9.1.09

Los girasoles ciegos: Topos con versos



A pesar de que la novela de Alberto Méndez sea un excelente material narrativo, haya sido agasajada con premios de fuste, filme Cuerda, que es un obrero cualificado, razonablemente suelto en los manejos del cine de calidad, adapte Azcona, que fue el líder espiritual de varias generaciones de españolitos asqueados del franquismo y convencidos de que se podía hacer literatura en una pantalla, y tengan un soberbio plantel de actores (sobre todo Javier Cámara y luego Maribel Verdú y un fantástico Raúl Arévalo) Los girasoles ciegos no entusiasma. Se trata de una película de una honradez cristalina y no comete errores de bulto a la hora de hilvanar los acontecimientos (terribles, tristísimos) que cuenta. Simplificadamente dicho, Los girasoles ciegos es una especie de recopilatorio de horrores, pespuntados con eficacia, pero despojados de profundidad moral. Tiene uno la sospecha de que Cuerda no ha sabido matrimoniar su deseo de reflejar el sórdido mundo de los vencedores de la guerra, su fanatismo religioso, con su deseo de contar un cuento.
León Felipe decía que nos duermen con cuentos. También, lamentablemente, nos despiertan. Y después de oirlos no coge uno el puñetero sueño. Los de Méndez, a decir de quienes han leído el libro de Anagrama, están irregularmente traspasados a la pantalla. No falta desolación ni la áspera evidencia de que cuando acaba una guerra sólo termina para los que ganan: los que pierden la sufren infinitamente, se levantan con ella, desayunan con los recuerdos de su paso y se acuestan temiendo que al día siguiente la ira les delate, el dolor les pueda y terminen tirándose por un balcón o tragándose sus convicciones más íntimas y firmes para sobrellevar el peso irrrenunciable de seguir viviendo.
Luego está el ensañamiento contra la jerarquía eclesiástica. Ahí Cuerda y Azcona, a partir del texto primario, se sienten a gusto: hay directores que retuercen a los personajes que odian y conducen al espectador a que comparta ese odio por todos los medios posibles y Cuerda se reserva ese derecho a manifestar su laicismo beligerante mostrando (gongorinamente) una infame turba de corazones perversos (nocturnas aves se lee en el caserón derruído del bosque), curas aferrados al confort de los vencidos, al poder ejercido con absoluto desprecio del pueblo derrotado. No hay una mínima humanidad en los avatares y en los actos de esta clerigalla despótica y cruel. Al principio aburre el diálogo entre el cura mayor y el diácono joven, pero más tarde parte de ese contenido narrativo nos sirve para razonar los vaivenes emocionales y las pulsiones lúbricas del curita recién salido de las milicias, embutido en una sotana enorme, despistado en el mundo etéreo y mecánico del seminario y, sobre todo, manipulado al punto de no comprender el desvarío de su vida.
Los discursos obtusos de la fe apadrinada por la política, o será al revés, adquieren en Los girasoles ciegos tintes de un dramatismo casi insoportable. El topo intelectual, el que se refugia detrás de los armarios, alicatado de libros y profundamente herido, es un personaje asombroso, del que Javier Cámara, con muy pocos excesos, con una contención y un dominio del gesto proverbiales, da perfecta cuenta hasta el último fotograma. El topo que lee a Machado y traduce alemán para que Hitler siga su travesía diabólica por la otra guerra es el icono idóneo para contar al ignorante qué fue la posguerra en España. Topos hubo miles, aunque no se resguardaran a cobijo de la luz. Eran topes visibles, que escondían su naturaleza en las barricadas de la interpretación. Yo me imagino a miles de republicanos sobreviviendo en el tráfago diario, representando un papel que nunca pidieron hasta el telón inevitable de la muerte: interpretar ese papel o el exilio, por supuesto.
Cine escrupulosamente bien hecho, pero huérfano de las alturas artísticas que lo contado exigía, Los girasoles ciegos deambula con dignidad por pantallas, premios y estanterías de videoclub. De hecho anoche, al ver su inconfundible póster en el mío, me alborocé, me sentí extrañamente contento por poder (al fin) perderme en una historia que ya conocía. Sin que sea decepcionante, que no lo es, tampoco alumbra entusiasmos excesivos. Academicismo a granel, oficio sin mácula, pero inexplicablemente irregular, floja por tramos (su arranque hace temer una pérdida de tiempo clamorosa) y digna al final, cómo no. El cine español que habla de curas y de estropicios posbélicos es siempre muy digno. Ahora falta que la historia la cuenten los que ven en estos arrebatos cinematográficos empeños lujuriosos de mentes lascivas, obras que hieren porque la memoria debe enterrarse para que al airearse no desprenda excesivos tufos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No puedo estar mñas de acuerdo con usted, don Emilio. Academicista, rancia, impersonal y aburridísima. Cámara, Verdú y Arévalo (sobre todo éste último, que es un actor al que empiezo a considerar como de lo más dotado de su panda) hacen lo que puede, pero...¿no se supone que una historia tan tremenda debería, al menos, calentarnos un poquito eso que algunos llaman fibra? ¿No se busca emocionar?? A mí me parece que esto es un trozo de hielo, cuando está contando algo que debería quemar...Este Cuerda...con lo bien que le había quedado LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS...mejor que siga produciendo. Porque lo de las candidaturas a los Goya es para gritar de miedo.

Un saludo!

Emilio Calvo de Mora dijo...

Al corazón se le conquista con corazón y aquí, aunque afiliada a cierto empaque visual y rematada por unas buenas actuaciones, falta empatía con lo que se cuenta, y si (encima) lo contado es tan terrible, pues no vamos a ningún sitio. Dudo yo que pase a la historia del cinéfilo vocacional,íntimo y ufano de sus vicios, pero seguro que la Academia (jo jo) le da una ristra de premios. En el reino de los ciegos, el tuerto es el jodido rey.

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