6.11.24

Las casas vacías

 

Vaciaron la casa. Dejaron las baldas, se llevaron los libros. Abrieron los armarios, desocuparon las perchas. Todos los cajones estaban a medio abrir y no había nada dentro. Vieron el frigorífico y lo despojaron de su dignidad, sólo quedó un olor a rancio y unos tuppers muertos. Entraron al patio y descolgaron de un muro tres macetas que todavía contaban la danza de la luz y del tiempo. Fue un acto de amor lo que hicieron. No debía quedar nada que indicase cómo eran los moradores. Lograron que la casa dejara de ser una casa. Era cualquier otra cosa, pero no una casa. Luego estaba el silencio. Parecía colocado adrede. Como si lo hubiesen traído de afuera y dejado allí para que colaborase  al expolio. Pesaba como un fardo al que se le hubiera encomendado guardar todas las palabras. Una casa es un eco infinito de palabras que se fueron diciendo y que permanecieron en el corazón invisible del aire. Quisieron llevarse el silencio, conversaron sobre cómo sacarlo de la casa. También el frío, que era un metal con su ponzoña y su herida. Alguien se lamentó de la impericia. Otro sostuvo que el silencio es imposible de gobernar y que campa a su antojadizo capricho. Lo mismo que el frío, lo mismo que el miedo. Hay casas que viven en ese limbo sin sustancia, en ese temblor secreto. Las ves desde la acera o desde un coche. Las persianas están echadas o están rotas. Piensas que nunca fueron habitadas. Dan esa sensación de orfandad. Te parece inverosímil que antes contuvieran risas, llantos, afectos, actos de amor y de odio, pequeñas o grandes evidencias de que la vida pasó por allí y se animó a quedarse. 


Están proliferando las casas vacías, las casas tomadas por la nada, descompuestas, desoladas, ciegas y grises. Las hay en número que rivaliza con el de las ocupadas. Incluso cabe la posibilidad de que muchas de las que contienen inquilinos estén vacías por dentro y el silencio las impregne de su oquedad absoluta y el frío y el miedo se hayan envalentonado y ocupado la superficie de los muebles. Toda esa abundancia obscena de bloques a medio construir o de pisos no estrenados hace pensar en el desvarío de quienes las levantan, en su vanidad, en esa especie de Babel horizontal que emite una luz blasfema, un lamento tenebroso. Una vez que hemos prestado atención a una casa deshabitada todas acaban haciendo comparecer su voluntad de que se las desaloje. Como si un mandato ajeno las conminara a que nada las importune ni distraiga de algún cometido arcano también del que no sabemos nada. Duelen esos bloques afantasmados, todas esas casas muertas, las que no llegaron a ser hogar siquiera, las que languidecen en la sombra, en las afueras, en la vigilia del abandono. Las otras, las habitadas y dejadas, pronto se enmohecen, se cuartean, ofrecen la impresión de que algo extraordinariamente perverso las ocupa. Una casa deshabitada es como un libro que no se ha abierto nunca o como un corazón que no ha amado nunca o como una palabra que nunca se ha dicho. Hay una inminencia trágica, una terrible presencia que se esfuerza por contarnos su dolencia íntima, su absoluta flaqueza, su deseo de que la poseamos y nos volquemos en ella fieramente al modo en que el amante se vacía en su amada y la colma. 


Las casas, como los cuerpos, adquieren vicios; malos, en muchos casos. Los propietarios las colman en atenciones durante una época, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto son ellos los que decaen o algo les aflige, hacen que esas casas decaigan también, se aflijan. Es entonces cuando más inadvertidamente las desatienden, cuando dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en las más historiadas y colmadas de lujo o en las severamente humildes, en las bendecidas por la felicidad de haberlas disfrutado y sentido parte suya, penetra con idéntica voracidad el tiempo, hace cruento acto de presencia el caos, la fiebre del olvido. Siempre pensé que las casas son organismos vivos y actúan al modo en que todo lo vivo. Sufren a su privada manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas (magia, alquimia, milagro) y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en su adentros, un corazón poderoso.


Las ciudades son cada vez más de la niebla. El hombre es cada vez más niebla. Las casas son cada vez más absurdas. Hay extensiones enormes de bloques vacíos, expuestos al desorden y a la soledad. No hay nadie que los observe. Nadie se fija en ellos. Cuanto más grandes son, menos atención se les da. No sabemos si tuvieron inquilinos o nadie los habitó. Si alguien pensó en cómo amueblarlos e imprimirles vida, en hacer que fuesen una extensión de su mano o una proyección amorosa de sus ojos. Todos ocupan ahora un lugar infame en la historia del progreso. No hubo dinero con el que acabarlos o la sinrazón o las corrupciones (vaya usted a saber) se desentendió de ellos y no les dio carta de habitabilidad, luz, agua. También el cuerpo es una casa a la que se despoja de su intimidad más noble. No damos con el modo de que no acabe lastimado. Ni siquiera tenemos apetencia de dar con él. 


 Las casas son palimpsestos: hay restos de lo transcrito antes, se puede descubrir la huella de esas familias que las habitaron, lo que no se pudo salvar o lo que permaneció más o menos a la vista u oculto, en la espera de que alguien lo reconociera, vislumbrara el secreto que pacientemente tutelaba y regresara el esplendor perdido. Repararlas y conservarlas es lo bastante costoso como para no acometer arreglo alguno, ni para imaginar que alguien las habite y vuelvan a tener el brillo de antaño. De ahí que sigan desvencijadas, informando de un pasado de gloria, a la espera de que se abran de nuevo las ventanas, se cuelguen cortinas, se escuche el rumor de la vida yendo y viniendo por sus plantas. Probablemente no suceda, no se echarán abajo ni tampoco se reconstruirán. Quedará como la vemos, expondrá su decadencia maravillosa, soportará cien años más e inspirará más lástima aún. Serán como cadáveres sin acabar de pudrirse, despojos con un destello tibio de grandeza.  Las casas vacías, unas más que otras, inspiran lástima, provocan en quienes las visitan la sensación de que poseen vida, un resto de ella. Se las mira como a animales moribundos. Cuanto más las perjudicó el abandono, paradójicamente más vida cobran, más lástima producen. Son el testimonio de nuestro decaimiento. 

