17.1.25

Caminar con el fuego/ En memoria de David Lynch

 

Fotografía: Josh Telles

Siempre me pareció que Twin Peaks era una extensión de Terciopelo azul. El cadáver envuelto en plástico de Laura Palmer y la oreja cortada a la que se comen unas hormigas, en su atrevimiento y en su obscenidad, ocupó ayer mi cabeza cuando supe de la muerte de David Lynch. También se repetían en esa cabeza de pronto consternada la idea del fuego caminando conmigo, la de todos esas mujeres sublimadas, convertidas en algo etéreo, registradas por un hedonista, eso era Lynch, al cabo. Ayer estuve en la habitación roja, ese limbo en el que el tiempo se adelgaza o se comba o adquiere los atributos más complejos de los sueños. No hay manera de entender qué hay dentro de la cabeza, da igual cuál escojamos, todas son un abismo. Yo sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a David Lynch. La otra se empecina en contradecirme y, a poco que me descuido, me desbarata lo que su mitad realiza. De hecho, ahora está escribiendo la parte no-Lynch de mi cabeza. Cuando me levanté esta mañana, pensé en no hacer ningún obituario sobre Lynch, pensé en esperar o en desechar la idea de que algo que yo pueda escribir tuviese alguna importancia, lo cual me suele suceder últimamente con obstinada frecuencia, pero la parte Lynch de mi cabeza tomó el mando. Mi amigo K. dice que le pasa lo mismo con Dios. Dice que en ocasiones entra en la cabeza de Dios, pero en cuanto regresa a la realidad una turbiedad le ciega el entendimiento y no verbaliza el prodigio recién vislumbrado, que hay veces en que Dios entra en su cabeza. He pensado en dejar que sea mi lado Lynch el que escriba, pero el acto de la escritura no está a disposición de quien lo ejerce, no siempre es dócil, a veces se descarría. Parece como si actuara a sus anchas y decidiese, no sé a antojo de qué, escribir o no hacerlo, desdecirse, entenebrecerse, no dar nada, no esperar nada tampoco. Cuando estoy tranquilamente sentado en la terraza de un bar, tomando un café, leyendo la prensa, fumando un cigarrillo, acude Lynch y me desbarata el remanso de paz que he construido. Sucede entonces algo que me encanta: cojo una servilleta de papel, que es lo que está más a mano, y manuscribo unas ideas, palabras que Lynch, desde mi parte cómplice de la cabeza, me dicta como en confesión multimedia, pero las ideas se atropellan y las palabras se montan unas encima de otras hasta formar un grumo semántico impresentable a mis entendederas. Cuando no hay servilleta (es romántica la idea de la servilleta) tiro de móvil. Tengo que dejar que se arruinen los recuerdos de una oreja en un jardín. Que se vayan convirtiendo en algo de poco peso. Que la tierra se los coma. Tener dos lados desde donde escribir (tener cien, tener todos los lados, tener el Aleph para escribir) hace que alguno no convenido irrumpa y entonces te descubres mirando a un señor que no conoces de nada o es el señor desde alguna zona oscura y remota el que te habla a ti y te dice qué debes escribir, qué palabra se zurcirá a otra hasta que el traje quede a gusto de alguno de esos dos lados. Lynch era el bruñidor de todas esas imágenes surrealistas, el mentor de los fantasmas, el verdadero patrocinador de todos los sueños más locos. Está el antes, el ahora, el luego. De tener que escoger uno al que afiliarme, con el que sentirme conciliado con el mundo y conmigo mismo, elegiría el tiempo que no ha llegado aún, el previsto, en el que se puede depositar la confianza, la fe, a decir del creyente. Cuando uno sólo anhela mañana el presente se vuelve soportable. Es la naturaleza mágica de la fe. No pasa nada si hoy todo se desangela y emborrona, no me importa que se desquicie y se rompa: me conformo con la inminencia de la gracia, con la posibilidad (no me agüen la fiesta) de que una mañana de verano salga al jardín de mi casa (no tengo jardín, por cierto) y vea una comitiva de hormigas siguiendo el olor de una oreja. Está ahí, la oreja. Sola y sin dueño. Pronto será pasto de un millón de hormigas. No quedará nada suyo. La realidad es la posibilidad de que suceda o no suceda algo extraordinario. Tengo fe en lo invisible, en lo por venir, en la sustancia arcana, en la trama oscura que hace que el mundo gire y las piezas, en su locura, acaben por acoplarse. Cuesta en ocasiones entender el mecanismo por el que se acoplan. Lo pienso y lo razono y no encuentro razones, tampoco motivos. A veces hay que dejar de lado la lógica. No conviene siempre. Hay también belleza cuando no acude. Incluso hay lógica cuando ésta decae o cuando deliberadamente se la extirpa de la trama o cuando comprendes que se está bien en esa ilusión de coherencia, en ese limbo dulce, en esa vida embrionaria, perfecta. David Lynch hizo que la televisión adquiriera cotas de excelencia absolutas. Todo cambió tras Laura Palmer. Sí, es cierto, se puede decir que la primera temporada es sublime y la segunda, en ocasiones, bordea lo decadente, lo vacío, lo estrambótico, pero yo soy de los que aman lo decadente, lo vacío y lo estrambótico. Que la tercera entrega, m favorita, sin explicar nada, lo explique todo Amo a Lynch casi por encima de otras consideraciones cinematográficas. La turbación es ese estado de ánimo en donde te sientes confortado, dispuesto a que el fuego camine contigo. Fascina, en la espera, no saber, no tener ninguna información, sospechar que empezará de nuevo todo. Incluso estoy dispuesto a que me decepcione. Con tal de que vuelva. Por ver si encuentro otra vez esa sensación de plenitud y de extravío. Las dos cosas juntamente. Habrá quien sepa de qué hablo. Le echaremos de menos








