Hoy he leído que en la Antigua Roma los dioses eran verdaderos para la plebe, falsos para el filósofo y útiles para el político. No creo que hoy podamos pensar en dioses. Nada ha cambiado dos mil años más tarde. Ahora somos monoteístas, no hay pluralidad. Se venera un solo dios verdadero, da igual de qué religión sea. En lo demás, en lo que piensa el pueblo (la plebe es una acuñación semántica de rudo trasfondo; tampoco cuadra grey, que es una acepción de más fuste literario o de homilia) o los filósofos o los políticos, no se advierte que haya mudanza. Los políticos (ay) continúan amañando adhesiones, pactando acuerdos (menos aquí, menos ahora) o haciendo pragmática pura (demagogia, no podemos cambiar nada). Una de las debilidades de ese cronista de sus vicios es la fragilidad humana. Admiro eso, las partes débiles, lo que no triunfa, esa evidencia de que el fracaso es un mal necesario para que el espíritu medre de verdad y no se acomode. Creo que yo sería un romano feliz. No sé si caería del lado de los patricios o de la plebe o esclavo sin más. Encuentro placer en todo lo pagano. Los mejores dioses son los paganos, los humanos, los que pecan y dudan y hasta te echan el brazo al hombro y platican contigo mientras caminas, pero sin ponerse en tesituras teologales demasiado estrictas. No deseo que nada que no pueda ver me distraiga de lo que está a la vista. Por eso no soy creyente. De ahí mi incredulidad natural. Otra cosa hubiese sido que me nacieran romano. Lo poco que recuerdo, lo que he leído en libros y visto en el mucho peplum que me he enchufado, la vida a las orillas del Tiber, achispado por los licores de la tierra, aristocráticamente tumbado en cojines de seda, ofrecida la fruta en las bandejas, asistiendo a representaciones burlescas, escuchando esas declinaciones que en el instituto me traían por la calle de la amargura, pero puestos a elegir, ya que todo es un discurrir ocioso, me pido la filosofía. Qué adorable oficio si no termina en cicuta. Qué placer fatigar los jardines de las casas, el aireado atrium, poder decirle a Marco Aurelio, el padre total, el que deseaba estar en la fila de los locos, descreídos o fieles creyentes, pero locos.
27.9.16
Loco, pagano, feliz
Hoy he leído que en la Antigua Roma los dioses eran verdaderos para la plebe, falsos para el filósofo y útiles para el político. No creo que hoy podamos pensar en dioses. Nada ha cambiado dos mil años más tarde. Ahora somos monoteístas, no hay pluralidad. Se venera un solo dios verdadero, da igual de qué religión sea. En lo demás, en lo que piensa el pueblo (la plebe es una acuñación semántica de rudo trasfondo; tampoco cuadra grey, que es una acepción de más fuste literario o de homilia) o los filósofos o los políticos, no se advierte que haya mudanza. Los políticos (ay) continúan amañando adhesiones, pactando acuerdos (menos aquí, menos ahora) o haciendo pragmática pura (demagogia, no podemos cambiar nada). Una de las debilidades de ese cronista de sus vicios es la fragilidad humana. Admiro eso, las partes débiles, lo que no triunfa, esa evidencia de que el fracaso es un mal necesario para que el espíritu medre de verdad y no se acomode. Creo que yo sería un romano feliz. No sé si caería del lado de los patricios o de la plebe o esclavo sin más. Encuentro placer en todo lo pagano. Los mejores dioses son los paganos, los humanos, los que pecan y dudan y hasta te echan el brazo al hombro y platican contigo mientras caminas, pero sin ponerse en tesituras teologales demasiado estrictas. No deseo que nada que no pueda ver me distraiga de lo que está a la vista. Por eso no soy creyente. De ahí mi incredulidad natural. Otra cosa hubiese sido que me nacieran romano. Lo poco que recuerdo, lo que he leído en libros y visto en el mucho peplum que me he enchufado, la vida a las orillas del Tiber, achispado por los licores de la tierra, aristocráticamente tumbado en cojines de seda, ofrecida la fruta en las bandejas, asistiendo a representaciones burlescas, escuchando esas declinaciones que en el instituto me traían por la calle de la amargura, pero puestos a elegir, ya que todo es un discurrir ocioso, me pido la filosofía. Qué adorable oficio si no termina en cicuta. Qué placer fatigar los jardines de las casas, el aireado atrium, poder decirle a Marco Aurelio, el padre total, el que deseaba estar en la fila de los locos, descreídos o fieles creyentes, pero locos.