2.11.24

Lorquiana



El rey de Harlem camina entre cocodrilos sin ojos.

El agua harapienta que burla la turbiedad de los números

danza por las escolleras del sueño.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez 

no saben que el aire muge 

con la rueda de la sangre. 

No me preguntéis nada. 

Hay que soñar un toro de agujeros 

y con una herida en la mano 

en la que beben los ángeles. 

Los caballos con su luna de mirlo 

detenida en la crin. 

Ahí el vals con la boca cerrada, 

el te quiero con una costra de cardo seco. 

Ahí los judíos por el East River vendiendo fauna, 

comprando caricias sin desmayo, 

suspirando el foxtrot de las primeras novias. 

Al cristito de barro no le han terminado de cortar todavía todos los dedos. 

La luna con sus abanicos. 

Los maricas del Bronx con sus libros de amor. 

Sangre de pato en la última homilía de los condenados. 

Tengo miedo debajo de todas las palabras del mundo. 

Se quedaron solos. 

Oían el temblor de los pájaros en un sueño. 

Era un silbo con ademanes de cortesana 

el que ponía blondas de luz a la sombra. 

Gime el hombre, se duele de todos los pecados del fuego. 

Un día seremos jinetes para que nos reciban en el templo. 

La luna tiene el eco de la nieve en Manhattan. 

El rubor de los primeros besos lleva una tristeza parecida a un pozo. 

Yo sé a qué vinieron las madres con el delantal azul de las noches frías. 

Tenían la verdad, tenían un susurro 

con el que abrían todos los corazones muertos. 

La vaca demacrada y sola pace 

en el aire musgo de una catedral quemada. 

El cielo es una máquina con la que todos los enfermos del mundo 

encuentran sosiego antes de que se mueran 

en el negro torpe de la aurora de un cementerio judío. 

Antes de que los ojos fueran una fiebre sin cerrar, 

yo era un muchacho al que acariciaban los pastores. 

Mi corazón boga con sucia vocación de barro. 

Cuando el hermoso Walt Whitman regrese de entre los muertos, 

yo seré un efebo con la piel encendida y la boca abierta 

como un adjetivo en la sangre. 

Te quiero, te quiero, te quiero. 

En el río que cruza la ciudad 

hay fermento de obispo y herrumbre y prez

y nadie sabe dónde desemboca el asco. 

Llevo siete hormigas en el bolsillo. Están sedientas. 

Yo les doy consuelo con el aguijón de las gárgolas puras. 

Yo, que fui un niño con el laurel de los grandes poetas griegos. 

Yo lamiendo el envés de los hierros esdrújulos 

cuando Nueva York era una jaula rota. 

Biblias de azúcar. Luces de naftalina. 

La mujer que amamanta a las cebras en Wall Street 

tiene la voz de una piedra que gira. 

Todo el mundo en Battery Place 

sabe que estoy desnudo. 

Yo con espuma de nube que finge. 

Yo cuando flotaba dios en el pulmón de las primeras madres. 

Yo en la ebriedad más dulce, 

en el vals de las ninfas, 

en el llanto de las hormigas. 

"Equivocar el camino / es llegar a la nieve". 

El blanco planea por los rascacielos, pero nadie lo mira. 

El blanco susurra por los rascacielos 

su ecuación de fuego sin barroco. 

Todos los perros se dejan llevar por las canciones de los borrachos. 

Caen al Hudson. 

Bailan hacia el mar un salmo de cuchillos negros 

para que el sol rompa la tibia compostura de los tejados. 

Un limón duro. 

Un cansancio sordomudo. 

31.10.24

Nebraska

 




El disco

Hay discos que deben escucharse a oscuras porque fueron concebido a oscuras. Nebraska podría pasar por un disco hecho por un fantasma para que lo escuchen los demás fantasmas. También por un libro de salmos o por un evangelio para los descarriados del mundo que recita un hombre que anhela entender al hombre. El propio Springsteen era un fantasma o un descarriado o ese hombre en busca de una razón para abandonar el frío de su alma y pisar con más festivo ánimo los caminos de la tierra y los del corazón. El disco es austero como una mano de nieve en la nuca y, a su manera, en el modo en que fue pensado y grabado, heroico como un plegaria en el infierno. El tono sombrío y decadente de sus letras, la inspiración primera de la música que debía acompañar a esas letras y hasta el ánimo de Springsteen no precisaban de la musculatura imbatible de su E Street Band, aunque ese hecho se comprobara después de registrarlo. A sus fieles músicos les confiaba la restitución del rock and roll, la opulencia de los grandes estadios, pero Nebraska debía ser macerado en soledad y registrado con los mínimos medios, con los más humildes, desocupado  de la fanfarria de las guitarras viriles y de la voz desgañitada en estribillos asequibles y en melodías tarareables. Nebraska precisaba contención, el tipo de mesura de alguien que teme equivocar el tono y envolver todo ese material sensible (tan íntimo, tan frágil) en una caja demasiado grande: una que, al agitarla, hiciera que el contenido desbordara el continente y nadie supiese qué había dentro. 