Historietas de Sócrates y Mochuelo / 14

 De la verdad qué se podrá decir, cuál de las disponibles contentará a todos, qué esgrimir para hacer que la nuestra se abra paso o para que las otras ni verdad parezcan, qué quebranto ocupará el pecho cuando la razón nos descabalgue de la grupa antigua de nuestra costumbre y nada cuadre ni conforte y las plegarias antes atendidas, las frívolas y las hondas, no tengan oído que las acoja y responda. Y no será fiable esa verdad de pronto invitada y alguien nos apeará de lo que quiera que con ella hayamos recabado para permanecer y medrar o para ejercer con desempeño el trasiego de la realidad, que es una advenediza ingrata las más de las veces, algo de lo que sabemos poco, una sustancia neblinosa, aunque la bendita luz nos convide a decir “la verdad es que yo…”, pontificando, aseguraría Mochuelo.




16.1.25

Dietario 13 / Lentisco

 Procesos asociativos involuntarios: ayer la mención del lentisco que escuché a T. me hizo pensar en F. y en su amor a la botánica y a los juegos de palabras. Él hubiera dicho algo sobre la imposibilidad de que una planta tenga la facultad del movimiento, sea lento o rápido, o habría hecho nacer la palabra "rapidisco", que vendría a ser un lentisco (o entina o dentisque) liberado de sus compromisos cinéticos, emancipado y abierto a probarse en circunstancias inéditas. Yo recordé un libro de Eloy Tizón, con quien acababa de hablar por teléfono poco antes. Lo títuló "Velocidad de los jardines" y volví a casa con un runrún de arbolillos convidados por el aire a festejar las nubes. Esta mañana me he levantado pensando en el lentisco, en si un jardín puede adquirir el atributo de la velocidad, en si F., si me leyera, no es de redes sociales, esbozaría una sonrisa de las suyas y añadiría otra palabra a su diccionario privado. Creo que todos tenemos uno: lo agasajamos con entradas nuevas a diario. El lenguaje avanza porque no estamos quietos y nos duele sentir que la raíz nos ata a la tierra. 

15.1.25

Miles…


 Miles vale Davis que mal acompañado. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 13


 Somos de espontánea mudanza, nos entusiasma cualquier voluntad que haga de nuestra vida otra distinta de la que prendarnos y a la que confiar la restitución de algún tipo de felicidad inédita, pero son cambios sencillos en el fondo los que urdimos, ninguno que contraiga la renuncia a algo que se ha probado a conciencia y en lo que nos manejamos con holgura. Suele concederse al inicio del nuevo año esa afán redentor. No sabemos con certeza qué empeño habría que de verdad nos conforte o cree la ilusión de que la rutina ha sido reemplazada por otra rutina novicia y fascinante. Valdría hacer una dieta estricta o practicar tres días en semana crossfit o kickboxing o estudiar con domestica humildad literaturas germánicas medievales o inglés para defendernos en Lis viajes del verano. Somos de acogernos a cualquier disciplina regeneradora, abrazamos con desenvoltura el arribo de la novedad y hasta alardeamos del nuevo yo recién instalado, pero basta que la briega en ese oficio haga perdonarse el cansancio para que reculemos y volvamos al yo sacrificado. Hubiese bastado con no fantasear, con aceptarnos como somos, con, ay, no cambiar nada. Mochuelo lo sabe. Yo también. 

