

Una de las cosas a la que no deberíamos volver los maestros es a las tarimas. Tampoco a la costumbre antigua de que los alumnos se levanten cuando entramos. Ambas cosas, la tarima y ponerse en pie, son barreras, obstáculos, indicios de un fracaso como sociedad. La bondad de la tarima no existe, no da autoridad, lo único que impone es una frontera, un lugar del que no se debe pasar, un compartimento estanco. He visto maestros que se han encaramado a ella. No porque precisaran la altura que procura para tener una perspectiva más limpia de la clase y ver quién habla o quién trabaja poco o no lo hace en absoluto, sino por sentirse ellos mismos en una posición preeminente, la que tal vez no posean afuera. En cierto modo, la escuela es una réplica de la vida. La imita hasta en los detalles más inapreciables. Quizá por eso deba cambiar continuamente y no estancarse. Quienes propugnan que no varíe son los mismos que se escandalizan por lo que ven más allá de sus muros. Ser maestro es estar a la última, no enquistarse en un modelo de enseñanza o de comportamiento. Sucede también que la vida arrastra todo a su paso y no hay escuela, por anquilosada y antigua que sea, que aguante la embestida de las modas, los vaivenes de los tiempos. La cuestión es si abrirla del todo o hacerlo con tiento, si permitir que entre cualquier avatar ajeno o cribar y medir y pensar mucho qué conviene y qué no.
De todos los tipos de maestros que hay me quedo con el que se hace respetar. Luego vendrá la manera en que enseña, los recursos (antiguos o actuales) con los que lo hace, pero el punto de partida es el respeto, ni siquiera la autoridad, que es importante y no debería soslayarse, y ese respeto no incumbe únicamente al maestro, viene de casa, es en casa en donde se va forjando y es la escuela el lugar en donde se debe auspiciar y hacer que no flaquee, sino que se impulse y adquiera su cualidad óptima. Todo lo demás es secundario: siendo importante, todo lo demás es secundario. No creo que los maestros de hace cuarenta años, los que se preparaban las clases y se esmeraban en que se adquiriese sentido cierto sentido de la cultura, fuesen peores que los actuales, que también se las preparan y, a su modo, también fomentan que la cultura prospere y cunda. No sé si procedían con permisividad, pero tengo muy claro que ejercían con rigor la autoridad, lo cual no es ni bueno ni malo, depende de cada maestro y de cada alumno, no es algo generalizable, ni lo es ahora que todos los docentes estén al día en la tecnología o hagan clases inmersivas o todos acepten trabajar por proyectos o evaluar por competencias. También creo que se les respetaba más que a los de ahora. No sé si será un signo de estos tiempos, que vienen turbulentos.
En otro orden de cosas, o es el mismo, visto desde otro lado, me quedo con el maestro que mima lo que habla, no menoscabando matices, procurando que en todo momento las palabras escogidas sean las idóneas, las elegidas de entre muchas, las que acaramelan o engolosinan o vampirizan (muy lúdicamente usado ese verbo) a quien escuchan. Se puede acaramelar o engolosinar o vampirizar, claro que sí. Un buen maestro no es sólo el que enseña su área, no quedándose atrás, actualizándose, adquiriendo nuevas estrategias pedagógicas, siendo paciente y flexible, apasionado y empático, motivando cuanto pueda, creando inquietud: es también el que habla bien. No es una consideración baladí: hablar bien es el modo en que todas esas benditas cosas funcionan. Todos los buenos maestros que he conocido en la escuela y de los que he aprendido han sido respetuosos con su idioma, lo han cuidado, han hecho de él su instrumento fundamental de trabajo. Todavía hoy aprecio a quien es exigente consigo mismo y procura que su expresión sea siempre la más conveniente. El que se escucha se empapa (voluntariamente o sin ejercicio de su voluntad) de lo que escuchado, lo incorpora a su torrente semántico y sintáctico, y termina entendiendo lo que se le dice (incluso cuando se eleve el registro de la lengua).
La letra no entra con sangre, como tituló Goya a uno de sus cuadros. Entra sin ella, todo cuanto entra dentro de uno debería adolecer de sangre, pero no siempre es así: la vida, en ocasiones, entra con sangre, así que la escuela (que es una extensión de la vida o quizá es al revés) ha adoptado a conveniencia ese slogan terrible y lo ha difundido para que las generaciones sepan el dolor que causa el aprendizaje. Primero se levantó una tarima, después se le dio al maestro una vara y se pidió a los alumnos que memorizaran las reglas, las inexorables, las que debían llevar más allá de la escuela, cuando salieran y se enfrentaran al mundo, que es un lobo malo con la boca abierta.
De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos en esta ocasión, no lo hice antes tampoco. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los
pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, creo yo. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe.
Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio. No tengo muy claro qué se celebra en el Día de los Maestros. Quisiera que alguien me explicara en qué consiste esa festividad y la razón por la que hace falta que se festeje nuestra existencia un día al año. No entiendo algunas cosas, no se me ocurren las razones que las avalan. Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy dirá algún telediario que es el día de los maestros. Mañana ninguno hablará de nosotros. Hoy, hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona, eso habría que preguntarlo, no es uno el que debe opinar en eso. Al final se trata de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. Al final de las escaleras de la fotografía hay una escuela. Baste pensar en eso.
Retomo con poquísima variación este texto (dos son, en realidad) sobre maestros y para el día de los maestros que escribí hace unos años. No ha variado mi forma de pensar. Alguien me hizo recordarlo hoy. Sigue pareciéndome mío. Hay algunos que, releídos, me parecen ajenos. No este. Lo debí escribir con el corazón.
Que tengan buen día, amigos maestros. Va por todos vosotros hoy.,