Springsteen graba Nebraska en absoluta soledad. Al terminar la exitosa gira de The river, decide hacer un disco que no se parezca a nada que hubiera hecho antes ni a ninguno que pudiera hacer después, uno en donde él mismo encontrara sentido a su lugar en el mundo. A punto de sobrevenir el mundo digital, el Jefe se hace más analógico que nunca. A finales de 1981 le pide a Mike Batlands, su técnico de guitarras, que le buscase una grabadora profesional para registrar unas canciones sin más ingredientes que la guitarra, la armónica y  la voz, añadiéndose a posteriori algo de teclado, una pandereta y una solución de eco de la voz. Todo áspero, todo crudo, todo puro. Se hace acompañar por un grabadora de cassette de 4 pistas TEAC Tascam y dos micrófonos durante el día y la noche del 3 de enero de 1982. La toma de sonido fue de una precariedad que conmueve. A la impericia del improvisado ingeniero que las registró se suma la deficitaria calidad de la grabadora que debía mezclar todas esas tomas, una Panasonic rudimentaria que tampoco fue exprimida al máximo, creando un sonido (al menos en los primeros temas) granulado, sucio, al que Springsteen trató de darle un arreglo con las herramientas profesionales del estudio donde se grabó The river, su espléndido anterior álbum, aunque se le pueda criticar cierta falta de coherencia en su abundancia. A ese ejercicio de coherencia de Bruce no se opuso su grupo. La elementalidad de las canciones perdía fuerza si se las electrificaba. El propio Springsteen lo dice así: "Fui al estudio, llevé a la banda, regrabamos, mezclamos y conseguimos empeorarlo todo. Al final, ya satisfecho por haber explorado todas las posibilidades musicales, recuperé el cassette que había grabado en casa y que aún llevaba en el bolsillo de mis pantalones y dije: este es el disco". Todas aquellas sesiones caseras serían el disco más personal de Springsteen, uno de sus tres mejores, en opinión de este también hoy improvisado cronista de sus vicios. 

Las historias de Nebraska son las mismas que Springsteen contó antes y las mismas que contó después. En esas diez canciones están su querencia por narrar la honestidad de los perdedores y su compromiso con la memoria, de la que no se ha apartado en toda su carrera artística. El estado de ánimo que le hizo encerrarse en su casa de New Jersey y facturar ese puñado de canciones fue el mismo que más tarde le hizo tomar la decisión de no hacer ninguna gira que promocionara el álbum, que es también en sí mismo una soberbia declaración de desvalimiento y de depuración. Poco a poco, sin que hubiera una determinación comercial, algunas de las piezas fueron incluidas en el repertorio de sus conciertos en directo. La humildad no puede corearse en un espectáculo de masas, podríamos decir. Tampoco el abatimiento con el que el músico creó. Se pueden escuchar Johnny 99  o Open all night (más contundentes) o Highway patrolman, pero ese material es de una intimidad refractaria a la grandilocuencia y requiere un público más cercano, una escenografía íntima. 

Las turbulencias narrativas de Springsteen abrevan en la literatura de tradición oral y en el cancionero popular de la América profunda, en la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX, en el viaje iniciático de las familias buscando la tierra de promisión, en Woody Guthrie, en Bob Dylan, en el folk, en el blues. Este bagaje está en Nebraska, en sus maquetas caseras, en su aspereza de lija, en su discurso obrero. La Atlantic City de pecadores y tahúres, con sus amores decadentes y su neón sucio de bares tristes  o las historias de criminales redimidos son los argumentos de una obra única por muchas causas. Probablemente no hubo necesidad de que la estrella del rock que era Springsteen a comienzos de los ochenta abandonase el clamor popular, la fama y los baños de masas por una aventura introspectiva, pero la América de Reagan, la de un país sumido en el decaimiento moral, en el que se escuchaba con cada vez más insistencia el ruido de las protestas, el de los parias de las novelas de John Steinbeck. A lo que por primera vez renuncia el cantante es a esa primera persona con la que narraba el desencanto de la clase obrera y se arrogaba la intendencia lírica y política (esas dos disciplinas embutidas en un combativo artefacto) de un mundo gris, hecho de retales grises, administrado por manos grises. 

Crepuscular, árido, sombrío, desvalido, Nebraska es un ejercicio de depuración, una tentativa de una catarsis a la que Springsteen aplicó la mayor franqueza consigo mismo. Es difícil dar con una obra que purgue de un modo tan honesto los demonios interiores. Las estrellas del rock los tienen a espuertas. Los suyos eran como los de cualquiera, pero jamás les hizo frente: no tuvo voluntad de contarse su vida y superar lo que la devastaba, aunque su talento y su sensibilidad estaban sobradamente facultados para liberar los demonios ajenos. Hacía que los demás superaran sus paranoias, pero él era incapaz de hacer desaparecer a las suyas. Es como el predicador que hace que sus fieles miren dentro de su corazón y crean con más empuje y descree en la intimidad con encomiable arrojo. Eran los de Nebraska los tiempos en los que Springsteen estaba ocupado en sobrevivir, en no caer en la desgracia de no querer seguir. Hace poco confesó las tendencias suicidas de entonces. Sólo me sentía bien si hacía música, si estaba de gira, si tenía una guitarra en las manos, confesó. Lo demás era un caos, lo siguió siendo, todavía lo es, aunque haya visto el saqueo de los ideales por los que siempre quiso a su país o planee sobre su memoria la figura del padre terrible y de todos esos amigos que se fueron a Vietnam o al olvido o de la fuente de la eterna juventud fijada en el parabrisas de un Cadillac de segunda mano.

La inicial reticencia del público a considerar Nebraska un disco de fundamento en la carrera de Springsteen hizo de él un raro ejemplar, una anomalía trece años más tarde cuajaría en otro álbum acústico, de recia compostura, de sobresalientes incursiones en el imaginario popular norteamericano, con "Las uvas de la ira" como referente. Me refiero a The ghost of Tom Joad, concebido como una secuela (permitidme el término ahora casi ya cinematográfico) de aquella epopeya valiente e íntima que fue Nebraska. De "Las uvas de la ira" dijo Springsteen que, nada más verla, hacia 1975, creyó ver el ideario de su existencia. "Hacer canciones que signifiquen algo para la gente y que propongan cuestiones fundamentales". Ya tenemos al predicador con su biblia a mano, al hombre investido con los poderes de la clarividencia, al rockero que al ver salir a los trabajadores de la fábrica da con el sentido de su entera dedicación a la música. Uno es hijo de su tiempo, podemos pensar. Bruce lo es de un modo épico, aunque esa empresa lo frustre, lo zarandee, le haga caer en la desesperanza y, en ese caída, en ese vacío, sueñe con que su repertorio responda a esas grandes preguntas. 

Lo que vino después de Nebraska es la contradicción pura: Springsteen no deja que la desolación escriba sus letras, que las melodías sean ásperas, que su alma inicie el descenso a lo que quiera que haya abajo, donde el hombre está despojado de todo, expuesto al frío y a la oscuridad de la nada. Hay que escuchar Nebraska a oscuras porque fue concebido a oscuras. 