14.1.25

Dietario 12 / Bienvivir

 Vivimos en el capricho de lo imprevisible, en el azar puro. A veces malvivimos. Es curioso que no esté prestigiado por el uso el bienvivir, que se le dé poco apresto, aunque el diccionario recoja la entrada y todavía no esté entre las palabras moribundas. Las que denotan algo negativo se imponen a las que traen algún tipo de bondad. Dejadme que hoy me incline yo por no hacer alharacas de nada. El lenguaje es pesimista. Crece sin dejarse acariciar, malvive, no se deja curar, ni admite bonanza. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 12


Habré dicho no más veces que las deseables. Porque asentir es más fácil o porque negar aplaza razonar e invita a no meternos en líos o a dejar pasar un hecho que nos incomoda y que el no rubricaría inapelablemente o porque tememos que nuestra negativa acarree un enfado en quien escucha o porque después de haberlo pronunciado costará mucho más convencernos de que todavía estamos a tiempo de desdecirnos y plantar un sí concesivo o porque una vez que has tomado partido por él será más sencillo invocarlo de nuevo y disuadirnos de que convendría admitir, aceptar, avenirse a que se está del lado de quien nos hurga para que le sigamos el juego o para que bendigamos algo que requerirá nuestro consentimiento, esa anuencia representada por nuestro silencio o por un gesto leve de inclinación de la cabeza, pero no bajamos la cabeza, ni bendecimos, ni admitimos, ni nos importa que el solicitante de una respuesta se moleste y somos abonados al no, tal vez involuntariamente, un poco urgidos por las prisas o por la pereza o por la apatía, cualquier consideración es válida con tal de que nos zafemos del lazo que nos están echando al cuello y que nos ahoga. No queremos que nos roben el aire, esa paz consistente en preferir no hacerlo, como el gran Bartleby del gran Melville, en regocijarse por dentro cuando nos hemos envalentonado y hemos sabido decirlo alto y bien claro: no. Dos letras: ene-o. Mochuelo sabe decirlo. No sabemos si sabrá después evitar que le reconcoma el remordimiento y caiga en la duda. Con lo fácil que es rectificar. 

 

Dietario 11 / Fluir


 



Con la única compañía de un piano Steinway no demasiado bueno, en su opinión, Keith Jarrett subió un 9 de abril de 2011 al escenario del viejo Teatro de la Ópera de Río de Janeiro y estuvo cerca de dos horas improvisando. Dijo no albergar ideas previas, no haber concebido ningún boceto de melodía. El problema, sostiene Jarrett, es empezar. "Luego todo fluye solo". Lo de fluir es tal vez la esencia del jazz, pero el pianista la lleva en este disco doble a unas consecuencias épicas. Las piezas, numeradas del uno al quince, no presagian nada, no elucidan nada, no dejan que el oyente albergue un asidero, un lugar desde donde comenzar o en el que concluir. Lo que hace Jarrett es convertirse en oyente. 

Hay una santísima trinidad de personas en el piano. Está el creador, el que ejecuta y el que escucha. Están ahí los tres, en una sola persona, que encima es el crítico, el que evalúa el proceso, zanja los excesos y se crece conforme se va haciendo dueño de lo que fabrica. Supongo que escribir es un mecanismo de creación similar al que usa Jarrett en Río. Uno crea, es decir, piensa lo que va a escribir, luego lo registra y al tiempo, mientras esos dos actos van construyéndose, acude un tercer agente, el lector, que se dedica a censurar o a alabar lo escrito. No es posible dejar de admirar la osadía del músico que se planta en su banqueta y abre un territorio virgen. 