21.9.16
Conversación con una de esas enormes olas de un cuadro japonés clásico
Laurie Lipton
Confío en la cordura, en la educación y en la bondad, aunque flaquee mi voluntad y se me haga cada día más cuesta arriba decir que poseen el prestigio que tenían. Gana el mal, gana el ruido, gana el egoísmo. Anda el patio revuelto, la gente airada, el gesto se ve roto y las palabras amables se pronuncian con el temor de que se nos tome por débiles, por no decir tontos. Basta salir a la calle, sin una idea fija en la cabeza, tan sólo salir para que la realidad te abofetee y regreses a casa como quien ha ido a una batalla. No sé en qué momento dejó de estar bien vista la inocencia o cuándo la ternura fue un lastre si quieres triunfar en la vida. Alarma que la cultura no sea rentable y que no se atisben indicios de que en un futuro cercano las empresas inviertan en ella y prosperen. Siempre fueron malos tiempos para la lírica. Los de ahora son nefastos. Se lee poco y se lee mal, decía Umbral en sus tiempos. Se vuelve siempre a la lectura para dejar registro de lo avanzada que es una sociedad. La que no lee prospera poco o no lo hace. La que lee, la instruida, la sensible, es feliz y apuntala bien sólidamente la felicidad por venir. Me sigue fascinando hablar con quien lee los mismos libros que yo, pero admiro sobre todo a los que leen otros. Aprender a diario es un oficio hermoso. Sólo ése bastaría, imagino. Del oficio por el que nos pagan se tiene una impresión aceptable, cree uno que lo ejerce a conciencia y se emplea con esmero, pero hay días en que se tambalea esa certeza, días de un gris sombrío, que disuaden de alegrías futuras y hacen que decaiga el ánimo. Decae. Sin que exista placebo, remedio, antídoto que lo palie. Después se recompone la trama, vuelve el entusiasmo, se adquiere nuevamente la habilidad extraviada y funciona la máquina. No es cosa de uno que se mueva. Nunca lo es.
Hoy explicaba a los alumnos que el esfuerzo y el trabajo hacen que el mundo gire. Que podemos fracasar, pero que al fracaso le sigue un intento más intenso. Importa la intensidad con la que se acomete el trabajo. Confío en el trabajo, en la permanencia en su dulce esclavitud, en la constancia sin atributos que hace que sólo se desee mejorar, aunque cueste y sólo se vea (en ocasiones) un atisbo de mejora, un pequeño trozo de hielo del iceberg gigantesco que, al desplomarse, alumbra una ola, una de esas olas japonesas que Lipton, en su estupendo dibujo, ha convertido en basura. Porque hay veces en que vence el gris. Ni la inocencia triunfa. Ni la educación. Sólo el azar canalla confabulado con la adversidad para hacer que hinques la rodilla y caigas, pero ahí están los refugios, terrible ola japonesa. Te hablo a ti, que amenazas la quietud y la armonía. Sé que me escuchas. Si creo que me escuchas es que estás escuchándome, tú ya me entiendes. Esta noche leeré a Lovecraft de nuevo. Lo pensé esta mañana nada más poner en el pie descalzo en el suelo. Pensé en los oscuros dioses de los primeros tiempos. De verdad que un día no puede ir bien si te levantas pensando en dioses oscuros de los tiempos primeros. En el transcurso de la mañana, un poco temerariamente, me he acordado de ellos en un par de ocasiones. Creo que nadie se ha dado cuenta de mi delirio.
