6.11.16
Los deberes escolares son el ruido de fondo
Lo primero que se me ocurre cuando escucho que los deberes escolares deberían ser eliminados es que los que hablan no son maestros o no son padres. Los primeros, salvo quienes ejerzan el oficio a ciegas o no se involucren a conciencia en lo que se le exige, saben que la escuela no se acaba en el edificio que la acoge ni que su horario finaliza cuando toca el timbre o cuando se cierran las puertas y las cancelas del centro. Los segundos, salvo quienes ejerzan la paternidad a ciegas o no se involucren a conciencia en lo que se les exige, saben que la educación no acaba en casa, sino que se extiende en la escuela y, en cierto modo, en la misma sociedad, que es la que en última instancia afina o malogra lo que padres y maestros han ido construyendo a lo largo de muchos años. Los dos, salvo que no pertenezcan a este mundo y lo transiten sin fijarse en lo que les rodea, saben que todo nace o muere en estas edades tempranas en las que se forja la educación, se crean los hábitos de trabajo y se adiestra al ciudadano del futuro a que valore el esfuerzo, respete al prójimo, sea honesto, responsable, solidario, constructivo, sensible y todo cuanto conduzca a que el mundo en el que viva sea mejor que éste y convivamos en armonía en él. En esa tarea, no pequeña ni fácil, andamos los maestros y andan los padres.
Se mandan deberes porque la escuela no acaba a las dos de la tarde o porque hay que afianzar lo que se aprende o porque el trabajo en casa implica una disciplina de trabajo y un tiempo en el que se toma conciencia de todo lo que se ha ido impregnando en el transcurso normal de las clases. Toda esta agitación sobre la pertinencia de los deberes está equivocada de base. No son los deberes los que lastran el tiempo libre de los alumnos, justamente el que reclaman algunos padres. No en mayor medida que todas las actividades extraescolares que se programan desde casa y que ocupan las tardes. Quizá el debate estribe en si asistir a unas clases de karate, ballet o teatro rivalizan con el tiempo que se precisaría para que las tareas se hiciesen en casa. El problema no es el hecho de que existan deberes (pues claro que deben existir) sino la cantidad y la calidad de los que se envíen, con independencia de que se manden para un jueves o para el fin de semana. Quienes desean abolirlos o reducirlos a una expresión mínima, por contentar un poco al afrentado maestro, no pueden usar el argumento de que la familia, asfixiada por ellos, no podrá hacer lo que es legítimo, esto es, salir de paseo los domingos, ir a misa o visitar museos. Hay tiempo para que todas esas nobles ocupaciones tengan su hueco en el horario de la casa sin que se sacrifique la comisión del deber escolar.
El padre no es un maestro ni debería serlo. Tampoco el maestro puede arrobarse la función de padre. Hay cosas que se enseñan en casa y que son de incumbencia paterna, aunque al maestro se le encomiende en cierto modo continuarlas o, en todo caso, no hacer nada que las malogre. También hay cosas que se enseñan en la escuela y que están asignadas al maestro, aunque el padre pueda colaborar en ellas y, en cualquier caso, no desautorizarlas, no hacer pensar al hijo que la casa y la escuela están en abierto enfrentamiento. Es la intersección de esas dos realidades la que hará que ambas funcionen. La supresión de los deberes es tan aberrante como su abuso. El término medio de la virtud se decide cuando el maestro y el padre poseen una información clara de qué precisa el alumno o el hijo. Basta con que se vean y hablen. Seguro que llegan a un acuerdo. Seguro que hay una voluntad o un compromiso. Los deberes no son buenos ni malos por sí mismos. Nada, en cierto modo, es bueno o no lo es sin que intervengan matices, sin que se observe con atención, por apreciar cualquier anomalía, por no dejar pasar un error que estropee la bondad prevista. Hay tareas mecánicas que no sirven para nada (restitución de ejercicios vacíos, repetitivos) y tareas mecánicas que son imprescindibles. Pienso ahora en la lectura, en el tiempo en que los primeros cursos de primaria los padres se sientan con sus hijos y les hacen leer. No es cosa de abolir o de mantener, sino de medir qué se suprime y qué se cumple. Ese compromiso lo decide el maestro y lo acata el padre. Se entiende que es el maestro el que tiene a su disposición toda la información y que, en base a ella, escoge y desecha, aplica con corrección la cantidad de deberes que mandará para casa. Lo que no es posible que gobierne, ni debería gobernar nunca, es el uso del tiempo del que dispone su alumno en casa, con sus padres. Si los padres le tienen cuatro horas de frenética actividad extraescolar, consagrada a que baile, aprenda inglés en academias con nativos o juegue al baloncesto en un club, la cosa cambia drásticamente. Porque el tiempo es el mismo y no se puede estirar más de lo que ya estira. Entonces es cuando se vulneran los derechos del niño, cuando se fractura el insobornable principio de que la infancia no debe cargarse con responsabilidades propias de los adultos.
