En el plano secuencia con el que Invictus abre campo visual se fijan todas las intenciones de Clint Eastwood: documentar la reconciliación de un pueblo, dividido en bandas, en razas, en odios, a través del deporte. Luego está la figura hipnótica de Nelson Mandela como héroe de esa gesta. En ese plano de apertura se ve a negros y a blancos separados por verjas a un lado y a otro de una carretera mientras que practican rugby los unos y fútbol los otros. Esa limpia y objetiva marca óptica se queda en nuestra memoria el resto del metraje. Y hasta echamos de menos que no hurgue en la herida y el bueno de Clint se dedique a filmar una historia que parece no importarle en exceso, aunque la historia esté narrada primorosamente y nada en su factura final exhiba de forma llamativa esa desgana.
Yo creo que a Clint Eastwood se le da infinitamente mejor contarnos la crónica de la desazón, los versos del capitán que observa cómo se le hunde el barco que este episodio triunfalista, previsible, emocionante en muy pocos tramos y despojado casi por completo de interés cinematográfico. Se agradece, no obstante, que Invictus no sea un biopic puro. No lo es en modo alguno. Eastwood se mueve con desparpajo en la (relativa) sencillez del episodio fundacional del argumento, es decir, el hecho de que se le encomiende a un simple partido de rugby internacional el levantamiento de un sentimiento nacional identitario, que borre la huella infame de un apartheid largo y doloroso. Se mueve con oficio, es cierto, pero abandona el mimo con que en muchas otras ocasiones trata a sus personajes. Salvo el de Mandela, un antológico Freeman, las demás piezas de este pequeño divertimento del maestro son de una vacuidad bochornosa. El propio Piennar, que Matt Damon ejecuta con poco entusiasmo, está desaprovechado. Y fuera de esos dos protagonistas, no hay nada más. Insustancial, obligando a que el partido de marras libere todo el aburrimiento acumulado, Invictus es un espectáculo gris al que uno asiste con un respeto infinito. Eso es lo que tiene Eastwood: que incluso sus flaquezas se perdonan. El buen cine, el bueno de verdad, no está cargado de buenas intenciones. No le hace falta.
Yo creo que a Clint Eastwood se le da infinitamente mejor contarnos la crónica de la desazón, los versos del capitán que observa cómo se le hunde el barco que este episodio triunfalista, previsible, emocionante en muy pocos tramos y despojado casi por completo de interés cinematográfico. Se agradece, no obstante, que Invictus no sea un biopic puro. No lo es en modo alguno. Eastwood se mueve con desparpajo en la (relativa) sencillez del episodio fundacional del argumento, es decir, el hecho de que se le encomiende a un simple partido de rugby internacional el levantamiento de un sentimiento nacional identitario, que borre la huella infame de un apartheid largo y doloroso. Se mueve con oficio, es cierto, pero abandona el mimo con que en muchas otras ocasiones trata a sus personajes. Salvo el de Mandela, un antológico Freeman, las demás piezas de este pequeño divertimento del maestro son de una vacuidad bochornosa. El propio Piennar, que Matt Damon ejecuta con poco entusiasmo, está desaprovechado. Y fuera de esos dos protagonistas, no hay nada más. Insustancial, obligando a que el partido de marras libere todo el aburrimiento acumulado, Invictus es un espectáculo gris al que uno asiste con un respeto infinito. Eso es lo que tiene Eastwood: que incluso sus flaquezas se perdonan. El buen cine, el bueno de verdad, no está cargado de buenas intenciones. No le hace falta.
7 comentarios:
Ciertamente, Invictus, sin dejar de ser en fondo y figura una hagiografía, la estructura narrativa lo niega.
Gran parte del metraje se centra en mostrar de manera emotiva una gesta deportiva. No sin antes habernos introducido en el perfil humano de Mandela. Y es precisamente esa primera parte más en primer plano la que justifica que aguantemos el partido sin bostezar (mi falta de sensibilidad futbolística es un terrible hándicap).
Aún así, qué grande es Eastwood, que levsnta en pocos planos la moral del más escéptico espectador.
Saludos domingueros desde Extremadura.
Coincido totalmente, as usual, con usted. Me aburrió muchíiiiisimo. Es un documental del national gographic. Eso es. Aunque esté un director de la talla de Eastwood atrás.
De Eastwood espera uno todo. Lo malo no entra en ese cálculo. Todo se aviene a la bondad. La emotividad es documental. Los perfiles humanos, huecos. Se salva (claro) el omnipresente y antológico Mandela/Freeman. Eastwood es grande, Ramón, por supuesto. Se le perdona este relajamiento.
Aburrimiento, sí, probablemente. No entra: uno (yo soy ese uno) no entra. No llega a haber comunicación. Sólo admiración hacia un personaje que precisa pocos mimbres para ser pintado, Ana.
Fofa, con síntomas evidentes de agotamiento... e impecable pese a unas fisuras que se intuyen más que verse.
El tío Clint tuvo (y tendrá) días mejores. A menos, lo suficiente para creer en lo que está contando sin dedicarse a manufacturarlo sin más.
Es Eastwood. Sólo pienso en Sin perdón, y se me quita el mal rato.
En otro orden de cosas, o es el mismo, escondido: cómo me alegra, en el fondo, que tenga su blog en silencio. Puede ser la señal de que no necesita escribir para ser feliz. Eso suele pasar.
A mí me pareció que intentó mezclar demasiadas cosas y se notaba que era un encargo con cierto tipo de directrices.
Técnicamente me parece muy buena, haciendo algunas apuestas en cuanto a planos bastante atrevida para lo que es Clint y la foto también muy buena, tanto por los paisajes de Sudáfrica como por cierta escena "nocturna".
Por cierto, en realidad no hay un buen retrato ni político ni humano de Mandela, porque como político sólo se centra en su utilización como vehículo de unificación el Rugby pero de las medidas políticas, sociales y económicas no se habla en ningún momento, y sobre el apartado humano también falla porque se le presenta como un "semi-dios" sólo hacíendole humano con algunos clichés como "el hombre abandonado por su familia", "su familia es el pueblo de Sudáfrica", etc..
Un saludo.
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