Las canciones

Nebraska: Sheriff, cuando accione el interruptor y mi cuello se parta, asegúrese de que mi chica esté sentada a mi lado, dice Charlie Starkweather, el tipo que se despachó a ocho inocentes junto con su novia, Caril Fugate. La historia es verídica. La contó Terrence Malick en Badlands, su debut cinematográfico. La letra de la canción arranca con la primera escena de la película: él la ve a ella en el jardín haciendo malabares con el bastón. Ahí queda toda la dulzura. El resto es la revelación del reo, su confesión, las imágenes de la escabechina (la 410 recortada, las tierras baldías de Wyoming, el veredicto del jurado, la noche en el depósito de la prisión, las correas de cuero en el pecho). No cuesta imaginar a Springsteen echando a un lado su afición a todas esas historias de carreteras infinitas en las que el chico y la chica buscan la felicidad escuchando a Roy Orbison en la radio. 

Atlantic City: Concedamos a esta pieza algo que no podremos atribuir a las demás: podría haberse incluido en cualquier álbum, podría abrir todos los conciertos, podría cerrarlos. Habla de los mismos fracasados de siempre.  A ellos les acompañan los oportunistas, los corruptos, toda esa gente perdida que no necesita que se la encuentre y deambula por las salas de juego y por el paseo marítimo de la ciudad en la creencia de que el mundo les pertenece. Aquí no los enferma el amor, sino la codicia, la posibilidad de que en una apuesta en un casino la suerte les sonría y puedan escapar de la mediocridad de la vida que llevan sin ella. 

Mansion on the hill: La infancia cobra vigor, los recuerdos se concentran en una mansión en una colina que alguien veía a diario. Algún día tendremos las llaves y podremos entrar. No habrá nada que hereden los mansos. Mierda, añade el verso. El dinero que mejor sienta en las manos es el que llega rápido y se va rápido. Nada volverá a ser lo mismo. 

Johnny 99: El Johnny al que alude el título es el convicto que al escuchar del juez la condena a 99 años de presidio por la comisión de un asesinato pide que le ejecuten. También es el obrero que pierde su puesto en la fábrica y emprende una ciega carrera delictiva. La tono y la historia de la canción era más de Johnny Cash que del propio Springsteen. Cash la grabó poco después de escucharla, al igual que Highway patrolman y la propia Nebraska que da título al disco. Es frecuente su comparecencia en el repertorio de los conciertos.

Highway patrolman: Joe es el patrullero de la autopista y Frankie su hermano díscolo. No hay nada mejor que la sangre de tu sangre, pero hay que hacer cumplir la ley y toca perseguir al hermano. La noche es cerrada como todas las noches en que el infierno abre su boca y el alma se piensa si aceptar su la caricia de las tinieblas o combatirla. Se trata de mirar hacia otro lado. 

State Trooper: La historia sigue siendo la misma, cambia el elenco, el escenario, pero las palabras se repiten. Hay un hombre que pide que no se le detenga, hay un hombre que cumple con su trabajo. No tengo nada, ni permiso de conducir, ni papeles del coche, pero no me detenga, le insiste una y otra vez. El infractor (uno de esos pobres hombres que fácilmente puede ser cualquiera con el que te topes al salir de la fábrica o en la barra del bar en donde bebéis buenas jarras de cerveza) implora a la autoridad: oh, usted tendrá hijos, una mujer bonita, pero yo sólo tengo el dolor, me ha estado acompañando toda la vida. De pronto, algo sucede. Alguien nombra la paciencia. Alguien la pierde. Hay un último ruego, una petición a Dios, quién sabe: sácame de aquí, caballito de mis sueños, llévame lejos. 

Used cars: Bienvenido a la biblia del Jefe: la promesa de que te toque la lotería y puedas dejar atrás la miseria, los coches usados para que papá pise a fondo el acelerador y pedir a todo el mundo que te besen el culo, los recuerdos de la infancia, las calles sucias donde nacen los héroes, la bendita suerte que podrá cambiar tu vida, las carreteras que van de ninguna parte a ninguna parte pero que brillan como estrellas en mitad de la noche, pero ah, vendrá el día, habrá uno en que salga mi número y "no volveré a conducir un coche usado". 

Open all night: La letra de esta canción es un poema maravilloso, uno de esos poemas que podrían parecer escritos por Raymond Carver. Los fantasmas vienen con más entusiasmo cuando estás solo, cuenta. Springsteen cita nombres de garitos (el Bob's Big Boys de la 60), habla de almas perdidas, del sol como una bola roja sobre las torres de la refinería, de Wanda con esos ojos que te paran el corazón, de los jefes que te ponen en el turno de noche. 

My father's house: A mí me gusta mucho el Springsteen poético. Porque debajo del hombre está el bardo y tiene la suficiente sensibilidad como para apreciar que en un sueño de cuando niño hubiera pinos y crecieran libres y altos y hubiera un bosque en el viento hace diabluras con los árboles y también hubiera hombres malos con la cara del mismísimo diablo corriendo detrás de ti, pero tú vas más rápido, te caes, te levantas, te tiemblan las piernas. Es el Springsteen que vuelve a casa una vida más tarde, cinco vidas más tarde. Ha vuelto para ver a su padre y esperar algo de bondad en su cara, una especie de perdón por todo lo malo que hizo, y bien sabe Dios que Springsteen fue un chico malo que dejó el hogar y se dejó el pelo largo para cantar delante de toda esa chusma de desheredados. Querrá el bueno de Springsteen contarle su historia: no era tan malo, padre, sólo hice lo que me dictó el corazón. Llama a la puerta, abre una mujer que no conoce. "Lo siento, chico, pero nadie con ese nombre vive ya aquí", pero eso da igual: "La casa de mi padre brilla con fuerza / permanece como un faro llamándome en la noche, / llamándome y llamándome, tan fría y solitaria". 