Antes que debatir la vigencia de los deberes, deberíamos pensar en si la enseñanza está bien considerada en la Administración que la gobierna. Si se la prestigia desde dentro o se van sucediendo carteras, despachos y órdenes sin que haya una voluntad firme de coherencia y no de deriva, de peregrinaje de un modelo a otro, sin decisión firme de cuál es el más idóneo, si alguno es coherente y propicia un verdadero cambio en los resultados, en la confianza que la escuela da a la sociedad y en la profesionalidad que los políticos de turno aplican a su oficio. En el nuestro, en el día a día de tiza en mano y paseos entre las mesas, tengo una idea muy clara de lo sacrificados y eficientes que somos. Si no nos jaleamos nosotros mismos, no debemos esperar a que otros, sin saber o sabiendo mal, lo hagan. En todos los países en donde brillan los resultados escolares hay una buena financiación detrás. El gasto educativo en España está en consonancia con los resultados educativos que exhibe. Los países de evaluación modélica (Finlandia a la cabeza, aunque luego sea el país con el mayor índice de suicidios, en fin, no se puede tener todo) no tendrá este tipo de controversia, no se tendrá al maestro en una estima social tan baja como aquí se estila, no será la educación una de las preocupaciones menores de sus habitantes. Allí ya están en un modelo escolar en el que no hay exámenes, ni horarios rígidos, pero eso es ciencia-ficción aquí. En España, a poco que uno se fija, advierte que sólo se trae lo educativo al escaparate cuando interesa que ocupe titulares o cuando se exhibe la desgracia de que un alumno ha sido agredido en las aulas o en el patio. Interesa el acoso, interesa que se sepa bien lo largas que son nuestras vacaciones. Todo lo demás es secundario. La escuela no está todavía involucrada en la sociedad, no se la mira con el respeto con el que se debe. Ahí empieza el roto que luego deshace todas las costuras y deshilacha completamente el traje de la Educación, por demás viejo, gastado y muy poco renovado.
Ahora andan pidiendo un Pacto, no otra ley que derogue la antigua insatisfactoria, algo inédito en los últimos cuarenta años. "Preparamos a nuestros estudiantes para trabajos que aún no existen, en los que tendrán que usar tecnologías que no han sido inventadas para resolver problemas en los que no hemos pensado todavía". Lo dejó escrito Richard Riley, un secretario de Educación estadounidense. Sí, todo eso es cierto, pero no llegaremos a preparar para el incierto futuro si no pensamos con tranquilidad en el balbuceante presente. Y el centro de toda esta vocación de futuro es el maestro de ahora, el que ahora parece un fanático de los deberes, como si ésa fuese la única traba que impide que la escuela avance. Ojalá este gobierno recién formado, esta legislatura de pactos, concite la voluntad mayoritaria y no sólo prosperen las ideas de unos, sino que se concilien las de los todos y salga una verdadera senda por la que transitar, como han hecho otros países, y no tengamos que aficionarnos a usar el verbo derogar, tan triste a veces, y a ver pasar modelos educativos como el que, sentado en un parque, ve pasar perros desamparados, sin dueño ni sitio al que ir.
