Quizá sea un virus al modo en que lo son los que registran los vademécums médicos y los prontuarios cibernéticos. En el caso de la televisión, el virus al que se acoge es más imperceptible, no se deja manipular por los métodos científicos al uso y visto en detalle, pensado por una cabeza menos retorcida que la mía, no hace pensar que sea, en el fondo, dañino, escandalosamente dañino, y lo es hasta el desmayo óptico. Su presencia en un salón, su tamaño, la forma en que se coloca entre el resto del mobiliario familiar, delata precisamente eso, el tipo de familia que la ve. Asombra que una máquina tan perjudicial para tantas cosas exhiba una fotogenia tan dulce. Asombra también que su veneno no paralice antes, no desarme antes, no anule con más saña. La televisión, sobre todo la televisión en verano, es un artilugio absolutamente diabólico. Todo lo maravilloso que podría ofrecer, el asombro puro al que accederíamos caso de programe con inteligencia y no piense que el espectador es un memo, un descerebrado, un individuo sin exigencias, sin aspiraciones estéticas ni culturales, se desvanece ante la sustanciosa caja que produce la basura que emite. Si uno quiere calidad, tiene que aflojar el bolsillo y abonarse a un canal de pago. Ahí le dan lo que pide.
Uno es partidario de la belleza, fan de la belleza, adicto a la belleza. En la televisión la belleza estorba porque la belleza requiere pasmo, quietud, esa morosidad de quien ha comprendido en la contemplación de la belleza asuntos del alma a los que nunca había prestado atención, paisajes de adentro que probablemente no sabíamos que existían. Esa luminosa visión no cabe dentro de la programación televisiva. Todo se atropella, todo se empuja, todo se embute en un conducto por fuerza estrecho, poco preparado para el observador despacioso. Importa el vértigo, la rendición caótica de unos contenidos exóticos. Hoy, en la pantalla que iluminaba el bar en donde disfrutaba de unos amigos y de unos cervezas bien frías (no está las calles para otra cosa incluso a las once de la noche en mi pueblo bendito) se veía un poco de todo esto. La cadena, da igual cuál, ametraballaba vacío. El vacío, convenientemente aliñado, es atractivo. Tiene la ventaja de que la cabeza, al rumiarlo, no se emplea en exceso. No sé a qué altos propósitos deberíamos reservarla, pero no para ver televisión. Lo que la televisión ofrece en estos días es un espejo. Somos nosotros los que salimos al otro lado. Somos los voyeurs y nos dedicamos a contemplarnos en pantallas indecentes, en alta definición mil ochenta, en 3D. Uno ve al vecino como si viese el interior de la catedral de Santiago. Ve al prójimo comer, reír, llorar, fornicar. Vemos sus casas, sus coches, los lugares que frecuentan y los vicios a los que impúdicamente, ante la cámara, se entregan.
En verano, en televisión, hay ruido, ruido cromático. Coja el amable lector un buen programa y verá cómo ha tenido que ver diez para encontrar ése tan estupendo. Y no dudo que lo hay. Entre tanta hora de bazofia es normal que algo bueno se cuele. Pero en mitad del ruido, el silencio, el necesario para apreciar la belleza o desgustar la inteligencia de los otros, no se reconoce. Estamos anestesiados. Nos hemos convertido en rutinarias máquinas de consumo de imágenes. Las queremos y pagamos por un servidor que nos las entregue. El verbo sobra. Sólo necesitamos la imagen en movimiento. Así de rudimentario, de precario, de sencillo. Los sentidos, si no los refinamos, se embrutecen. Ayer mismo me embrutecí viendo, cosa mía, uno de esas aberraciones televisivas que sustentan todo su posible interés en el posible amariconamiento de quien creíamos machote, heterosexual y conquistador. Con lo fácil que hubiese sido coger el mando y hacer zapping. Algo tiene que haber escondido. Una película de Douglas Sirk. Un concierto de Oscar Peterson. Un documental sobre la pesca de los percebes. Un reportaje sobre los bosquimanos. Pero incluso esa posible inyección de oxígeno cultural me resultaba penosa. Se estaba tan en babia viendo el infierno de los otros. A lo mejor, a cada minuto que veía, más felicidad sentía por no ser yo como ellos. Tal vez sea justo lo contrario y a cada minuto de exposición menor resistencia ofrece la conciencia. En exposiciones excesivas la conciencia se convierte en un paisaje vacío. En un mundo sin aristas.