14.9.16
Escribir, mentir, aparentar
Hay libros que uno finge haber leído. Con algunos de esos libros mentidos se ejerce incluso cierto esmero en la crítica. Dice de ellos lo que escucha que dicen los demás y viste el comentario con alguna prenda personal, que evidencie la veracidad de lo dicho. Se cae en estas banalidades porque es imposible no haber leído a Balzac o a Kafka, yo qué sé. Podemos sustituirlos por Haydn o Beethoven. La cosa es no defraudar a quien desea que lo hayamos leído todo o escuchado todo. Tuve un amigo que poseía un talento especial en estas imposturas librescas. Tenía una cultura asombrosa que usaba satisfactoriamente en las reuniones de juventud. Prendaba a los que escuchábamos con sus atinados (creíamos que atinados) comentarios sobre la Revolución Rusa o la Caída del Imperio Romano. A lo que recurría M. era al escaso material que había caído en sus manos. Ese material, en otras, sería niebla pasajera: en las suyas era tierra firme, piedra sólida sobre la que edificar una conversación interesante. Una vez me confesó que no sabía tanto. No lo hizo con rubor, ni por justificar su teatro. Quería agrandar (en cierto modo era eso) su imagen en nosotros.
Se me ocurre una diablura más lúdica, de la que tal vez se extraiga un aprendizaje mayor o un divertimento con más enjundia o más insólito: fingir que no se han leído ciertos libros que sí hemos leído, hacer ver que ignoramos de qué tratan y dejar que los demás conversen sobre ellos, les den la opinión que les plazca. Imagino una escena excitante: la del que no presume y calla, pero sabiendo, y el que se explaya y perora. Se podría sacar de ahí un cuadro narrativo magnífico, no para componer una novela, o según quién la aborde, pero sí un cuento, uno de tono cómico, uno que exprese lo que las apariencias importan y la manera en que nos esmeramos en que brillen. Yo, pensando ahora, creo que no he presumido nunca de un libro que no haya leído. Mi cuota de mentira la empleo cuando escribo. Escribir es una forma de ser respetuoso con los demás. Ahora me voy a reconciliar con la buena mesa y con un sillón de orejas que me echa de menos últimamente.
Se me ocurre una diablura más lúdica, de la que tal vez se extraiga un aprendizaje mayor o un divertimento con más enjundia o más insólito: fingir que no se han leído ciertos libros que sí hemos leído, hacer ver que ignoramos de qué tratan y dejar que los demás conversen sobre ellos, les den la opinión que les plazca. Imagino una escena excitante: la del que no presume y calla, pero sabiendo, y el que se explaya y perora. Se podría sacar de ahí un cuadro narrativo magnífico, no para componer una novela, o según quién la aborde, pero sí un cuento, uno de tono cómico, uno que exprese lo que las apariencias importan y la manera en que nos esmeramos en que brillen. Yo, pensando ahora, creo que no he presumido nunca de un libro que no haya leído. Mi cuota de mentira la empleo cuando escribo. Escribir es una forma de ser respetuoso con los demás. Ahora me voy a reconciliar con la buena mesa y con un sillón de orejas que me echa de menos últimamente.
9.9.16
Mariposas, libros, vida
Nabokov buscaba mariposas cuando no escribía. No hay nada en su literatura que haga pensar en mariposas. Nada cuando las cazaba que filtrara la idea de que escribía. A veces pienso que los escritores, los buenos, los que se toman en serio el oficio, se escinden, ofrecen esa dualidad en la que uno va al supermercado o a los bares o al despacho y el otro, paciente, espera que se le saque y lo obliguen a escribir. No se parecen, no tienen la obligación de parecerse. Y cuando ambos se encuentran, si se produce esa especie de anomalía metalingüística o espiritual o esotérica, discuten. Días en que no se soportan. Como si uno sobrara. Pierde el escritor. La vida los succiona. Vivir y escribir en ocasiones hace daño. Hay que salir a cazar mariposas. Hay que encontrar con qué distraer esa enfermiza voluntad de escribir. La otra es la tirana. O lo son las dos.
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