Rio fue, a su entender de entonces, el mejor de los discos que hizo en los últimos años. Rio es un monumento a la creatividad absoluta. Un desafío. Un hermoso desafío. Rio constituye la prueba fehaciente de que Keith Jarrett no es únicamente el ejecutante perfecto, el pianista embebecido en los standards, capaz de tocar todo el repertorio de Gershwin o piezas de Bach, sino el demiurgo paciente, una especie de sobrevenida trinidad en la que alguien improvisa, alguien sanciona lo inoportuno o lo imprudente y alguien escucha. Lo extraordinario es que esas tres personas sean la misma persona. La de mayor rango en esa multiplicidad de ejecutantes será la del escuchante. Debe librar una batalla enorme en su interior. Tiene la encomienda de ir contándole al improvisador cómo le va yendo el asunto: si alarga innecesariamente una melodía o la interrumpe sin que haya dado de sí lo que podría, si se obstina en un recurso o aplaza su ingreso con imprudencia, si la pieza carece de coherencia o es precisamente esa carencia la que la hace avanzar y dar la impresión de que todo estaba pensado con antelación y lo que hace el músico (esa trinidad) es leer una partitura o tocar de memoria. El escuchante es el muñidor absoluto, uno timbrado por el don de la ubicuidad, una deidad investida con los dones del estro, un obrero refractario a los imperativos del tiempo. Porque improvisar en un escenario requiere un distanciamiento de la razón. Hay que bruñir el silencio, hacer que su vacío esté incesantemente ocupado, que una nota percutida precede a otra y sea anticipo de la siguiente, sin que un patrón invoque la restitución de ninguna de ellas, sin que la observancia de un plan malogre la libertad del que elige una dirección hacia la que dirigirse o del que toca lo repentinamente acogido como bueno o del que escucha lo que los otros dos han urdido para que la música fluya. 

Las quince piezas que componen este directo de Jarrett podrían haber sido una o cien. Estarían todas en su cabeza, aunque no dispusiese de ellas otra información que la inminencia de su resolución. Esa composición espontánea no es únicamente un atributo de la genialidad, sino una expresión de la confianza del músico, una especie de milagrosa hospitalidad consigo mismo. La comunión con el público es absoluta. También lo fue en el concierto de Colonia,    que cumple en estos días 50 gloriosos años. Nadie sabe qué va a sonar, ni siquiera el que está a cargo de que la música suene lo sabe. Tampoco el que escribe conoce lo que va a escribir y escribe y lee conforme la escritura ocupa la página. Podremos apreciar otra trinidad no muy diferente a la que concurre cuando el músico improvisa sobre su instrumento. El lector amonesta o aplaude la ocurrencia del escritor y avanza o retrocede para el flujo de palabras no se detenga. Por ahí andará el que espontáneamente rasga la oscuridad de las ideas para que irrumpa la luz. Porque es de la luz el agua y el cauce por donde libremente discurre cuando mana de la luz. 

Vuelvo a Río: es delicado , enérgico, melancólico, Rio es un compendio del arte jazzístico de Jarrett. Además es una heroicidad: nace frente al público, crece con él y desaparece cuando el concierto acaba. Imagino al pianista de pie, recibiendo los aplausos, agradeciendo la generosidad de ese público. Me pregunto si algo de lo improvisado quedará en su memoria, si las piezas durarán lo suficiente en su cabeza o se perderán, si alguna melodía inadvertidamente surgirá cuando improvise de nuevo o cuando vuelva al metodismo de la composición y se afane con dar, esta vez sí, con un patrón, con un mapa de los sonidos por el que guiarse hasta dar con lo que anhela su inspiración. 

También hay días en los que todo es improvisación. Se sabe poco de ellos, se tendrán indicios, evidencias de que serán parecidos a los que los precedieron y, con tristeza, con indignación a veces, igualmente parecidos a los que estarán por venir. De ahí que, ya que no se nos dotó con la sensibilidad pianística, uno escriba, haga constar el fluir de las palabras y algo, quién sabrá qué cosa, permanezca, no lo desgracie el tiempo, pero tampoco hay seguridad de eso. Es el tiempo contra lo que Jarrett luchaba, y me aventuro a decir que lo venció. 



