un aliño de country higiénico y clásico. Amo Narrow way, una de esas piezas hipnótica, de blues majestuoso, enérgico, montado sobre una idea sencilla que los músicos de Dylan (obreros agradecidos de que el maestro tenga a bien hacerles mercenarios de su obra) explotan para que él demuestre que no hace falta cantar bien para hacerte llorar de emoción. Amo Duquesne whistle, una invitación a la alegría a través de la belleza de una melodía. Hay que ser un genio (uno de los más grandes) para servir el veneno con la dulzura con la que él lo hace. Y en Tempest, que es oscuro y es festivo al tiempo, sucede justamente eso: que Dios y el Diablo se dan la mano y pasean por las ruinas de la criatura que inventaron. Amo (ya acabo) la larguísima canción que da título al álbum: un alarde de texturas del folk que vino de Irlanda con el barco hundido (el Titanic) del que la pieza habla. Luego está Muddy Waters, como un fantasma, en dos temas al menos. Early roman kings, una de ésas, es la quintaesencia del blues. En el siglo XXI. Yo no sé si Tempest es un disco bíblico, bíblico en el sentido en que Dylan quería que lo fuese, despachado como una obra compacta, que contara una redención o una culpa y anduviesen los ángeles y los demonios de por medio. Es, de eso no me cabe duda, la oración, la plegaria, el mantra.
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2 comentarios:
Siempre digo que Bob Dylan ha terminado siendo un verso en sí mismo. Sólo con pronunciar su nombre artístitico, se produce algún tipo de bienestar indescifrable. Abrazos
Uno de la familia, añado yo. Hay un Dylan para cada uno, incluso uno para quienes no son de Dylan. La propia palabra, Dylan, como dices, engancha. Un icono.
Un abrazo, José Luis. Encantado siempre de leerte por aquí.
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