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Uno es partidario de la belleza, fan de la belleza, adicto a la belleza. En la televisión la belleza estorba porque la belleza requiere pasmo, quietud, esa morosidad de quien ha comprendido en la contemplación de la belleza asuntos del alma a los que nunca había prestado atención, paisajes de adentro que probablemente no sabíamos que existían. Esa luminosa visión no cabe dentro de la programación televisiva. Todo se atropella, todo se empuja, todo se embute en un conducto por fuerza estrecho, poco preparado para el observador despacioso. Importa el vértigo, la rendición caótica de unos contenidos exóticos. Hoy, en la pantalla que iluminaba el bar en donde disfrutaba de unos amigos y de unos cervezas bien frías (no está las calles para otra cosa incluso a las once de la noche en mi pueblo bendito) se veía un poco de todo esto. La cadena, da igual cuál, ametraballaba vacío. El vacío, convenientemente aliñado, es atractivo. Tiene la ventaja de que la cabeza, al rumiarlo, no se emplea en exceso. No sé a qué altos propósitos deberíamos reservarla, pero no para ver televisión. Lo que la televisión ofrece en estos días es un espejo. Somos nosotros los que salimos al otro lado. Somos los voyeurs y nos dedicamos a contemplarnos en pantallas indecentes, en alta definición mil ochenta, en 3D. Uno ve al vecino como si viese el interior de la catedral de Santiago. Ve al prójimo comer, reír, llorar, fornicar. Vemos sus casas, sus coches, los lugares que frecuentan y los vicios a los que impúdicamente, ante la cámara, se entregan.
En verano, en televisión, hay ruido, ruido cromático. Coja el amable lector un buen programa y verá cómo ha tenido que ver diez para encontrar ése tan estupendo. Y no dudo que lo hay. Entre tanta hora de bazofia es normal que algo bueno se cuele. Pero en mitad del ruido, el silencio, el necesario para apreciar la belleza o desgustar la inteligencia de los otros, no se reconoce. Estamos anestesiados. Nos hemos convertido en rutinarias máquinas de consumo de imágenes. Las queremos y pagamos por un servidor que nos las entregue. El verbo sobra. Sólo necesitamos la imagen en movimiento. Así de rudimentario, de precario, de sencillo. Los sentidos, si no los refinamos, se embrutecen. Ayer mismo me embrutecí viendo, cosa mía, uno de esas aberraciones televisivas que sustentan todo su posible interés en el posible amariconamiento de quien creíamos machote, heterosexual y conquistador. Con lo fácil que hubiese sido coger el mando y hacer zapping. Algo tiene que haber escondido. Una película de Douglas Sirk. Un concierto de Oscar Peterson. Un documental sobre la pesca de los percebes. Un reportaje sobre los bosquimanos. Pero incluso esa posible inyección de oxígeno cultural me resultaba penosa. Se estaba tan en babia viendo el infierno de los otros. A lo mejor, a cada minuto que veía, más felicidad sentía por no ser yo como ellos. Tal vez sea justo lo contrario y a cada minuto de exposición menor resistencia ofrece la conciencia. En exposiciones excesivas la conciencia se convierte en un paisaje vacío. En un mundo sin aristas.
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10 comentarios:
Quizá lo mejor que tenga el "invento" del siglo... del siglo, es verlo como medio audiovisual no por los contenidos que te vomita de forma continua. Ya sabes, conectar DVD con pelis o portátil con lo que se le antoje a uno.
Dame un folio tío.
Lo mejor que tiene la tele es el boton de apagado.
Yo llevo mucho tiemmpo sin ver los cotenidos que emiten, no soporto pagar con mi tiempo, 4 horas, para ver una palícula que no llega a dos, o a cuatro que no se sabe muy bien de donde han saido dando gritos,o pagar por ve algo medianamente interesante.
Asi que me he abonado a internete, los libros, los dvd y las tertulias.
Saludos y buen finde
Apagarla opino yo es lo mejor. No que sirva como tele
sino como monitor como viene a decir el primer comentarista. Me pareció más que bueno el blog y estoy encantada con el descubrimiento.
Saluditos sureños.
Olga
Cada cual se embrutece como puede. La televisión, de todas formas, ha sido desplazada por el PC. Y el fútbol sigue siendo un buen placebo para el energúmeno congénito.
Me contó mi madre que en los inicios de los 60 muchas familias compraban sólo la antena de televisión, porque el televisor era aún un lujo para la clase media. ¿Para qué la antena? Para aparentar tener lo que el resto y no parecer pobres, desclasados.
Hoy la tecnología se ha convertido en esa antena-señuelo. Todos con Facebook, todos con móviles, todos conectados, todos como mi vacino. No han cambiado mucho las cosas, sólo el envoltorio con el que adornamos nuestra justificación.
Además, el opio ajeno siempre parece más nocivo que el propio.
Buen día, Emilio, ya en tu tierra, supongo.
