Admira uno la maestría británica a la hora de retratar su esencia patria. No conozco otro país que la exhiba de una manera más impecable. Son estos ingleses gente de artesanas maneras que pulen la fonética y oscilan entre el engolamiento teatral y el uso masivo de los adverbios en la pompa sintáctica que tanto aman. Yo mismo adoro el inglés y hasta me vale para pagar letras y vicios, pero acepto la existencia de un reverso tenebroso y es entonces cuando rescato de mi expediente emocional el amor por ese idioma y la necesidad (a veces intolerable) de meterme entre pecho y espalda dramas de Jane Austen y películas de James Ivory, ensayos de Chesterton y hasta películas del lumpenproletariado filmadas en los cuarenta y aireadas por la inefable Ealing. Partiendo de esta declaración de principios (dispersa y más voluntariosa que eficaz) supondrán el placer con el que voy al cine a ver películas como El discurso del rey. Luego sale uno decepcionado, aunque haya estado absorto, paladeando las palabras, discurriendo sobre lo contado, intentando descubrir la esencia ésa de la que antes hablaba. En El discurso del rey hay toneladas de convención y hay lagunas escandalosas. A veces vemos destellos de gran cine, aunque fijado casi exclusivamente en la demoledora exhibición del talento dramático de dos actores en estado de gracia, y en otras creemos estar asistiendo a un telefilm de altura, pero televisivo al cabo, aunque lo televisivo (en este arranque de siglo) esté ganando terreno, perdiendo su mala prensa y ganándose el corazón (el mío ya lo tienen merced a una decena de series antológicas) del otrora cinéfilo de butaca y fila siete.
La cinta de Tom Hopper (Elizabeth I y Damned United, que no he visto) carga su principal baza en lo teatral, en la más que digna batalla dialéctica entre dos personajes enfrentados por cuna y por atrezzo. El aspirante a rey, el príncipe fonéticamente tarado, está magistralmente representado por un Colin Firth que se afianza en papeles hondos (Tom Ford, Un hombre soltero) y el terapeuta amateur, el actor de segunda con un corazón muy grande, recae en un Geoffrey Rush ya habitualmente antológico, uno de esos actores que no ganan adeptos por papeles rutilantes, taquilleros al máximo, pero que labran una filmografía ejemplar.
La trama es previsible y la intriga es casi nula, pero la obra de Hopper engancha por sus maneras, por ser honesta hasta el desmayo óptico y no prometer nada que luego no entregue fielmente. Entrega limpieza: el film no se enreda en argumentos accesorios, no pierde el tiempo en lo que no es preciso para avanzar en la mínima trama que lo sustenta. Plana, austera, escasamente interesada en grandilocuencias narrativas, El discurso del rey no tiene apenas aristas, no posee nada que la aparte del logro al que aspira. Los hermanos Weinstein saben muy bien qué terreno pisan y cómo facturar una película perfecta. Ésta, sin serlo, lo es de un modo absoluto. Narra una amistad y lo hace apoyándose en una fricción, en la que se establece entre dos mundos en colisión: el de la realeza, que retrata de un modo muy realista, incisivo a veces, ácido también, y el del ciudadano de a pie, el afincado en su rutina, el que ve a la monarquía como alienígenas. De esa fricción nace una relación sólida, que se hace acompañar por una travesía histórica muy agradable de ver, componiendo un retablo doméstico, sin excesos intelectuales, de una parte de la Historia del siglo XX.
El discurso del rey es cine de calidad, de ese tipo de cine que en plan tsunami cultural sobreviene de cuando en cuando, una de esas cintas de factura irreprochable, de contenido familiar y hasta didáctico, tallada con mimo, majestuosa, precisa, limpia. Se las ve con complacencia, convencidos de estar asistiendo a una función modélica, pero se las recuerda después con tibieza, sintiendo adentro (y tal vez sin atinar muy bien a razonarlo) que todas las grandes virtudes advertidas en su proyección han adelgazado su grosor, se han resuelto ineficaces para hacer perdurar el asombro primigenio. Ganar lo va a ganar casi todo y va a hacer taquilla. La flema británica, la casa real y la reputación de los intérpretes asegura que haga caja y consiga alguna que otra mención honorífica. No es injusto. En el fondo, no es injusto.
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La cinta de Tom Hopper (Elizabeth I y Damned United, que no he visto) carga su principal baza en lo teatral, en la más que digna batalla dialéctica entre dos personajes enfrentados por cuna y por atrezzo. El aspirante a rey, el príncipe fonéticamente tarado, está magistralmente representado por un Colin Firth que se afianza en papeles hondos (Tom Ford, Un hombre soltero) y el terapeuta amateur, el actor de segunda con un corazón muy grande, recae en un Geoffrey Rush ya habitualmente antológico, uno de esos actores que no ganan adeptos por papeles rutilantes, taquilleros al máximo, pero que labran una filmografía ejemplar.
