31.7.22

212/365 Don Draper




Yo no querría ser Don Draper. Tampoco podría. No doy la talla en la apostura, en esa cualidad suya de sobrevivir a pesar de todos los escollos. Incluso son eso, los escollos, las adversidades, las que lo curten, a quién no. Cuantas más suceden, mayor es la ganancia, más épìca la travesía hacia ella. Habrá gente como Don Draper por ahí. Te cruzarás con ellos y no tendrás ni idea de que has estado muy cerca de alguien al borde del precipicio. En Mad men, la maravillosa serie de AMC, circula junto a él durante siete temporadas. Tendrá a todos los demonios en su cabeza, pero libra con ellos una batalla diaria y sabe cómo mantenerlos a raya, de qué ladina manera contenerlos. Nadie que se haya descarriado tanto puede sacar cabeza y mantener se a flote, pero Draper es un héroe griego, una divinidad conferida con los recursos de todos los demás colegas del Olimpo. Nadie fracasa con ese esplendor de emperador del trago corto,  nadie lleva dos vidas sin que una se preocupe por la rutina de la otra, nadie es infiel con más glamour. Si se envalentona el ánimo y se busca una redención que ofrecerle, topamos el duro. Hay un hombre enormemente frágil en Don Draper. Todo lo que hace que ocurra a su alrededor es una distracción enorme para no tener que apencar con esa flaqueza. Su talento para hacer feliz la vida de los demás (salvo la de su mujer y la de sus hijos) es una herramienta inútil para la suya. No hay debajo del traje impecable y el afeitado perfecto nadie con quien contar. La felicidad la inventó él en un anuncio y luego hizo mil más para vender amor. Se le ve entero cuando hace su trabajo. Es el mejor. Se le ve a trozos o no le vemos siquiera cuando llega a casa, se quita la chaqueta, se sirve otro whisky y pierde la mirada en su mujer, que le cuenta, sin que él escuche, lo mal que lo está pasando la vecina porque su marido se acuesta con otra. Están todos vacíos. La mujer. Los vecinos. Draper. Lo que cuenta Mad men es la manera en que cada uno va aliviando los huecos con lo que quiera que se les ocurra y sirva. Don es el masculino arquetípico, el empotrador profesional, el bebedor sin consuelo, el fumador mecánico, el seductor agotado de éxito. Al final, el héroe griego se presenta herido. No hay confianza. Le duele el alma ahora que ha permitido que todo el mundo la observe. La imagen icónica de la serie, la del hombre enchaquetado que cae inacabablemente, es una metáfora perfecta. Draper ha estado cayéndose. Lo ha hecho todo el rato, pero hasta para caer hace falta tener cierto decoro, una compostura. Durante 92 episodios se nos hace ver que estamos en el lado correcto de la vida: podemos encapricharnos de algo y adquirirlo. Se nos dice una y otra vez que somos nosotros los elegidos. Gente como Don Draper garantiza que nuestros sueños se cumplan. Da igual si al contado o a plazos, pero nadie cuida los sueños de Draper: está solo, está triste, lleva la bragueta siempre abierta y un montón de pasta en la cartera. Permitiría hasta que se le mintiera. Lo notaría al instante, pero agradecería el gesto. Ya que no hay disenso en aceptar que una vez se ha llegado arriba (todo lo arriba que cada uno pueda) hay que pensar en ir bajando, admitimos también que Don Draper es el modelo idóneo para ilustrar el descenso. En el camino, vende a su madre, vende un país entero, vende su alma. Cualquier cosa es una mercancía y él es el encargado de metértela por los ojos. A partir de ahí, estás solo con tu deseo. Los dos componiendo una escena satisfactoria. Nadie quiere ser Don Draper, pero todos llevamos uno dentro. También él contaba con eso. Con conocer el alma humana como Dios conoce sus nubes o como un borracho sus bares. 

La tarde jadea en las alas de los insectos


La tarde jadea en las alas de los insectos 

Algunas ciudades acogen al visitante con colmo de misterio y el azar aturde y desangela el paisaje recién ofrecido. 

Del cielo infinito descienden súbitas volutas de amor que un poeta hospeda en su pecho. 

Luego un principio de ternura informa de la existencia de ángeles, pero es un juego de luces y la realidad barre un trozo de la ficción 

mientras el ojo se turba de urgencias y roba 

un volumen de geometrías. 