13.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 11

 

A lo que la razón no da registro le llamamos misterio. Algunos, una vez expurgados, siguen conteniendo una parte a la que no podemos acceder. Incluso, franqueada esa parte, en la creencia de que hemos resuelto su arcano, permanece la sospecha de que algo se nos ha resistido y continúa oculto. A veces sucede que es uno mismo el misterio: lo portamos sin noticia de su peso, hacemos que trasiegue con nosotros sin atender sus requerimientos, que podrán ignorarse a tiempo completo. Esa metafísica doméstica no precisa mayor elucidación: la caja está vacía porque es esa orfandad de objetos la que demanda el rigor de nuestra sensibilidad o de nuestra voluntad de perseverar en la búsqueda. Uno mismo es una caja de la que no sabemos nada. 


Vida y obra de Billy el Niño



 


"No me asusta morir luchando como un hombre, pero no me gustaría que me ejecuten desarmado, como a un perro"

(Billy el niño, en una de las muchas cartas que escribió)

De Billy el Niño, bautizado William Henry McCarty o McCarthy, también llamado William H. Bonney,  nacido en la verde Irlanda o en la próspera Nueva York, donde sí sabemos que vivió, no hay nada fiable en tanto de lo suyo, imputado en veintiún asesinatos, probados nueve, cinco de ellos en fogosa compañía de sus secuaces, se guarda un único daguerrotipo que no hace justicia a la figura que representó, por más que la turbiedad de la imagen bosqueje las malandanzas en las que su incivil carácter se vio envuelto. Esa vehemencia de malhechor no le impidió al final de su azarosa existencia pedir clemencia, la que él no tuvo con todos los hombres a los que aplicó la ira de su revólver en tumultos de taberna, en polvorientos caminos o en la comisión de los robos. Antes de que dictaran sentencia y las fuerzas del orden lo cercaran, Billy el Niño salió a un corral a por huevos y allí cayó fatalmente al suelo por una bala del sheriff Patrick Floyd Garrett. Otra versión sostiene que el forajido fue abatido cuando, cuchillo en mano, se disponía a despiezar un ciervo y abastecer de buenos filetes la despensa de la casa de Pete Maxwell, un terrateniente cuya hija, Paulita, llevaba un hijo suyo. Pudiendo escapar de la ley y huir a tierras de México, donde la población local le adoraba.

El alma humana propende al recogimiento cuando la asaetea la desgracia. El alma humana es un secreto. El alma humana es un torbellino de sorpresas. Esa minucia casi doméstica (apañarse unos huevos para remediar el hambre de la mañana) arruina una muerte más digna, la previsible en alguien de su calaña, agasajada de balas perdidas en un duelo de dimensiones épicas, de fácil acomodo en las crónicas del salvaje Oeste. Garrett juró que en sus últimos momentos Billy el Niño citó un pasaje de la biblia, uno corto, añadió. Incluso uno mal contado. Hay quien sostiene que no hubo tal cita evangélica, sino que sus últimas palabras fueron en español, requiriendo de quien lo había abatido una identidad, un nombre que llevarse al infierno. De esa ejecución irregular se hizo cumplido eco la prensa del momento: había nacido la leyenda. Sus delitos eran narrados por los niños en sus juegos inocentes. A estas alturas sería indistinguible la realidad de la ficción. Se podría inferir que el mito de Billy el Niño labró una circunstancia amatoria que rebajase su criminal acta de servicios. El ánimo nos inclina a que hagamos prevalecer la ficción y afinquemos la realidad en algún lugar secundario, aunque sepamos que lo que probablemente sucediera no se correspondería con lo que fabulara nuestra querencia por la especulación y el engaño. La misma forja del nuevo país recién echado a andar proviene de esa voluntad de épica, de ese registro de heroicidades y de atrocidades en las que las almas de buen corazón y las descarriadas y ocupadas por el mal bruñeron una liturgia salvaje, una mitología que todavía hoy abastece de fe a los herederos de aquellos pioneros. 