La trama es previsible y la intriga es casi nula, pero la obra de Hopper engancha por sus maneras, por ser honesta hasta el desmayo óptico y no prometer nada que luego no entregue fielmente. Entrega limpieza: el film no se enreda en argumentos accesorios, no pierde el tiempo en lo que no es preciso para avanzar en la mínima trama que lo sustenta. Plana, austera, escasamente interesada en grandilocuencias narrativas, El discurso del rey no tiene apenas aristas, no posee nada que la aparte del logro al que aspira. Los hermanos Weinstein saben muy bien qué terreno pisan y cómo facturar una película perfecta. Ésta, sin serlo, lo es de un modo absoluto. Narra una amistad y lo hace apoyándose en una fricción, en la que se establece entre dos mundos en colisión: el de la realeza, que retrata de un modo muy realista, incisivo a veces, ácido también, y el del ciudadano de a pie, el afincado en su rutina, el que ve a la monarquía como alienígenas. De esa fricción nace una relación sólida, que se hace acompañar por una travesía histórica muy agradable de ver, componiendo un retablo doméstico, sin excesos intelectuales, de una parte de la Historia del siglo XX.
El discurso del rey es cine de calidad, de ese tipo de cine que en plan tsunami cultural sobreviene de cuando en cuando, una de esas cintas de factura irreprochable, de contenido familiar y hasta didáctico, tallada con mimo, majestuosa, precisa, limpia. Se las ve con complacencia, convencidos de estar asistiendo a una función modélica, pero se las recuerda después con tibieza, sintiendo adentro (y tal vez sin atinar muy bien a razonarlo) que todas las grandes virtudes advertidas en su proyección han adelgazado su grosor, se han resuelto ineficaces para hacer perdurar el asombro primigenio. Ganar lo va a ganar casi todo y va a hacer taquilla. La flema británica, la casa real y la reputación de los intérpretes asegura que haga caja y consiga alguna que otra mención honorífica. No es injusto. En el fondo, no es injusto.
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7 comentarios:
mañana creo que iré a ver esta película aprovechando que es el día del espectador, aunque hay otra que me atrae mucho también.
lo que me da miedo de esta son las lagunas que comentas. Me da miedo porque considero que no sirve de nada regalarse con unos diálogos exquisitos si después se hace trizas a la historia.
me queda un día todavía para elegir, ya veremos
saludos
Coincido, Emilio, con tu placer. Exquisita, templada a fuego lento, una película de planos cortos, que obliga a ser honesto o se cae la función a la primera frase de guión. Me dejó buen sabor de boca. Revisitable.
Por otro lado, como apuntas, muy británica. Los ingleses hacen bien esa lectura bipolar de su monarquía, mezcla de reverencia y descrédito. Alaban al rey, pero convirtiéndolo tan solo en un hombre: tartamudo, indolente, testarudo, pusilánime en sus asuntos, diligente en lo público. El rey es humano, viva el rey. También lo bordó en ese tono Frears con su retrato de Isabel II en la excelente, pese a su formato televisivo, "The Queen".
En la antiguedad, se reverenciaba a la realeza, intuyendo su identidad divina. Hoy se seculariza esa emoción irracional bajo la necesidad desmitificadora de convertirlo en un ser humano, atravesado por las mismas contingencias que sus súbditos.
Buen día, Emilio.
Me gustan las películas que plantean la relación entre dos personajes, sin efectos especiales (que llego a aborrecer), sin excesivos primeros planos, en un combate actoral de esgrima interpretativa. No la he visto, pero todo lo que he sabido de ella es sugerente. Como referencia, te diré Emilio, que una de las cintas más bellas que he visto jamás es Breve encuentro de David Lean. Eso para mí es la esencia del cine. En cuanto pueda, voy.
Casualidad de las casualidades. Llevo días sin venir por el espejo, voy anoche al cine y veo El discurso del rey y hoy entro en la página y me encuentro tu crítica, tu reseña. Y hacía mucho tiempo que no te ponías a sacar el espíritu Cinéfilo, con mayúscula, que sé que es el que abrió la página. Me encantó la peli, me gustó mcuho Rush. Incluso me gustó más que el propio Colin Firth, que es el que se va a llevar todos los honores, me parece. Hoy se llevan la palma en los previos del Oscar dos pelis que me han encantado. La red social es una cosa maravillosa, un despliegue de modernidad y de clasicismo, pero no me hagas mucho caso, el que sabes de cine eres tú. Y El discurso del rey es una buena película, muy buena, pero se levanta sobre dos actuaciones prodigiosas. Bueno, ya dejo de escribir, que nunca he escrito tanto y vaya a ser que me acostumbre y no es cosa.
Vean, lectores de El espejo, El discurso del Rey. No se van a arrepentir. Y si lo hacen en inglés,. cosa que un buen amigo hizo hoy, mejor. Yo no pudo. No llego a esas exquisitices...
Rehuyo de los efectos especiales, como Joselu. Amo el teatro casi más que al propio cine.
Si juntamos estos dos factores hace que este tipo de cine sea mi favorito. Problema: aspiro a mucho, aspiro a mucho y no la he visto, y soy exigente, muy exigente... Me he quedado con los peros de tu muy buena crítica. Escribiré cuando la vea.
Alfonso Bellver
Atinada reseña, Emilio. Atinada, al menos, con la visión que yo mismo tengo de ella. Le falta empuje y sangre, pero no lo notamos. Le sobra pompa y solemnidad, pero la asimilamos con soltura, pues, al fin y al cabo, es una película inglesa de lo que todos suponemos debe ser la factura inglesa, al contrario de lo que el otro cine inglés trata de demostrar. Más que competente es entrañable. Se le podría pedir mucho más. Siempre se puede pedir mucho más a todo y a todos.
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