Un amigo me confesó que había oído Layla en una escena de Uno de los nuestros, la fabulosa película de Martin Scorsese sobre la mafia. En realidad lo que yo recuerdo es la inmortal coda de la pieza. Luego oyó la versión que Clapton hacía en Unplugged, el directo en la MTV que reflotó su alicaída carrera discográfica. La primera vez que yo la oí fue en el pub Tempo, en Priego de Córdoba. Era la típica época en la que uno buscaba el nombre de Dios en el fondo en el fondo del vaso. La época en que el mundo giraba con una precisión matemática y el aire olía a Borges y a besos y a whisky de doce años.
Antonio Linares me inició en un género que desconocía: el rock y el blues acodado en la barra de un bar con una cerveza en la mano y todo el tiempo del mundo para dirimir si un riff era bueno o si un solo de batería era mejor. Horas de libertinaje artístico, de completa fluidez del alma. Oigo Layla como antes. Sigo con el whisky doce años y a veces veo a Dios en Escocia, en el tintineo de los cubitos, en la noche acribillada a a preguntas, aunque esa visión (sentida en un arrebato etílico) dura un instante. Igual la mística funciona minúsculamente: uno oye a Dios en un instante, y de pronto deja de escucharlo. Y más tarde regresa, nítida, la percepción de la divinidad. Dios es un jinete pero no hay caballo. Dios es el gozo sublime que asiste al alma pero no hay alma. Cuando uno en este estado de cosas, en la retórica o en la mística, baratas y vanas las dos, torpes y prescindibles ambas, es mejor dejar de escribir, no contar con palabras el milagro de estar vivo y de esta exigencia de contarlo. Ya digo: se va en ocasiones la cabeza, se pierde, se enreda en hilos que no le incumben, a los que no alcanza.
Tener a mi lado a Layla esta noche, en Córdoba, en mi casa de la calle Utrera, es de algún modo regresar a todo aquello. Pensar en Antonio, en el Tempo, en el Boli, en la secreta posesión de la ebriedad, en el vértigo secreto de la vuelta a casa, en mi placita de Los Caballos, haciendo mentalmente el riff, desafiando el aire con un punteo imposible, pisando esas calles sagradas de la Villa, en 1.990, reconciliado con el júbilo, con la carne, con el intelecto (fue una época de lecturas voraces, fue el inicio de un maravilloso tiempo de unión con las letras) y también con uno mismo. Está bien sentirnos hospitalarios con nosotros mismos. Darnos, hacernos el bien a sabiendas, procurarnos placeres con total premeditación. Esta noche de enero, entrando en un domingo imagino que lluvioso, gris, de esos que tanto me gustan, pienso en Antonio, en lo absurdo de no plantarnos un día en Granada y acodarnos en una barra de bar (el suyo vale, El rincón de Federico, junto a la catedral) y escucharle despotricar contra los obispos y contra el Real Madrid.
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Antonio Linares me inició en un género que desconocía: el rock y el blues acodado en la barra de un bar con una cerveza en la mano y todo el tiempo del mundo para dirimir si un riff era bueno o si un solo de batería era mejor. Horas de libertinaje artístico, de completa fluidez del alma. Oigo Layla como antes. Sigo con el whisky doce años y a veces veo a Dios en Escocia, en el tintineo de los cubitos, en la noche acribillada a a preguntas, aunque esa visión (sentida en un arrebato etílico) dura un instante. Igual la mística funciona minúsculamente: uno oye a Dios en un instante, y de pronto deja de escucharlo. Y más tarde regresa, nítida, la percepción de la divinidad. Dios es un jinete pero no hay caballo. Dios es el gozo sublime que asiste al alma pero no hay alma. Cuando uno en este estado de cosas, en la retórica o en la mística, baratas y vanas las dos, torpes y prescindibles ambas, es mejor dejar de escribir, no contar con palabras el milagro de estar vivo y de esta exigencia de contarlo. Ya digo: se va en ocasiones la cabeza, se pierde, se enreda en hilos que no le incumben, a los que no alcanza.
Tener a mi lado a Layla esta noche, en Córdoba, en mi casa de la calle Utrera, es de algún modo regresar a todo aquello. Pensar en Antonio, en el Tempo, en el Boli, en la secreta posesión de la ebriedad, en el vértigo secreto de la vuelta a casa, en mi placita de Los Caballos, haciendo mentalmente el riff, desafiando el aire con un punteo imposible, pisando esas calles sagradas de la Villa, en 1.990, reconciliado con el júbilo, con la carne, con el intelecto (fue una época de lecturas voraces, fue el inicio de un maravilloso tiempo de unión con las letras) y también con uno mismo. Está bien sentirnos hospitalarios con nosotros mismos. Darnos, hacernos el bien a sabiendas, procurarnos placeres con total premeditación. Esta noche de enero, entrando en un domingo imagino que lluvioso, gris, de esos que tanto me gustan, pienso en Antonio, en lo absurdo de no plantarnos un día en Granada y acodarnos en una barra de bar (el suyo vale, El rincón de Federico, junto a la catedral) y escucharle despotricar contra los obispos y contra el Real Madrid.
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3 comentarios:
Larga vida al rock and roll y larga vida al escritor. Saludos, amigo,.
Magdalenas(de Proust)mojadas en whiski de doce años, noches de blues y de amistad (tan dulcemente amargas)y el dios de los besos en el fondo del vaso...¡Deseo de ser Eric Clapton!
(Padezco de "claptomanía"; algo así como el irreflenable deseo de robar el alma del blues, para después vendérsela al diablo. Creo que tú estuviste muy cerca alguna de esas noches en que te fue tan propicio el "don de la ebriedad")
Todo un riff de sentimientos a flor de palabra en una entrada magistral, Emilio.
Larga vida, en general, Rafa. Gracias.
Nos vemos en un cruce de caminos, Miguel. Contentos de whisky o de palabras, da lo mismo. Clapton is God, decían las paredes de Londres en los setenta. Yo creo en muy pocos más.
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