Hay calles sin propósito que salen al encuentro del que pasea y le ofrecen golosinas autorizadas y nínfulas delincuentes, 

grageas de lo visibles, primores de lo real, pero la única historia posible está debajo del píxel, cerca de una terna de fantasmas que manosean los engranajes de la máquina.

Hay voces que esconden infancias desdichadas, estampas de Dickens, la luz convertida en grumo. 

Dios, arriba, abajo, dentro, clava la luz en el pétalo y el hombre sensible, el que está apurando el café justo ahora estrella contra su cuerpo el asombro paciente de todos los años entregados al oficio de recaudar metáforas. 

Al caer la noche un humo de herrumbre custodia el alma del poeta y así ya puedo dormir con los ojos en busca de su centro y mi lengua infinita perdida en su vértigo antiguo. 

En sueños, la ciudad es un escenario apocalíptico que sobrevive en las afueras, en la pura espesura, a base de napalm fonético 

y raciones de espanto. 

Al despertar todo es un inútil acto de celebración de las horas y el desorden finge palabras para que no veamos que está herido de muerte. 

El curso de los años borra toda posibilidad de remordimiento. 

Tampoco sé mucho más. 

Ancho me está viniendo un párpado.

Ancho sin estridencia. 

De una anchura que no es posible desglosar en las palabras que evidencien la anchura. 

Anchura metafísica de hondura sublime. 

El amor se iza en las palabras y contempla lo humano desde ese arriba de súbito abierto. 

Estoy arriba. 

Me dejo crucificar por los verbos de la biblia 

y por el frío del hombre. 

Me fijo a un mástil y busco las sirenas. 

De lo que hablo continuamente es de encontrar un puerto. 

De saber en qué sitio estoy. 

De perderme a conciencia y regresar a capricho. 

De ahondar en la memoria y hacer que arda y empezar de nuevo. 

El poeta prende lo que encuentra y es después cuando levanta el caos y la fiebre en silencio. 

Es un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios con sus flaquezas y con su ternura. 

Dios escribe en un libro con todos los nombres de sus criaturas 

Los deja partir sin pedirles nada a cambio. 

Escribo porque sé que no hago daño a nadie, 

pero debería escribir a sabiendas de que siempre acaba alguien herido. 

Las heridas que uno no prevee. 

Las que nos despiertan en mitad de la noche

y reemplazan la luz por una trama de sombras. 

Nos disponemos a entrar en el sueño y hay algo que nos impide franquearlo. 

Los poetas somos unos seres desgraciados, en el fondo. 

Pero yo sufro más sin serlo y pienso si no será así para quienes no lo son. 

Uno no sabe nunca nada o no sabe nada de un modo fiable que pueda ser registrado y contado como una verdad rotunda. 

De las verdades rotundas no se alimenta mi alma. 

El poeta está siempre agazapado, escondido, alerta, un poco prevenido contra todo lo que le duele. 

Duele mucho el mundo cuando tienes ancho un párpado. 

No sé explicarlo de otra forma. 

Quizá no haga falta. 

Se me entiende. 

Importa tan poco que se me entienda. 

Ni yo, en ocasiones, comprendo todo esto que escribo sin pensar, como atropellado, como embestido por una suerte de hechizo. 

Cien sonetos me explotan en el pecho, pero no los escribo. 

Los tengo ahí, a salvo del mundo. 

El mundo y los sonetos son asuntos que no matrimonian bien. 

Al mundo no le hace falta que nadie escriba un soneto, pero el mundo dejaría de girar si se dejasen de escribir. 

Nadie advertiría el cese en el giro, pero se pararía. 

Quién sabe si está parado y no lo sabemos. No sabemos tantas cosas.  

Tengo confiada la luz, la observo a diario, la venero y la guardo.  

La luz sin la herrumbre de las palabras duras. Toda la luz espléndida con la que me dices que todavía estás conmigo. 

