5.1.08

American gangster: El poder, la gloria, el honor y la pasta


El sueño americano, su épica enroscada en las barras y en las estrellas, ha procurado un género, una especie de discurso nítido acorde al material narrativo del que parte, tan untado de ideales patrióticos, tan esclavo de la integridad moral y de la salvaguarda de unos principios morales sospechosamente inoculados en el acervo cultural de un pueblo que tiene lazos consanguíneos y complicidades sociológicas con prácticamente todos los rincones del orbe. Esos principios morales, revestidos de religión, embutidos en la imponente marcha triunfal de la propaganda nacionalista, tienen también su cuota de espectáculo, de irónica querencia por una vistosidad a menudo reñida con la auténtica esencia de los valores polìticos y espirituales que parecen guiar su way of life, su semiótica de hamburguesa y ragtime, de blues en un cruce de caminos y gospel bellísimo en el entarimado de una iglesia.
La monstruosa realidad de los Estados Unidos como país, como crisol bizarro de pueblos, de culturas y de modos de entender la vida no puede escaparse al ojo goloso de Hollywood. Nunca ha sido así desde que El nacimiento de una nación de Griffith mancomunara en un mismo tarro las esencias del mero show circense y las doctrinas polìticas. Ese reactivo avivó el espíritu nacional, conformó un ideario consensuado, no escrito, mantenido por unos pocos vínculos emocionales: la tierra como un don, la tierra como patrimonio consustancial al hombre, argumento vendido por Steinbeck en literatura y convertido en imágenes por Ford en Las Uvas de la ira o por todo el western clásico; el sagrado matrimonio entre los designios divinos y la polìtica humana de modo que el presidente, casi al modo de la realeza en Europa, trabaja para Dios y para el hombre, como si ese Dios omnímodo le hubiese reclutado - y no las urnas - para guiar al pueblo y conducirlo al maná del Bienestar y de la primacía mundial; y, por último, la lealtad a la bandera, al apoteósico himno, como símbolos de un imperio que no muere en las fronteras del mapa sino que aspira a colonizar el mundo con su escaparate fastuoso de iconos exportables, asumibles y convertibles, con esa fina manera de hacer las cosas que tienen para la mercadotecnia, en materia propia, cuando es extraña, cuando es ajena.
El cine ha revalorizado estos ingredientes de modo que la receta perdura básicamente con la misma composición. Basta cambiar a un director por otro o un guionista bueno por tres mediocres que hagan las veces del que verdaderamente vale. Al final cuenta el resultado, el mensaje, el tono entre lo crepuscular y lo fantasmagórico, entre la realidad sublimada y la mentira colada como un caramelo dulcìsimo que ameniza las tardes en la ciudad. Palomitas, Coca Cola y el runrún sibilino de haber visto ya la misma historia cientos de veces y esa sensación incómoda, levemente incómoda, pero ya imperceptible de que nos están vendiendo la burra y ya tenemos una cuadra con una docena de bestias similares. No importa: entramos por el aro, consideramos que el espectáculo precisa de su público y ya hace mucho tiempo que nos hemos afiliado a la feligresía torpe y callada, manumitida de toda responsabilidad cívica o moral, que acude al cine para alimentar al monstruo del comercio y recibir, a cambio, nuestra generosa dosis de engaño, que es la forma primaria de vencer los miedos que de continuo regala la vida y así poder desfilar por entre sus asustados pasadizos con la gallardía y el empaque torero - perdón, vaquero - de nuestros héroes de la pantalla grande o de la chica, que para el caso es lo mismo y en estas situaciones de acusada incertidumbre arquetípica - ¿ a qué acudo ? ¿ A mi presidente ? ¿ A mi Dios ? ¿ A Jack Bauer ? ¿ Al Capitán América ? - saber por dónde tirar y qué hacer para demostrar la hombría.