Reason to believe: Toda visita al infierno debe cerrarse con un canto fúnebre. El de Nebraska es una canción desesperanzada de hombres que están de pie junto a perros muertos en la autopista 31. Ese perro muerto no se mueve, a pesar de que el hombre lo roce con un palo. Lo que hace que la muerte no sea tan triste es que los que nos quedamos podemos pensar que algo de lo que hagamos podrá revertir su inapelable fallo y haya un nuevo juicio. Siempre hay una razón para creer, siempre hay un palo con el que persuadir al perro muerto a que se levante, mueva el rabo y salga pitando. Ahí tenemos al predicador también en pie a la orilla del río con todos sus parroquianos: tiene una biblia en la mano. El sol sale, el sol se pone. Las chicas a las que amamos se acabaron yendo todas. No quedó ninguna. Los días hacen su oficio rutinario. Te levantes con un palo en la mano, andas por esas calles con una biblia en la mano y pides a Dios que te dé una explicación o que te deje dormir al caer la noche y tengas el sueño pesado, ocupado con perros en la 31 a los que alguien pretende resucitar con una mierda de palo. 




28.10.24

Las cuentas del poeta


Un hombre abre con desmesura sus ojos hasta que arde.
El fuego ocupa la tarde que bulle como un beso novicio.
Este desnudo en mitad de un sueño, esta fulgor sin melancolía.
Sucede la vida mientras no voy a ninguna parte.
Esta luz de temblor y clausura es de los poetas.
Ellos la cogen en sus manos y la mecen
con infinita dulzura o con turbio afán.
Uno tras otro concurren los años compartidos con el miedo.
Danzan con la espalda cansada y el gesto hueco.
Tarda uno la vida entera en descubrir que eran suyos.
Lo que es del silencio regresa siempre a su causa antigua.
No hay dolor que no acabe ahuyentado por la insistencia.
Persevera el verbo, sus tigres con hambre.
Me explotan cien sonetos en el pecho, soy el poeta.
Con cautela, con el primor del arquero ciego, escribo uno.
Cuento la fragancia de las sílabas, ordeno el festín de las palabras.

El infinito


   Fotografía: Robert Frank

 De huir se sabe que importa menos el lugar al que se va que el dejado atrás. A veces de lo que se huye es de uno mismo y se cree que daremos con lo que sea que busquemos si de verdad lo deseamos. Una vez que se ha comenzado a huir cuesta decidir cuándo parar. Hay quien no ha hecho otra cosa que huir. Entra en lo posible que ni sepa que es eso lo que hace o que ni se le ocurra pensar en que el azar o el empeño satisfagan la restitución de un destino. Es el afán de seguir lo que cuenta, ese alado propósito. Huimos de la muerte, aunque nadie rescinda ese compromiso con ella. Ni hay un plan de alguien para malograr tu fuga. Las más de las veces es invisible. Se está bien mientras se huye, no hay otra empresa que se desempeñe con más determinación. Se parece huir a vivir. La misma sangre festeja este anhelo. El mismo cuerpo exhibe con orgullo las prendas del desgaste. Hay que huir antes de que el hambre sea lo mismo que el invierno y la piel se duela por el viento y por el frío. Hay que enhebrar la luz en la obscena acometida de la sangre. Era sed y un caudal de fuego apresurado la sangre. Ella carece de lenguaje. Descendemos a su diálogo sin brújula con el pudor de la luz cuando irrumpe, aunque luego todo es clamor. El que huye aprecia con mayor fulgor la claridad del aire. Vano esplendor, vértigo hueco, hambre ebria. Está a medio hacer el cielo, se ven las costuras, se las oyen crujir como un corazón que ha renunciado al latido y se rompe despacio y no gime. Se tarda la vida entera en descubrir que el corazón no era la causa ni el centro. Es el anhelo de infinito lo que hace que andemos o que corramos. Hay que aspirar a lo eterno. El corazón y la sangre ignoran la metafísica, pero el alma sabe de sus primores. El dulce vino del tiempo es el único sabor que reconoce la lengua. Un poeta es alguien que huye más lentamente que los demás. Se les reconoce porque parece que ni huyan. La poesía es el testimonio de la gratitud del camino.


