Ir al cine se está convirtiendo en una costumbre amenazada. Lo dice Carlos Boyero en el Babelia del fin de semana pasado, pero ya lo sabíamos. Al cine lo amenaza el propio cine y su declive, su heroica muerte, la está patrocinando uno de los suyos, un hijo bastardo o un primo lejano que de pronto ha visto las luces de neón y se ha sentido fascinado por el glamour y por la celebridad. El cine tal como lo hemos entendido en los últimos cien años está amenazado por multitud de agentes nocivos, pero no hay problema. Se reconvertirá. Perderemos el romanticismo de la sala enorme con su magia perdurable, pero ganaremos tal vez otra forma de disfrutarlo y nos investirán con la potestad de elegir el formato en que queremos verlo. Lo entendí cuando vi una película en un dispositivo portátil en un autocar camino de Córdoba. Cómo disfruté. Entendí que el cine moría en ese bichejo coreano que ocupaba únicamente el bolsillo interno de mi abrigo de invierno. El cine muere, pero renace. El virus está dentro y lo ha liberado algún ejecutivo achispado por la fiebre del oro digital, por la sonancia grácil y juguetona de las monedas tintineando en la caja. En el fondo, esto es un negocio, aunque detrás o debajo o a la vera millones de corazón latan a su ritmo y la vida sea, en ese compás, en ese amor cómplice, más hermosa y, por supuesto, más llevadera. Porque la vida se pone muy puta de vez en cuando y hace falta perderse en una pantalla y regresar después a la rutina del tiempo y del espacio con la sonrisa puesta y con el cerebro enchufado otra vez. En eso estamos.
24.6.08
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