Lo malo, a veces, es que los modelos exhiben incongruencias narrativas. Pasa que América, la del Norte borrando la insulsa Canadá, deja que sus hijos se encabronen y se amanceben con ira, casi renegando de la madre bondadosa y lírica. El sueño americano se desvanece, burla los estrictos sistemas de vigilancia habilitados para su vigencia, reformula la épica aprendida y la traduce al tenebroso vértigo del enriquecimiento espontáneo e imparable, al episodio del poder como la más hermosa de las amantes, con su erótica y su territorio definible. Entonces surge el gángster, el mafioso, el capo, el descendiente en la sociedad capitalista del pirata de los siete mares, el émulo delincuente del sacerdote de almas que imparte los prodigios de la fe y de la justicia - poética o no - a golpe de salmo y de oscurantismo. En este peculiar contexto es posible creación del arquetipo del mafioso y su plena inmersión en la textura social, de la que emana su fuerza y en donde opera su creatividad para el mal, para la moralidad turbia y para el soterramiento de todos los postulados de civismo, derechos humanos y la habitual parafernalia de pecadillos y grandes pecados que cometen para perpertrar su sueño de Césares en pequeñito. Ya había títulos en los treinta que cuidaban esta imagen del mafioso como emperador diminuto de su barrio, con sus adláteres y su pléyade de mercenarios ciegos que no dejan de ser soldados de la causa que han mamado desde la infancia.
El gángster americano se arroba esa capacidad de liderazgo inconmovible y consiente que su figura, aparte del latrocinio y de la extorsión, de la sangre vertida y del miedo en la calle, ocupa el lugar del pastor o del patriarca que rige los destinos de una comunidad, vela por ella (con mano de hierro siempre) y administra su destino. Esa regencia del barrio o de la ciudad compra políticos y cuerpos de la ley, respeta a extremos inaúditos códigos de conducta y disciplinadas formas de relevo en el poder de forma que los secuaces escalafonan por delegación personal o a ráfagas de metralleta.
American gangster, a diferencia de otros modelos de más cuerpo cinematográfico como El padrino en todos sus ejemplos, Uno de los nuestros o Scarface, El precio del poder, gana maneras clásicas, sin lograrlas realmente, en la plasmación fidedigna y muy creíble del entorno de los setenta, su ambigüedad política, su inventario preciso de canciones - caras B de singles de la época y funk demoledor con finas hebras de soul elegante - y su color ocre, gastado, de película de entonces, antes de la digitalización y la perfección cromática que hoy gastamos. Scott es un obrero de Hollywood más que un autor así que, lejos e inalcanzables a lo visto los encantamientos visuales de Blade Runner o el contundente primer Alien, se ha dejado reclutar por la maquinaria más ortodoxa del stablishment y como el Bumpy Johnson de la escena inicial, en la que muere y abre la guerra de clanes por el poder, ha entendido que las relaciones personales se han perdido y ha vencido el peso de las multinacionales, que ningunean lo doméstico y se abrazan sin ambages al dólar, al rendimiento máximo con un esfuerzo y una reponsabilidad mínima. Él, como director, como gestor de una fantasía vendida como hecho real, también se deja manipular por esa premisa ya irrevocable del mercado laboral.
La película no es un clásico, partiendo de los presupuestos en los que se afianzan éstos; la película no es una gran película, pudiendo serlo: es un más que digno espectáculo de masas, un botón de cine comercial fastuosamente facturado, pero carente de emoción. Tiene American gangster las suficientes incoherencias narrativas (lagunas, espacios en blanco, agujeros grandes como Central Park, diríamos) como para derribarla con más énfasis, pero la salva el rigor con el que el tema es tratado, su desmedido oficio. Sólo este oficio rescata la oferta de gángsters nùmero uno para este recién alumbrado siglo. El que murió dejó monumentos, incluyendo una serie de televisión (oh sí, la caja tonta ganando el pulso una vez más a la pantalla grande) con legiones de admiradores (Los Soprano, claro).
Frank Lucas, el chófer del gángster que se manifiesta en breves brochazos de imágenes como el tío más listo y seguro del mundo, levanta un edificio formidable de chanchullos y extorsión, de nuevas leyes de mercado y de abrumadoras evidencias de seriedad y solvencia. Sí, todo eso está muy bien y tal vez en realidad debió ser así, pero Scott y su guionista, Steve Zailian, no se han esmerado lo bastante y han tirado por tierra los mimbres de lo que podría haber sido un peliculón. Y no llega. Conste que Washington y Crowe recrean con innegable talento sus roles. Que se sienten cómodos y los elevan a la categoría de papelazos, pero el guión, la trama, el ensamblado de situaciones que posibilitan la hilazón de un argumento que pueda ser seguido sin esfuerzo y que cuente verdaderamente algo con meridiano estilo, huelga, se queda en muy poco, habida cuenta de las ganass de Scott por hacer un producto imperecedero.
