Apático e impostado ejercicio de thriller melodramático con un Robin Williams centrado y solvente, desafectado de tics, creíble, untado de la seriedad que el personaje demanda, aunque uno pueda evitar que en cualquier momento haga un mohín, tuerza un ojo o, si esto es posible, mire a la cámara y nos pregunte, socarrón, pícaro, si nos está gustando el embrollo.
En este Escuchador nocturno que aquí se intitula Voces en la noche ( no puede haber título más manido y sospechoso ) hay asuntos delicados que no obtienen respuestas pertinentes. Toda la exquisita exposición de los hechos se derrumba farrulleramente cuando el director, habida cuenta del castillo de indicios que ha levantado, advierte que no tiene mano ni encanto para finiquitarlos.
Huérfana de licencias creativas, arrumbada al estante de los proyectos fallidos, Voces en la noche entusiasma tímidamente: la historia de un locutor de radio fascinado por la existencia de un libro escrito por un joven de catorce años deviene en manifiesto existencialista sobre el amor y la soledad, sobre los sentimientos y la necesidad de inventar a alguien para sobrellevar el peso de la rutina, la durísima evidencia de saber que no tenemos verdaderamente a nadie que nos ame o para quien contemos. El libro de marras abre la pandora de unos seres oscuros, desangelados, desencantados al punto de que Gabriel Noone ( Robin Williams ) termina preguntándose si el niño/escritor y su madre ( con quienes sólo ha hablado por teléfono ) existen verdaderamente.
Su precariedad sentimental ( ha sido abandonado por un amante infectado de sida ) hace que se obsesione por el muchacho que, para colmo de males, está igualmente infectado ( unos abusos en la infancia ) y vive sobreprotegido por su madre ( una estupenda Toni Collette ). El avispado ( y apesadumbrado ) locutor nocturno se nos hace investigador privado y vuela a Montgomery ( Wisconsin ) para someter al polígrafo de su ojo la veracidad de la historia y descubrir ( he aquí el muy frágil punto central de la historia contada ) si madre e hijo no serán, en el fondo, un solo y perturbado ser, y aseguro ( oh querido lector ) que no hago daño al visionado por cuanto ya en los primeros minutos es el propio Noone/ Williams quien pone en danza esta especulación.
El pulso narrativo de Patrick Stettner es más que decente: no peca de resultadista, no hurga en lo que otros bien pudieran haber rebañado, esto es, el aspecto meramente detectivesco de la historia, y ofrece un magnífico reparto para rellenar lo que, a buen seguro, no olvida: que el argumento flaquea hacia su mitad y que, avanzando hacia su desenlace, el interés va retrocediendo hasta que no existe interés alguno. El reclamo de estar basado en hechos reales puede ser un lastre más que una golosina: hace falta un guionista inteligente que descuadre la ortodoxia de la verdad y lo embadurne todo de pura ficción. A mí (hoy) pueden espiarme y hacer una película sobre mi tráfago diario: haría falta un maestro de maestros para que un día mío ( hoy, a qué ir más lejos ) diese un film notable. Caso distinto, caso deseable, sería que sobre mi aburrida rutina de viernes ( oh es viernes, qué bien ) un guionista espabilado introdujese los mínimos elementos de disgresión como para que Ethan Hunt, a mi lado, fuese un tímido funcionario de la Administración pública. No es éste, ni hablar, el asunto del que hablamos. No basta que Robin Williams esté soberbio o que el tratamiento de la luz sea un personaje más: hace falta ( dicho está muchas veces ) que la historia sea atractiva y no tengamos al final la impresión de haber sido engañados, aunque dure menos de hora y media y ( a decir verdad ) todo pase en un plis plas.
Vale tanto la pena como un paseo por la orilla del río en una tarde de lluvia. Todo vale si no nos importa mojarnos. La mojada cinematográfica ( avanzo ) es mayúscula, pero siempre habrá quien ( excéntrico, aburrido, caprichosito ) desee ese momento de intimidad con los rigores de la madre natura.
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