En lo visto hasta ahora, en lo que se advierte en la escuela del día a día, parece que la preocupación más urgente es la de transcribir todo lo que acaece en el aula, la de registrar las toses y los ruidos, las risas y los bostezos. El fracaso escolar, que no dudo que exista, no se palia con el nuevo modelo curricular que pretenden que adquiramos. Pesan más las anotaciones que propicia la explicación que la explicación misma. Ah, perdonen, no son explicaciones lo que ahora hacemos. Son otra cosa, no sé cómo llamarla. Lo único que a veces parecen que hacen los teóricos de despacho es innovar en lo semántico, en los pilotajes, en las competencias, en lo que antes fue y ahora no hay ni que mentarlo. No se nos pregunta a los maestros, no estamos en las reuniones en donde dirimen qué vamos a hacer y qué no, no se nos confía la sustancia de fondo, ni se nos interroga sobre los males que apreciamos, las soluciones que nuestra modestia inventa. Y mientras tanto el ruido es la tarea, no calidad de la tarea, ni siquiera la necesidad de mandarla, los porqués. No es cosa de inventar libros blancos o de reunir a los maestros en reuniones donde quienes las convocan se enredan en la espesura del lenguaje que manejan y no bajan a la arena, no miran de frente la realidad que pretenden modificar. Al paso que vamos, repetiremos este argumento (el de los deberes, el de la financiación escolar, el del prestigio de los maestros, el de la cobertura de las bajas, el de la consigna masiva de datos en registros inútiles) de aquí a un par de años. Porque no sería de extrañar que viniesen otros magos y sacaran de la chisteras conejos que no conocemos, justo ahora que estamos empezando a domesticar a estos.
Lo desacertado de que cunda en casa la idea del desacato sí que me parece grave. Lo digo por lo resuelto por los padres de la CEAPA que reclaman la posibilidad de que un menor de edad haga huelga. Si en esa temprana edad anida en la mente del alumno que puede rebelarse contra la opinión o la decisión de su maestro, no sabremos qué modo de manifestar su descontento adoptará de mayor. Es el camino equivocado. Es una célula pequeñita que se convertirá en un alien y colonizará la escuela y, por añadidura, la sociedad, resquebrajando su convivencia. Si en casa se menosprecia la escuela, si se habla mal de ella o se discute su proceder o se pone en entredicho lo que allí se decide, estamos perdidos. Lo que ha puesto sobre la mesa el debate sobre los deberes es a la educación misma, la ha hecho pensar, se ha producido eso tan importante (y tan educativo, permítanme) de dialogar y de entender que a veces no lleva uno razón o que la lleva en parte y aceptar la razón contraria y dormir después con la conciencia tranquila y en paz con uno mismo. No sé cómo dormirán los padres y los maestros finlandeses. Imagino que con edredones de IKEA.
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3 comentarios:
Muy acertada reflexión, Emilio. Felicidades. El día que en este país se valore la educación como merece... Bueno, entonces este será un gran país.
Fuerte abrazo.
Ese día tiene que llegar. A ver si lo vemos desde fuera o desde dentro, pero que llegue y entonces, ah entonces, mon ami... Abrazo repetido.
Del texto largo que te ha salido me quedo con la idea principal que expones al principio, que los padres no deben interferir en el trabajo de los maestros y que los maestros.... no son padres, y por tanto deben hacer muchas cosas, pero dejar la educación para quienes trajeron a los hijos al mundo. En pocas palabras, es así. Los deberes es una distracción, un ruido de fondo, eso es. Emilio, que es que no estamos aprendiendo, que parecemos nuevos, que sólo es una moda. Ya mismo no se oirá nada de este asunto y todo seguirá como antes de que explotara el globo. En cuanto nos veamos lo hablamos más despacitamente. Un abrazo.
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