El verdadero error de American gangster es esa clarividencia en postularse como gran película. El producto se ha visto de pronto en el espejo del arte y se ha gustado muchísimo. Vanamente. El atropello con el que se solucionan muchas subtramas y el manejo hábil, pero discontinuo, de la enorme cantidad de personajes condena al film a un eterno quiero y no puedo que inevitablemente conduce al espectador, incluso al esforzado, a un amago de aburrimiento. Y eso, en esta película, es un crimen, porque su material es excelente y es imperdonable estropearlo de una manera tan escandalosa. Son los personajes (Frank Lucas principalmente) los que desafían las reglas de la coherencia. El suyo es el principal causante de la inquietud de este cronista a la hora de valorar lo que le han regalado. El gángster es una actualización en clave funky del moralista de antaño, que instruía con salmos en una mano y atizaba con la vara de roble en la otra. Se ve a Lucas en exceso bien escrito, se advierte una bondad que no cuadra con la idea primaria de lo que debe ser un tipo desalmado, capaz de atrocidades sin pestañear y deshumanizado hasta lo más profundo, pero he aquí que Zailian pinta un Lucas familiar, que se desvive por los suyos y, en ataques puntuales de cólera, concibe la posiblidad de reventarle la cabeza a un hermano por el solo hecho de haber comprometido durante un minuto su plácido estado de bienestar, de bienestar controlado. Porque el control y la tranquilidad son las palabras mayores en la vida de un mafioso a la luz de lo aquí retratado. No las ganancias pantagruélicas ni el poder, así en abstracto, como cúlmen de una vida dedicada al crimen. Todo muy místico, todo demasiado escorado a una sentimentalidad turbia que no sabemos asimilar. Yo, al menos, se deduce de lo que escribo, no supe. Conste que me esforcé, pero las paradojas, los giros argumentales y la siempre muy esforzada forma de contar las cosas me vetó de un entusiasmo mayor. El hecho de que todo provenga de situaciones reales no desmonta la impresión de que todo está pillado con alfileres, buenos y caros, eso sí, estilosos y funcionales.
El policía muy desastrado en su vida familiar que, sin embargo, triunfa en su oficio y es intachable en su moral y en su honestidad, tozudo como pocos, conjurado a vencer el mal y restituir la calma y la paz a las calles de Harlem, por un lado, y el mafioso cruel hasta la naúsea, capaz de descerrajar los sesos de un tipo por el simple hecho de obstaculizar su paso a un leve y tal vez insignificante meta y luego enamorar a Miss Puerto Rico, ganarse el cariño de su prole y sentarse a la vera de la chimenea como un abnegado funcionario que ha cumplido con sus ocho horas de burocracia cansina y merece un momento de evasión y tierno amor doméstico.
Con todo, en el plomizo panorama cinematográfico de navidades, tal vez este órdago de mafias y de policias, de cine americano puro de toda la vida, no sea un tiempo perdido. No lo es. Sale uno del cine con la sensación de que el cine todavía tiene posibilidades de reescribirse y de volver a ilustrar con imágenes nuevas lo que ya guardábamos en la memoria con otras inmejorables. Y cuántas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No es una buena película. No es aburrida, pero no proporciona calor alguno, como dices. Le faltan demasiadas cosas para ser un nuevo clásico y le sobra muchas otras que la convierten en anodina. Entre ellas, lo mal desarrollados que están los dos personajes principales (del resto mejor no hablar). De un modo apresurado y sin noción de lo que realmente se desea exponer. Demasiadas lecturas en una única hoja.

Tu análisis es benevolente en su fondo, Emilio. Eso es bueno, demuestra bondad de espíritu. Me gustaría gastar la misma actitud pero creo que no me queda más que una bala y se le tengo reservada a Ridley Scott por su torpeza y su "oficio". Con oficio se pueden resolver película pero no crear nuevos clásicos. Tal vez, alguien debería decírselo.

A ver si esta noche puedo ver la nueva de Wes Anderson y se me va el mal sabor de boca.

Cuídeseme.

nonasushi dijo...

Y a mi que sorprendentemente me gusto. Con el asco que tengo a Ridley.

Saludos y feliz 2008

Anónimo dijo...

Falta calor, eso es evidente; le falta emoción, pero a mí, se ve, no me disgustó del todo. La olvidaré pronto, señal de que al final todo se deja caer por tu lado destructor más que por el mío tan benévolo, Álex.

Nonasushi, sí es cierto que es elk mejor Scott en años. El buen año no la he visto, la tengo en mente, pero no ha caído. Caerá, en todos los sentidos, me temo.
Yo asco a Ridley no. Yo al temible Bruckheimer.

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