1
Últimamente me gustan las películas poco enfáticas, las que transcurren
imperceptiblemente, las que cuentan historias levísimas. Películas de poco peso, de sustancia pobre y de poco afecto al recuerdo. No me sucede esto con los libros. Los prefiero más de fuste, de los que se quedan dentro y a los que uno vuelve como quien regresa a una casa o a un amigo al que no vemos hace tiempo. Se me queda corta la novelita de azares, un poco rocambolesca, amena y gratuita, en donde el vértigo suspende el drama, de personajes huecos o a punto de liberar el hipotético contenido que el autor, quizá en un descuido, pudo colocarles entre pecho y espalda. Del cine, incluso del cine malo, espero a veces que me entretenga. Le pido distracción. Al libro, sin embargo, le tengo otro respeto. Le consiento menos deslices. No admito que me prive de las horas que puedo dedicar a asuntos de otra enjundia. La última película que he visto ha sido una lamentable que, pese a su absoluta falta de calidad, me atrajo durante hora y media. Embrutecido, despellejando la magra trama, pensé en todo esto. En la forma en que manejamos el ocio y cómo lo llenamos. Somos como una especie de gran disco duro, uno aristócrata y sibarita, al que le debemos el volcado diario de las cosas a las que le hemos ido acostumbrando. No puedo pasar un día sin que un poco de jazz me lama las orejas. Ni uno solo en que eche mano de la prensa para ver cómo se precipita el mundo hacia el hondo abismo que le hemos construído. Ninguno sin algunos de esos vicios que, embozados, deleitan, conmueven y, en algunos casos, enriquecen. No sé bien eso de la riqueza en qué consiste. Supongo que en ser feliz sin más atributos. Es rico quien está alegre o se siente feliz durante un corto espacio de tiempo al día, pero a diario. No creo en la felicidad completa. Soy más de una alegría intercambiable. Por eso confío en esas golosinas intrascendentes que programo a media tarde o por las noches para ir cerrando el tráfago del día. Veo fútbol, enchufo el ipad y navego sin un plan de vuelo. Soy el buen naúfrago. El que tiene a mano un ferry que lo conduce a tierra. El que abre (esta noche) un libro de Auster (Invisible) del que espero grandes cosas. También puedo ser un inocente. Una amiga (B.B.G., pongamos) me mandó hace pocos días su novela. Suerte. Estoy ocupado en esa agradable travesía. Poder leer y luego contar al autor cómo ha sido el viaje.
2
Recuerdo que
mi amigo K. me refirió la historia de un pariente suyo que rehusaba leer a Kafka y a Kierkeegard porque
los dos le daban migraña. Será la K., adujo K. en una de sus muy finas
maneras de retorcer los argumentos de los demás y llevarlos al campo que
más domina y que yo más aprecio: la ironía, la sutileza. Yo hace tiempo
que no releo a Kafka, sin motivos que pueda explicar lo aparto cada vez que me asalta Samsa en la cabeza, y una única vez tuve a Kierkegaard como lectura de
cabecera. Estos tiempos exigen otras lecturas, otras películas, otras
músicas. En lo que apenas cambio, en lo que no introduzco cambios
inducidos por mi estado de ánimo o por el estado de ánimo ajeno es en mi
irrenunciable afición al jazz. Ahí busco el énfasis, el arabesco, la
síncopa bien recargada y la madre que parió a la inspiración y al libre
desenfreno de los ardores del genio creativo. No sé que opinaría Harold Bloom
acerca de estas reflexiones mías después de un café bien cargado. Me
declaro incompetente para razonar mi amor al jazz, pero asumo mis vicios
y me confieso adicto. No escribo más sobre jazz en este página porque
me quedo sin argumentos. Hay declaraciones de amor profundo y hay
convicciones firmes que mi rutinaria manera de escribir recoge en
posteos repetidos, prescindibles. Escribir sobre jazz me produce
zozobra, envaramiento: me siento indispuesto, desprovisto de cualquier
pequeño síntoma de inspiración. Curiosamente me explotan cien sintagmas
en el pecho (y todos hirientes y todos canallas) si lo que leo o lo que
veo o lo que oigo (libros, películas, discos) me desagrada y empatiza
con esa parte severísima de mi ocio crítico que no consiente (habida
cuenta del poco tiempo que tenemos para estas cosas) mediocridades. Por
eso me resulta vigorosamente fácil escribir sobre el último engendrillo de Nicolas Cage, metido en películas malas de solemnidad, bandidaje intelectual, refritos desatinados, subproductos
voluntariamente prescritos para almas poco exigentes, cuando no apáticos
consumidores en nada concienciados del valor del tiempo y de sus
esclavitudes. Tópicos amañados con infame voluntad de mercado, desprecio
patrocinado, saldos de mercadillo vendidos a precio de Armani, pero a veces están ahí, reclamando que las mires y las olvides más tarde.
3 comentarios:
Mi mujer lo llama el inexpresivo. Y no le falta razón. Cage se ha instalado en esa pose facial de alucinado, de bobalicón. Será por ese labio inferior flácido, o los ojos de alfiler. No lo sé. Pero veo difícil que Cage abandone el filón que le proporciona ese indolente ademán. En el fondo, todos somos presa de nuestra propia sombra.
Nos vamos poniendo de acuerdo. Odio, en general, al señor Cage. Nada de lo reciente me gusta. Leaving Las Vegas, que es buena, en donde actúa bien, incluso me harta.
Sandra Castro
Cage es el apóstol no deseado. El mesías al que nadie espera. Sus películas, con frecuencia soporiferas, un santuario de nimiedad que satisface a muchos que nada esperan. El fenómeno Cage merece un estudio profundo. La trayectoria de su carrera, arco descendente que cada vez le ofrece más dinero a su caché, debería estudiarse en las universidades. Cage es un icono pop adelantado a su tiempo. Un histrión convencido de que el mundo merece su venganza por no haberle reconocido como merece. "Invisible" (Auster) se acerca en otro contexto a la peripecia de Cage. Así son las cosas, gusten o no...
Publicar un comentario