Era el tiempo en que las colonias británicas desobedecieron a la Corona y decidieron levantar una nueva Jerusalén, epítome de la cristiandad, bastión de la renovación espiritual, pero también social y política. También el del exterminio de los pueblos oriundos, conminados a malvivir en las reservas. La tierra de promisión sería blanca, europea, bendecida por Dios, representada por una granja, un terreno que cultivar y un puñado de reses. El hombre se enfrentó al hombre, el hombre esclavizó al hombre. Era el territorio donde el tren abría caminos como una serpiente precursora y el paisaje era un lienzo en blanco para que los cuatreros y los profetas blandieran las armas y los crucifijos en nombre de la libertad y de la esperanza. La madre de William, a la búsqueda de mejores oportunidades, llega a Silver City, en Wichita, Indiana,  a comienzos de 1870. El niño, que tiene un hermano menor, tiene 11 años. La familia monta una lavandería. Todo parece que va bien, no hay todavía indicios de que William se acabara maleando, se gustara en el papel de forajido, probara el peso del Colt calibre siete y medio en sus manos y la muerte de su madre por tuberculosis antes de que él cumpliera los quince lo arrojara a la intemperie. Un reciente padre adoptivo se desentendió de ellos, si queremos buscar una razón para que William terminase siendo Billy el Niño, habrá muchas. La primera vez que lo detuvieron no probó mucho tiempo la cárcel; había robado manteca de una tienda. Su juventud jugó a su favor, pero la primera muesca en su espíritu estaba ya indeleblemente marcada. Sombrero Jack, un pequeño maleante del barrio, fue su mentor en las novicias escaramuzas delictivas. Una de ellas, el robo de la caja de un comercio de telas, le llevó por segundo vez a presidio, de donde huyó por una chimenea. Se estableció en el condado de Lincoln, en Nuevo México. A diferencia del norte, el sur era un territorio de leyes más laxas, todo estaba en ciernes. Antes de ser quien fue, tal vez fue nadie, un obrero entre los obreros, un pobre diablo entre todos los pobres diablos, trabajó para el ejército, aunque este dato (muchos otros) no está lo suficientemente contrastado. Estamos en 1875. La forja del villano se está escribiendo en las habladurías populares, la prensa sensacionalista alienta el espíritu heroico. En una de las entrevistas que se le hizo cuando probó la cárcel, aconsejaba a los lectores que nunca se involucraran en un homicidio. Pese a su perfil delictivo, comúnmente asociado, más en aquella época, a individuos de poco o ninguna formación, iletrados las más de las veces, rudimentarios y refractarios a cualquier enseñanza reglada, William tenía un bagaje léxico y una sensibilidad artística y cultural apreciables. 

De su infancia, la menos documentada, sabemos que tenía fama de ser un chico educado: era alegre, dado a la chanza, a los juegos del intelecto, a bailar y cantar, aparte de buen lector. Hay cartas suyas que evidencian esmero en la caligrafía. No es descabellado observarle conducir ganado, el que más tarde robaría, rumiando (hay afinidades entre la res y quien la maneja) la idea de que volver a casa (la que tuviera, ninguna duradera, ninguna amorosa) le haría sentarse en alguna incómoda silla con un libro en las manos, pero es vicio de quien escribe formular hipótesis, conjeturas plausibles, no certezas inamovibles, de menor fuste narrativo. El William que anhelara la honestidad no rivalizaba con el inclinado a las fechorías. Su ingreso en el mal camino pudo provenir de un sencillo deseo de venganza: unos agentes de la ley, guiados por un sheriff corrupto a sueldo de los caciques de la zona, abatieron a John Tunstall, un próspero comerciante de Nuevo México y lo más parecido a un padre para el joven William, al considerar que sus negocios no medraban por la pujanza de los de los suyos. Si hay que buscar un descenso al infierno, esta podría ser la señalada puerta, podríamos decir. William no abandonó esa residencia, la probó en la tierra antes de que fuese duradera en el más allá, habrían podido decir en su sepelio. Seguimos conjeturando, dando carta de veracidad a lo que no pasa de un atrevimiento. La celebridad de Billy el Niño era absoluta: había estado en la cárcel, había tratado de pactar con el gobernador una especie de perdón sustentado por la promesa de delatar a sus compinches, había descubierto el envilecimiento y la degradación moral de las autoridades, había sido traicionado y engañado y arrojado a los caminos una vez y cien veces. Dijo a los gacetilleros que si le hubiesen dejado establecerse no estaría entre rejas, no habría robado ganado, no habría tenido el gatillo fácil, aunque nunca matara con agrado y la crueldad le espantara. Podría haber dicho también que el juicio por los asesinatos de Buckshot Rogers y el sheriff Brady estaba amañado y no siguió los cauces que debían, que la horca a la que lo enviaban podía esperar, que él siempre quiso tener una finca pequeñita y criar ganado, tener alguien a quien amar, educar a unos hijos, leer por las noches, rezar si se tercia. Y estuvo cerca de todo eso. Era William no demasiado grande, tirando a enclenque, del tipo de gente que puede escabullirse sin que se aprecie, pero lo que produjo su fuga (una más, la última esta vez) fue el tamaño de sus muñecas: tan pequeñas eran que pudo zafarse de las esposas que le ajustaron. De ahí, de la oportunidad franca, a la esperanza de la resurrección, la del hijo en el sur, la de la paz largamente pensada, nunca resuelta. 