Apasionante tema el que suscitas. El magnetismo del vacío representado por la caja nada tonta que tenemos en frente. Atrae contemplar la vida de los otros, compararnos con ellos para pensar que la nuestra es diferente, para identificarnos con sus emociones elementales. Poco veo la tele -sólo CNN plus unos quince minutos por la noche- pero si alguna vez me he sentado en un bar o en una casa ajena en que estuviera conectada, me he quedado fascinado viendo los programas de telebasura. Me dolía pero me sentía atraído por la mierda que en ellos se remueve. Todos somos iguales, nos pedemos, rezumamos vulgaridad, somos envidiosos, malvados, voyeurs, cotillas... por más exquisitos que pensemos que somos. El haber leído Ana Karenina no inmuniza contra el magnetismo de la vulgaridad. Cualquier vida es trivial... El doctor Mengele era en el fondo un hortera que se creía exquisito por pensar que estaba más allá del bien y del mal. Nadie lo está. La telebasura es la expresión de una parte de nosotros. Algunos lo asumen sin culpabilidad y otros hemos de reflexionar sobre ello para intentar entenderlo.
En otro orden de cosas, me aterra la telebasura que representa ese engendro espantoso que es Canal Disney. Prepara a nuestros hijos magníficamente para asumir la banalidad y el olor a mierda. Y no se lo podemos quitar. Todas lo ven. Así estarán preparadas para otras porquerías adictivas para adolescentes.
En el fondo se trata de soportar la vida. Pensar no es demasiado atractivo. No se trata de que nos interroguemos por el sentido de lo que vivimos. ¿Para qué? Hemos asumido culturalmente la nada sobre la que reflexionó Sartre y ya no nos asombra. Mejor llenarla de vulgaridad. ¿Nadie ha pensado en el extraordinario personaje que es Belén Esteban? Cabría pensarlo.
Me basta ver algun noticiario y esa droga que se llama fútbol, a la que soy adicto. Todo lo demás, sobra. El cine, o pagas o dvd. Esas tenemos.
Saludos.
Ya ves, Emilio, les resulta más económico exhibir públicamente miserias (las de pobres y las de ricos, que también a la postre son miserias) que gastar dinero en montar programas de cualquier tipo.
Las pobrezas humanas nos sirven de entretenimiento. Y como en ellas nos sentimos unas veces identificados y, las más, aliviados, las ponen, las reponen y las revientan.
Y uno aquí, eclipsado, anulado y dominado por los fatales rayos catódicos de la caja tonta.
¿O ahora son leds?
Yo cada día la veo menos.
Por si acaso
Yo, que no veo demasiada televisión, fui un adicto durante mucho tiempo. Droga dura más destructiva que la heroína. Después, un día, la apagué y comencé a ser más feliz. No tanto por el tiempo ahorrado viendo las miserias ajenas como por comenzar a vivir sin sentir náuseas.
Desde hace mucho tiempo me limito a darle uso únicamente para ver películas, deportes (en muchas ocasiones sin voz) y como objeto decorativo. No me va mal.
Me quedo con lo del folio, Antonio. Todo lo demás, inevitablemente, pasa a un plano secundario. Lo del folio, a estas alturas de la vida, es parte de nuestra biografía vital. Lo otro, lo del invento del siglo...del siglo, es lo que dices: la pantalla es el cuadro sobre el que uno ve lo que desea. Tu F1, tus pelis, tus telediarios, poco más. Dame otro folio, amigo mío.
Para apagar hay que encender, 40añera. Luego, escruta uno, mira, hurga, y claro que hay cosas buenos, pero hay que escrutar, mirar, hurgar, y pagar. Sin pagar, a pesar e eso de la tdt, la cosa se pone crudita.
Sí, Ramón, en todo. La foto que ilustra mi post es básica. La tele es un monitor. El pc, internet, es el templo. Estamos ya en el sur, en el sur más al sur, hoy. Escapo de Córdoba. Después de vivir temperaturas benignas duele, en el alma, la canícula. Pero no debo quejarme. He vivido eso 40 años.
Somos voyeurs, Joselu. La propia ficción de la literatura o del cine es un ejercicio (culto, sano tal vez) de voyeurismo. La literatura más ínfima es la telerealidad o como se llama que nos ametralla la parrilla televisi va. Vemos a Belén Esteban como un personaje embutido en el tubo catódico. Es parte del todo. Es una calamidad, pero es la calamidad consensuada. Un abrazo.
Pagar, Jaime. Si no, a expensas de las marcas. Incluso pagando también vives en ese mundo. Todo patrocinado, todo subyugado al peso de las finanzas. Estamos manipulados.
Mi madre, hace años, veía una serie: Los ricos también lloran. Luego vino Dallas y esa morralla lacrimógena, melodramática, obscena, de series que exhibían catástrofes de los ricos para que el pobre, en su pobreza, sintiese su felicidad por encima de todo.
Yo cada día veo menos también, pero hay días en los que uno se deja llevar, se deja inundar, se embrutece conscientemente. ¿Conscientemente he escrito? No lo sé del todo, amigo Pedro. Nos vemos en pocos días. Abrazo asegurado.
Qué sabio, Álex. Te conozco lo suficiente para saber que es así. Tu cine es televisivo, y cinematográfico, de sala oscura, pero uno recurre a la intimidad de la casa, a esa oscuridad doméstica, y se alimenta de cine. En casa, sagradamente, como un altar. Y deportes sin voz. No lo había pensado nunca. Bueno.
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