A Miguel Cobo, riógrafo
No siempre tiene uno toda la vida por delante. En ocasiones tiene media vida o un cuarto escaso y magro de vida o incluso un trozo irrelevante de vida. Lo bueno de la vida es que no se acaba nunca. Uno es inmortal mientras vive, escrito de otra manera. Ahí, en esa finta filosófica, en ese limbo, es en donde campa a su antojo la diosa incertidumbre, que es la diosa fundamental en estos tiempos de relativismo brutal. Hay otros dioses, hay otros objetos de culto, pero ninguno al que nos postremos con más decidido fervor que el tiempo. A él nos une la filiación esencial. De tiempo es de lo que estamos hechos. Tiempo es lo que ganamos o lo que perdemos en cada preciso instante. Todo lo demás es una extensión de esa realidad insobornable. Somos el río de Heráclito, somos el incansable río de las horas, el río de Jorge Manrique, el río fluyendo hacia la eternidad que Borges, al que cogí el título del texto, quería ver en los fiordos nórdicos o en los arrabales porteños. Somos esa materia inasible de forma incesante e inabarcable. El tiempo, el infinito. El único tesoro posible. El tiempo, el inasible.
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3 comentarios:
Sí, Emilio, se nos ha regalado un fragmento de riográfica inmortalidad. Porque al final, siendo todo efímero, hemos sabido que en la fugacidad radica la esencia de la belleza, nunca en su permanencia. Las piedras -dijo alguien- no son mudas: Es que guardan silencio. Junto al Nilo hay muchas de esas piedras que tanto saben, mientras en El Cairo se matan.
A mí me ha gustado tu dedicatoria y solo por eso ya el día ha valido la pena. Gracias.
Feliz -y de repente- el largo y cálido verano.
Un abrazo, mon ami.
En breve estaré navegando por uno de los ríos más literarios del mundo. El corazón de las tinieblas late ya conmigo. Me acordaré de ti.
No ha sido posible verte antes. Muy liado, la verdad. Que disfrutes en familia, gran hombre. Que luego, a la vuelta, arrimados a una caña, me cuentes el periplo asiático...
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