La escena de su muerte es probablemente el hito de su biografía. No el asalto a los trenes, el desvalijamiento de los caudales de los bancos, cualquier tropelía a la que su habilidad en el manejo de las armas pudiera granjearle más fama de la que tenía, más leña a la pira en la que el destino tenía reservado ofrecerle. "¿Quién es?, ¿quién es?", parece que dijo al ver dos siluetas cerca del cobertizo al que había ido para despiezar una res. Garrett disparó dos veces. La prensa divulgó que había sido una refriega en la que Billy portaba un arma, no un torpe cuchillo. Lo que Garrett hizo, dar muerte al criminal más famoso del Oeste, lo convirtió en un héroe. Pagado de sí, manipuló la historia, la ocupó con un trazo tosco y falso, engrandeció hasta lo cómico la figura del malhechor. Hasta se atrevió a escribir un libro (La auténtica vida de Billy el Niño) que amenizaría las tardes ociosas de la gente de bien, todos los escandalizados por la vitola de sanguinario de aquel hombrecillo, un muchacho todavía. Garrett, antiguo cazador de bisontes, jugador en las barcazas del Misisipi, cuatrero durante su juventud, tal vez nació para estar en Fort Sumner la noche del 14 de julio de 1881 y acabar con su némesis. Se cree que incluso compartió timbas con Billy, que bebieron en tugurios, que entraron juntos en burdeles. El mismo FBI dejó caer la posibilidad de que Garrett se equivocara de hombre y Billy se perdiera en la bruma del anonimato hasta que falleciera con la muy provecta edad de 90 años bajo el nombre de "Brushy" Bill Roberts, un granjero de Nuevo México que, al final de sus días, alardeara de su identidad y ganara alguna de la fama que quizá echaba de menos. 




El cine ha dado buena cuenta de la leyenda de Billy the Kid. Recuerdo "El zurdo", la cinta de Arthur Penn de 1958 con un comprometido Paul Newman. Se da la circunstancia de que él no era zurdo, pero el daguerrotipo, un negativo invertido, ofrecía el Colt en la mano siniestra, cualquiera lo sería. Entre 1940 y 1943, la factoría de los sueños (suena cursi, pero me encanta esa etiqueta) facturó 20 largometrajes sobre su figura. La legendaria "Pat Garrett y Billy el Niño" es quizá la más recordada. Bob Dylan hizo un disco intimista y espléndido. "Knockin' on heaven's door", la pieza fundamental del álbum, con su estribillo mántrico, suena en la cabeza de cualquier espíritu sensible. En 1911, en los albores del celuloide, Laurence Trimble hizo la primera aproximación al mito. La película está perdida. La única fotografía fiable que existe sobre Billy fue subastado en 2007. Los poco más de ciento cincuenta mil dólares con que empezó la puja acabaron acercándose a los dos millones y medio. Se sabe que Billy pagó veinticinco centavos por dejarse retratar por aquel artilugio novedoso. Un año después moriría. Existe otra fotografía, tomada en el rancho de los Tunstall hacia 1870, en la que juega al croquet junto a un miembro de los Reguladores, un grupo armado de civiles en el que militaba. La adquirió un particular, sin que mediara subasta pública, por poco más de cinco millones de dólares.




 En una tercera y, a fecha de hoy, última en la que podríamos ver a Billy, segundo por la izquierda, aparece junto a Pat Garrett, el de la derecha, con frondoso bigote. Otro Billy, Joel, más que apreciado por este humilde reseñista, hizo la canción con la que descubrí la figura de William McCarty. Aparece en el inmortal "Piano man", álbum de 1973, pero escuchado y disfrutado cinco años más tarde, cuando uno empezó a querer saber y a querer sentir, está bien expresado así, no hay otra cosa. 

Caminar con el fuego/ En memoria de David Lynch

  Fotografía: Josh Telles Siempre me pareció que Twin Peaks era una extensión de Terciopelo azul. El cadáver envuelto en plástico de Laura P...