26.10.24

Breviario de vidas excéntricas / 54 / Juan Alberto Pérez Fernández

 A Juan Alberto Pérez Fernández nunca se le oyó decir: me llamo Juan Alberto Pérez Fernández, nací en 1976 en Toledo, tengo cuatro hermanos, mis padres murieron no hace mucho, los mató el cáncer. Mi mujer me dejó por esa época. Ahora anda con un instructor de yoga al que saca veinte años. Compran comida para su perro en la tienda en la que yo compro comida para mi gato. Tengo un hijo, está metido en cosas que no entiendo, escucha música diábolica, no conoce a Beethoven, ni siquiera sabe quién es Joan Manuel Serrat, lee prensa deportiva, mira sin que se note mucho los culos de las mozas cuando pasan, me habla poco y a veces me habla mal. Suelo salir de paseo al campo, miro el ir y el venir de los pájaros y pienso, casi nunca llego a ninguna conclusión satisfactoria, luego cojo el coche y vuelvo a la ciudad, me paro en un estación de servicio, me tomó un café bien cargado y hojeo las revistas dominicales o el As. El As me dice que Cristiano Ronaldo está en baja forma, es un profesional como pocos, se cuida mucho y eso se nota en el campo. Yo no soy de cuidarme, hace mucho que ni me miro al espejo. En realidad, no me hace falta cuidarme, trabajo en una oficina, estoy sentado frente a un ordenador ocho horas al día, como en treinta minutos, el bar de comidas caseras es limpio y no es caro, tienen una buena cerveza de grifo. Allí conocí a Mónica, me habla con afecto, me mima en cierto sentido, cuando me sirve el postre me dice siempre algo que no tendría que decirme. Mónica es guapa y tuvo que ser muy guapa hace veinte año. He oído que está sola, que su pareja va y viene, que no tiene padres: murieron de cáncer también. Deberíamos vivir en un mundo sin enfermedades, le digo, pero no me escucha, hace falta algo más para que se fije en mí, debo tener una cara muy triste. Yo siempre tengo la cara triste. Juan Alberto Pérez Fernández, el triste, el que no tiene esposa, el que vive solo, no es mucho, la verdad. Ahora no me preocupa tanto, pero cuando Verónica se fue entré en una depresión severa, tomé pastillas, asistí a sesiones con un psicólogo amigo de mi cuñado, no comía, no adecentaba la casa, no cuidaba mi higiene, me llamaron la atención en la empres. Juan Alberto, hueles como un cochino, tómate mañana el día libre y ven el miércoles como Dios manda, te la juegas, no está la cosa para rollos depresivos, a todo el mundo le deja la mujer o el marido o se le mueren de cáncer los padres o se enamoran de la chica que le pone los postres en un bar de comidas caseras, son cosas que pasan, el mundo gira, el mundo siempre está girando, no nos mira ni a ti ni a mí, va a lo suyo, mueren reyes y nacen putas, llueve como si no lo hubiese hecho nunca y deja de llover como si no hubiese llovido jamás, Dios está arriba, vigilando a su manera, el cabrón vigila de pena,  no es atento con sus criaturas, debería vigilar su trabajo, deberíamos hacer un club de ateos, no como los que suele haber, el nuestro sería un club reivindicativo, ojalá Dios existiese y fuese bueno y nos librara de indeseables y de cazurros y de gente pendenciera, del cáncer y de las tristezas a la caída de la tarde. viviríamos de puta madre, Juan Alberto, tú no estarías hecho polvo por lo de Verónica, tu hijo no estaría por ahí, perdido, haciendo la revolución con el dinero de su padre, metido en temas raros, ya sabes qué digo con lo de temas raros,  no me mires mal, es que lo vi el otro día y tenía una pinta muy extraña, andaba con otros que no iban mejores, no sé en qué anda, pero yo debo contártelo, Juan Alberto, por los años de amistad, por los cafés que hemos tomado juntos, por eso es mejor que mañana no vengas, te quedas en casa, ordenas tu cabeza, arreglas el piso, limpias los platos, seguro que tienes la cocina hecha un desastre, compras un poco de fruta, déjate de platos precocinados, dañan tu alma también, mi mujer decía que los males del mundo los fabrican en la industria de los platos precocinados, ya ves, cuando mi mujer se fue con su hermana a un viaje a Santo Domingo y yo tuve que quedarme de Rodríguez viví todo eso que dices, me entró una depre severa, pastillitas, libros de autoayuda, pero no sabía qué hacer, no tenía nada en el frigorífico, le dije que no se preocupara, que se fuese y disfrutase, yo me apañaría en el comedor de la empresa, pero luego me arrepentí, es muy triste comer solo, en un bar, en un comedor de una empresa, te pregunta todo el mundo, qué te pasa, Andrés, por qué comes aquí, tú nunca comes en el bar de la empresa, y debes contarles que tu mujer y su hermana se han ido a Santo Domingo, ya sabes, te dicen que a qué han ido, que si los chorbos en el Caribe la tienen así de grande, todo es muy patético, triste y patético, lo mejor es quedarse en casa, no tener que escuchar a nadie, pones la televisión y ves las noticias, los muertos de los terremotos y los parados del gobierno, los goles de Cristiano Ronaldo y las últimas películas en todas esas plataformas que pagas a principio de mes, puedes dormir en el sillón, ya recogerás los platos, esta noche los recojo, esta noche seguro, pero los días van pasando y se va acumulando el trabajo que no has hecho, y un día volvió Ana María con su hermana, abrió la puerta y me vio con barba de una semana, oliendo a cochino, el piso era un desatino de restos de mi ruina, no te puedes ni imaginar, botellas de vodka, bolsas de doritos, latas de cerveza, Diógenes estaría contento conmigo, y ella me dio un ultimátum, dijo que se iba al Zara a comprar unos trapos, que en tres horas estaba de vuelta y quería verlo todo como los mismos chorros del oro, que no tenga que hacerlo yo todo, muestra un poco de interés, me tienes como a una esclava, así no funcionan las cosas, esto es lo que hay, eso dijo, así que dejó la maleta en la entrada y cogió el ascensor para bajar a la cochera, se montó en el BMW que todavía estamos pagando y tiró de Visa un poquito más, las mujeres son adorables, Juan Alberto, pero tienen esas cosas, mandan, mandan y mandan, no hay manera de que no manden, incluso cuando no mandan, cuando parecen que están atentas a nuestras cosas y se avienen a lo que decimos, están mandando, mandan sibilinamente, yo no las entiendo, pero tal vez debería empezar por entenderme a mí mismo, llevo años en ese trabajo y no he avanzado mucho, las mujeres son otra cosa, ellas tienen los dos pies en el suelo, son admirables, están mejor hechas que los hombres, deberían dedicarse a presidir todos los gobiernos del mundo, lo harían estupendamente, no habría guerras, todo sería una felicidad o podrían dedicarse a escribir novelas  y dar rienda suelta a esa manera de mandar, a los personajes se les manda bien, uno hace con ellos lo que quiere, los lleva a callejones oscuros, hace que los maten o que los hieran muy gravemente, si uno es bueno, todos los escritores son buenos en el fondo, no buscan el mal así como así, buscan un mal suavizado, el que admiten hacia sus adentros, leí una vez una novela en la que el autor mataba al protagonista en la segunda página, pero se tiraba las otras doscientas contando la historia del muerto, dónde nació, si la madre lo atormentaba, qué le hizo delinquir, cómo burlaba a la ley, en fin, tú ya sabes, bueno, creo que mañana no vienes, Juan Alberto, te tomas el día libre, vendrás mejor, no lo dudes, sé de lo que hablo, lo he hecho otras veces, sienta bien salirse de la rutina, hazme caso, llama a Mónica, la de los postres, dile que la invitas a un té en casa, antes de eso la limpias un poquito, que no sepa a la primera que eres un auténtico cerdo y vives en una pocilga, eso debe descubrirlo después de que te la hayas tirado, ya sabes, tienes que decirme si está buena Mónica, a mí me gustan entradas en carnes, con buenas ubres, que haya donde perder las manos, ay, Juan Alberto, vamos a dejar de hablar, que me estoy poniendo como un toro, lo dicho, nos vemos, tú hazme caso, los amigos estamos para estas cosas, cuídate, por favor, vuelve entero, te estamos esperando, yo tuve un amigo que me habló como yo ahora te hablo a ti, yo le escuchaba, sabía de lo que hablaba, hay que saber escuchar, ahora soy feliz, tengo el fútbol completo en 4K y miro las cosas de mis amigos de Facebook nada más poner el pie en el ingrato suelo, veo si han comido en la calle o si una puesta de sol les ha sorbido la cabeza y se creen poetas de la luz o si han imaginado que una ocurrencia ligera pueda pasar por un arrebato místico despachado en dos párrafos melifluos y refractarios a toda pulcritud ortográfica, pero lo que dice Andrés le entra a Juan Alberto por un oído y le sale por otro, como quien dice, hace que escucha, pone cara de interés, no es difícil eso, hasta ahí llega la atención y no hay nada que se le pueda decir que retire su desvalimiento, esa sensación de orfandad que te escala el pecho como una lagartija y acaba alojada en la lengua y más tarde desciende por la garganta hasta que el cuerpo se sabe perdido y abandona toda resistencia y se deja vencer por el silencio, por eso Juan Alberto habla cada vez menos. Hay días en que ni abre la boca, prefiere no declararse a favor ni en contra de nada. En todo caso, en ocasiones, si se le coge de buena gana, asiente o niega con un gesto breve que ejecuta con apreciable esfuerzo que podría confundirse con un acto reflejo o con un descuido del que probablemente se acabe arrepintiendo a poco que lo haga, da pena verlo tan echado abajo, hemos dicho los amigos. Uno de sus hermanos se esfuerza más que los otros, que no acuden por no tener ni voluntad de saber. Es el pobre en sí mismo un fantasma, aunque vaya al mercado y compre algo de verdura o leche y todavía sepa qué prendas debe sacar del armario si el día anuncia frío o el cielo vaticina agua. Yo mismo le he forzado a que deponga esa actitud huidiza suya. Le he dicho: Juan Alberto, recapacita, no te dejes llevar, cuenta con nosotros, cuenta conmigo, pero hace oídos sordos o es posible que ni siquiera oiga. Ayer mi mujer lo vio en un banco del parque a primera hora de la mañana, miraba con determinación una danza de pájaros entre los árboles. No estaba en el banco cuando ella lo cruzó de nuevo al regresar a casa, horas más tarde, ni había pájaros. Nadie sabe nunca nada. A veces damos con respuestas cortas que nos alivian de la incertidumbre; en otras, si nos acucia con más empeño la incertidumbre y se desea zanjarla, inventamos razones que justifiquen lo que no entendemos y nos sentamos en un banco de un parque para ver unos pájaros en el festejo dulce del aire, pero no siempre izamos el vuelo ni resolvemos renunciar a la dura verdad de la tierra. 

