Uno tiene la ridícula idea de que la poesía puede explicarse,
hacer que se entienda, tener la pretensión de que hablar sobre ella anime a leerla.
Lo poético es lo inefable. En todo caso, la poesía es la verdad de otro. La de
Conrado Castilla es una verdad privada, no canjeable por ninguna ajena y, sin
embargo, leyéndola, se tiene la impresión de que cuanto se nos va contando lo
hemos vivido, ha sido propiedad nuestra. Una de las virtudes de la poesía de
este libro es precisamente ésa: la de ofrecernos una invitación a pasear con su
autor (hay calles en abundancia, hay paseos en verano o en otoño, hay gente que
va y viene y saluda) e incurrir en el vicio antiguo de mirar de verdad las
cosas que nos circundan. Se hace poco eso de mirar adrede, no tenemos la
paciencia, ni quizá la sensibilidad, estamos perdiendo muchas cosas: nos
estamos acostumbrando a ver en lugar de mirar. La poesía de Conrado, de un modo
sencillo y mágico, escudriña la realidad, la amarra con firmeza y luego, una
vez que la ha retenido, la deja ir, no se inmiscuye en lo que haga después, no
posee interés en encontrar la narrativa de su porvenir, no la recluye, ni la
fuerza. Es una poesía limpia, despreocupada, cercana y fácil, pero hay hondura
en esa facilidad que se desprende de su vocabulario asequible. Haber leído
mucho hace que a veces escribamos con un estilo desnudo en apariencia, seco en
ocasiones. Hay ecos de Baudelaire (La puerta del sueño) y de Machado (Si no
salen bien los sueños).
Cuando no tenga presente, el tercer libro de poesía de Conrado
Castilla, tras Tres esquinas y una más (Ayuntamiento de Lucena)
y Del tiempo que va y viene (Ediciones Moreno Mejías, Sevilla), es a
mi parecer el más íntimo. La elección de las palabras no es fortuita ni
precipitada: se adecuan cartesianamente al propósito que las eligió de entre
tantas. La maraña de sombras, las que vienen en el pack primerizo, en el de
serie, las aparta la luz de esa semántica preclara. De hecho es un libro feliz
el de Conrado. La oscuridad fluye siempre adentro, no descansa, prosigue su
trabajo ancestral, pero la indumentaria con la que la presenta es numinosa.
Gana la luz a poco que uno entra en la trama de los poemas. Los hilvana la
bendita duda de no saber a qué vinimos a este mundo, los impregna la bendita
certeza de que el mundo se ofrece siempre a beneficio nuestro. El relato
ofrecido es una especie de paseo vivencial del que no se sale ileso: no hay
buen libro de poesía al que uno acceda que no te perturbe, del que no extraigas
un modo supletorio al tuyo en lo concerniente a la vida.
Hay muchas vidas en estos poemas. Está la vida urbana, ocupada de
calles y de rostros, en permanente fuga o en permanente cercanía. Está la
experiencia de la naturaleza, la del mar siempre invitado al festín de las
palabras, la del campo en el que el poeta creció y al que vuelve como quien
regresa a la casa de la infancia. Está el tiempo, su vértigo, su fiebre, la
percepción íntima de que va y viene, como la luz cuando circunvala las sombras.
Está, en sólida evidencia, el hombre, el que se declara poeta y se inviste de
los dones de la poesía y la venera y la roza con delicadeza y con temor a que
su afecto la hiera o la vulnere. Tienen estos poemas esa pulcritud de lo
amoroso. Se diría, en ocasiones, que podría haber ido más lejos, no hacerse
quedado en cierta periferia de las cosas, pero todo es adrede, él se cuida de
no enredarse inútil o huecamente en las palabras, de ahí que no se precipite y
no espese la trama de lo contado. Lo ofrece con sencillez, brilla esa
sencillez, se hace cálida conforme uno se adentra en los poemas y cree, a
medida que los cruza, que están siendo contados para nosotros, que nos los
están recitando en voz baja, como si no hubiese más lectores y fuésemos sus
únicos y privilegiados destinatarios.
Tener a Conrado como amigo hace que uno lea de otra manera, llegue más lejos, vea entre líneas, descubra matices que no se exhiben a las claras y que hay que arañar para extraer del fondo. A veces, al leer, creo escuchar su voz recitando los versos. Se entiende bien que Conrado haya escrito este libro y no otro. Tal vez no podía escribir otro. Todos los poetas tienen su vocabulario favorito. Acuden a él, se abastecen de las palabras y de las imágenes que las palabras esconden. Aquí hay calles, abundancia lírica de calles. Hay tardes enormes que huelen a iglesia y a hogar (Acordes de la calle). Hay lluvia vista desde un retrovisor (Tras la lluvia) o desde la misma memoria de los días, uno de mis poemas favoritos. Está, además, la poesía que habla de sí misma: hay poemas que hablan de poemas, versos que se buscan y se entrelazan, imágenes limpias y poderosas que nos incumben a todos. Lo que Conrado Castilla cuenta (aunque sean poemas, hay una voluntad narrativa) es la fragilidad de lo vivido, el presente tomado con la intensidad de quien lo sabe fugaz y huidizo (El hoy) o amorosamente inclinado a sublimar la belleza de las antiguas tardes de domingo, las de las películas en blanco y negro de la niñez que todavía es fábula de fuentes, como dijo Lorca (Retazos de otoño). En Proemio, el poema que abre el libro, dice ir el poeta a las palabras. Hay un deseo de viaje hacia la literatura. Las palabras van y vienen, como el tiempo, se llevan los recuerdos y los traen de vuelta. En realidad el tiempo, su latido, su medida, lo ocupa todo.
El material sensible que registra Cuando no tenga presente es cálido y es cercano: son paisajes de la memoria, semblanzas despojadas de imposturas o de arabescos en donde discurre la luz; el valor de la amistad (Andando por la calle) o de la vida (A mi padre, otro de los que me han gustado mucho); el fulgor del secreto de los días (Cuando salga el sol...); el mar real o el mar representado, el vivido en el presente o el recobrado (Marina); el otoño, que es un leivmotiv, al igual que la lluvia o las tardes, que si son de domingo tienen mayor nombradía y se aprestan más al juego poético; la siesta juntamente con la soledad (Mi calle en verano); las ventanas desde donde mirar y registrar lo mirado, para lo que vale un cuaderno azul o una brizna de memoria de la que después se puedan extraer las palabras, las palabras como una foto-fija, como un sueño.
Ojalá vengan más libros, siempre son una fiesta los libros. Los de poesía se desean más. Se lee poca poesía, se escribe poca poesía, aunque haya quien se obstine en decir que se lee cada vez más y se escribe muchísima. Seguimos siendo unos raros los que escribimos poesía. Conrado es un raro a su manera, uno de esos raros que hablan con conocimiento y que escriben con el placer de quien respeta mucho ese trabajo.
adenda:
Su blog, donde vuelca su trabajo diario es La luna del hereje. Recuerdo con mucho
agrado la tarde en su casa (hará diez años, tal vez más) en la que
se animó a montarlo y la dificultad de encontrarle el título que más le
agradaba.
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