23.10.24

Ana Blandiana




 

Fe, luz, tiempo


  Hay gente que se muere sin haber oído la luz o sin haber tocado la tiniebla. De vivir se sabe poco, aunque consten las palabras y hasta se tenga registro fiable y hermoso de lo acontecido en ese trayecto que va del primer latido hasta el último. No hieren todas las horas y la última ejecuta desaprensivamente el desenlace: cada una cuenta, ninguna es irrelevante. Se festeja el aire por su elocuencia, se ama sin motivo el verdad de su recato de madre. Habría que tener a mano una especie de elucidario de la luz, un vademécum de su influjo, una brújula para cuando irrumpa la tiniebla. Queda el fulgor de lo etéreo, esa permanencia de la belleza. 

 Hay que tener fe en algo. Creo que es la palabra más hermosa del diccionario. A su secreto modo, contiene y explica a todas las demás. Hoy he pensado seriamente en ella. He tenido tiempo. La fe es la elocuencia del mismo tiempo. Hasta el amor se extrae de ella. También la belleza y la inteligencia. Se tiene fe a veces sin motivo. Dar con uno malogra su entera ocupación del corazón. Porque, por paradójico que parezca, la fe no tiene nada que ver con las palabras y, a la vez, no hay nada que tenga más que ver con ellas. La gente sin fe se duele más que quienes la esgrimen y protegen. Hay quien la tiene y no ha caído en la cuenta de lo mucho para lo que la usa. Importaría poco esa ignorancia. Lo que de verdad importa es su residencia en nuestra alma. Esa es otra palabra valiosa. Fe, alma, tiempo. Luz. Fe en la luz, 

20.10.24

De la mudanza del espíritu

 Al principio uno se desdice sin empeño, pero con prontitud adquiere destreza y se gusta en la impostura. Cree tercamente que hay que convenir un criterio y esgrimirlo con oficio y hondura, que carecer de él nos hará más débiles y no se nos acogerá en la reunión de los que opinan. Con malicioso embeleso se afana en ocasiones el ingenio en recusar lo que no acepta y sostener esa objeción sin verdadera fe, únicamente por el disfrute de la contienda. A veces conviene imponer una distancia, no acabar por sentir lo que se manifiesta y ejercer la discrepancia desapasionadamente, exento de las trabas del corazón, que incurre en debilidades y flaquea a poco que se le pone en una situación de riesgo. En la desavenencia se está bien, hay en su cuerpo combativo un heroico apresto de épica, un convencimiento sincero de que no importan los motivos de la liza, sino su desempeño fiable, la consecución de su propósito, pero el ocupado en estas cogitaciones de su intelecto ocioso acaba por cansarse, así que recula, se retracta, accede a desandar el fatigoso camino recorrido y decide refutar su discurso, inmolarse, verse en el otro, en quien aplicó sus impugnaciones. He conocido gente (la he visto con frecuencia, la he tratado incluso) que ha practicado esta reversibilidad de su juicio con absoluta brillantez. Sabida esa veleidosa inclinación moral o estética o intelectual, se les escucha con deleite. Se asemejan a esos actores que recitan un texto sin que se aprecie otra cosa que ese texto y el concurso preciso del vehículo que lo emite. Lo de menos es atribuirles una voluntad interior, una convicción íntima. Lo que propugnan es material por completo ajeno y es esa ausencia de propiedad el valladar más férreo del que valen para enarbolar sus principios.

Se le concede a Groucho Marx la autoría de la frase «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros». El influjo de la cita es amplio. Su ironía ha sido desatendida y se ha leído con atroz literalidad. Lo de los principios (su rigor, su estancia) es en sí mismo un principio mudable.  Cabe aducir, en descargo de los que varían los suyos, que hay ocasiones en que podemos sentirnos urgidos a reconsiderar nuestras valoraciones y acoger con entusiasmo las contrarias, que de esa incuestionable vocación de permeabilidad y de retractación surgen las civilizaciones, que de los espíritus menos fanáticos emana la evolución del pensamiento y la consolidación de una convivencia armónica. Cabe hasta aplaudir que en alguien prospere el vivo reconocimiento de que ha errado y admite sin que duela la variación de su criterio. Yo mismo he mudado de parecer con frecuencia. Me acomodo bien en las novedades. Extraigo de ellas las motivaciones para arrimar a mi ánimo lo que más lo conforte o consuele. Hay, no obstante, consideraciones irrenunciables, modos de pensar o de sentir, inasequibles al desaliento, de las que no importa que no coincidan con las mayoritarias o que incluso las contravengan y exhiban alguna singularidad. Son precisamente esas las que hacen que uno medre en sí mismo, haga converger en su persona los primores de la existencia, no se sabrá cuáles habrá y si harán más daño que beneficio.

Es bueno sentirse como el habitante del maravilloso poema «De vita beata» de Jaime Gil de Biedma, confinado en su país inexistente (cito de cabeza), sin mucha hacienda y ninguna memoria, viviendo entre las ruinas de su inteligencia. De esa ruina hermosa del poeta, en algún pueblo junto al mar, como la desgraciada Annabel Lee del atormentado Poe, no hay nada en los ejecutores de esta mudanza de la opinión en estos tiempos que corren: no está el compromiso de probarse en ser otro, en asumir lo que en otro haya que difiera de lo propio. Tal vez esa facultad para apropiarse de lo ajeno revierta en la comprensión de lo distinto, se me ocurre. Al cabo, salvo que me desdiga, lo cual entra en la danza de las palabras, todo queda en un juego, en un bendito y maravilloso juego cuyo propósito es el juego mismo, no la rendición de un vencedor y un vencido. Mi espíritu es de quien lo abrace y lo haga sentir vivo. La cerrazón, esa disposición de la voluntad, es el nudo que no se deshace.

19.10.24

Un susurro en mitad de la noche













La ucronía
consiste en considerar acontecimientos fabulados como ciertos y fijarlos en una determinada línea del tiempo. Abraham Lincoln caza vampiros;  Hitler vive en un pueblo de la Bolivia profunda; El Cid es un elegante caballero del club Picwick. De esa ficción alternativa a la ficción predecible surge un género fascinante, una franquicia de género, uno de esos inventos de la mente ociosa que satisfacen el hambre de asombro. Se carece de pudor para copiar y pegar ideas, reciclar iconos y presumir de que lo importante no es la novedad, ese romántica idea que consiste en ser original y estar orgulloso por ello, sino la sutura, ese otro ejercicio que consiste en hurgar en las cosas y ver cómo casan juntas. A eso se le llama mash-up, en limpio inglés:, batiburrillo, en cristalino castellano. La parte canónica ha sido reemplazada por la conjetural, los personajes han sido desubicados en el tiempo o en el espacio y cobran un interés del que antes de la permuta carecían. La perplejidad que produce penetrar en un mundo victoriano lleno de zombis ( Orgullo y prejuicio y zombis, Seth Grahame-Smith, Umbriel, 2.010, pienso ahoraes el reclamo con el que los editores lanzan sus nuevas criaturas. Adoro "El hombre en el castillo", el mejor Dick haciendo revisión de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero en muchas ocasiones lo que sale de estas ucronías es una parodia que busca más lo impactante que lo serio. Las irreverencias funcionan bien hasta que descubres que no tienen nada dentro, salvo ese apremio por provocar que no prospera casi nunca y queda, más que nada, en breve fuego de artificio, en pompa de la que se sabe que acabará tragada por el aire. Sin embargo, hay una inclinación a dejarse llevar por todas esas ocurrencias ociosas. Fascina esa locuacidad de lo nuevo. A Darth Vader se le puede ajustar una indumentaria victoriana o steampunk o confiarle la encomienda de que deje el lado oscuro y haga una iglesia del lado oscuro o reducir su testosterona para que ese apaciguamiento de su carácter le convide a desempeños menos dramáticos o convencerle de que no se puede ir por la vida abominando de la paternidad. A alguien se le ocurrirá alguna de esas alternativas narrativas, hay gente con iniciativa ucrónica, escritores ajenos al trasegar rutinario de las cosas, alegremente afincados en la distorsión, en la grandilocuencia de la conjetura. Al asombro le convienen estas imposturas. Se relame cuando algo que no ha sucedido impone a la realidad la posibilidad de que realmente ocurriera y no se nos informara. Todas estas frivolidades contribuyen a que la imaginación se felicite y cuestionemos sin pudor el la gris manifestación de la historia. Se está mejor en la incertidumbre. De los incrédulos se extraen pocas enseñanzas: es más festivo el escepticismo. Anoche soñé, bendita ilusión, que Darth Vader me confiaba sus miedos. Me hablaba con un pudor infinito. Parecía un ser desvalido. Ni su voz era la protuberante que conocemos: era un hilillo, una brizna de voz, un susurro en mitad de la noche. Nada más despertarme, todavía era noche cerrada, he salido al patio de mi casa y he mirado el cielo. No he dado con naves de la República. Al tomar el café he creído escuchar la Marcha Imperial. Sigo conmocionado.



Las casas vacías

  Vaciaron la casa. Dejaron las baldas, se llevaron los libros. Abrieron los armarios, desocuparon las perchas. Todos los cajones estaban a ...