30.7.22

211/365 Jaco Pastorius




 El New York Times, en su nota necrológica, decía que era "un Monet con sentido del ritmo". John Francis Pastorius III. había muerto de una paliza a la puerta de un club de Florida el 11 de septiembre de 1987. El portero se ensañó con él cuando se le negó la entrada y trató de acceder al forzar una puerta. Una semana después de su ingreso hospitalario, la familia le retiró la asistencia respiratoria que lo mantenía en un coma irreversible. Era el mejor bajista del mundo y tenía conciencia de que era así. No por vanidad, ni por haber sido elegido en alguna lista de alguna revista reputada, sino por convicción orgánica, por una sencilla conclusión cartesiana. No había grabación en la que alguien hiciera lo que él. Nadie había retirado los trastes al mástil de un bajo eléctrico (una Fender)  y llenado los huecos con una resina. Jaco tenía su herramienta y le puso nombre: Bass of Doom. Era su Lucille doméstica. Con ella hizo las diabluras que engolosinaron las orejas de Joe Zawinul, alma de Weather Report, que lo reclutó para la banda y cubrió la marcha de Alphonso Johnson. La mejor banda de jazz rock tenía un muchacho al mando y la mecánica loca de su instrumento arrastraba a todos los demás músicos a seguir su vertiginoso compás. Basta escuchar Donna Lee, el clásico compuesto por Miles Davis y grabado por el quinteto de Charlie Parker en 1947, la pieza que abre su disco de debut, Jaco, para darse cuenta de que se está escuchando algo nuevo. Don Alias toca las congas de fondo y Jaco se enreda en una ejecución dulce y trepidante, hipnótica, capaz de moverte a dejar lo que andes haciendo y fijar todos tus sentidos en los malabarismos técnicos del bajo. Había hecho resurgir el bebop con un himno para las nuevas generaciones. 


La primera vez que supe de Pastorius fue al maravillarme del sonido de su bajo en Bright size life, el disco con el que otro genio de la guitarra (Pat Metheny) debutaba en la música. Era 1976. Once años después, Jaco desaparecía. Dejó un monumental registro de su talento. Se le comparó con Jimi Hendrix por la osadía en la digitación. Marcus Miller, Victor Wooten o Christian McBride se presentaron en sociedad tras alimentarse de sus discos y probar a tocar como él. Bipolar, autodestructivo, bebía agresivamente, buscaba heroína antes de tocar y tocaba hasta arriba de cualquier sustancia. Antes de ese abandono y durante el tiempo en que duró, tocó en tres discos fastuosos de mi adorada Joni Mitchell, en seis en la banda de Zawinul y Shorter y se agenció una big band con la que realizó tours por todo el país. Era un emperador y recorría con desparpajo y petulancia su reino. "Soy como Jesús, no voy a llegar a los 35 años". Esa fue la edad en que murió. Funk, punk, jazz clásico, rock desgarbado, sones cubanos (había crecido escuchando radios de La Habana en su Florida natal) y hasta soul (Sam and Dave hicieron coros en su álbum del 76, Jaco) fueron su apero musical. Hoy he puesto Birdland, la pieza mayor de Weather Report, una de las más asequibles también, incluida en Heavy Weather, el primer disco que yo compré de la banda, de la que The Manhattan Transfer harían una versión antológica, con la que este gourmet de sus vicios se inició en el jazz hace muchos años. He sentido la misma punzada que entonces. He barrido todos los instrumentos y he colocado el botón de los graves del amplificador a tope. El bajo ha inundado la habitación en la que escribo. Esos fraseos virtuosos se han incrustado en mi cabeza. La han ocupado entera. Son cosas mías esas topologías del milagro. He pensado en Jaco en el escenario, al que nunca he visto.


 Leí que espolvoreaba sus zapatillas de deporte con talco para que al brincar al ritmo de su bajo se levantase una pequeña polvareda. Esa teatralidad era marca de la casa: maneras de cotizarse, de hacerse ver, de no hacer que decayese la frase con la que se le recuerda: "Soy el mejor bajista del mundo". El bajo se prestigió como nunca antes lo había hecho. No sólo se le encomendaba sustentar el músculo de la canción en la que participase, sino que se erigía en centro, en columna, en el corazón mismo de la melodía. Su megalomanía lo abdujo, lo llevó a un lugar lejano, lejos hasta de sí mismo. Se dejó medicar para aminorar sus trastornos mentales, pero pronto reemplazó los fármacos por cocaína. Al final de su vida, dormía en parques, mendigaba para comer. Tocaba en las calles de Miami a cambio de unas monedas. Le robaron su bajo inmortal, el Bass of Doom. Permaneció años de unas manos a otras, comprado por músicos ignorantes del instrumento que habían adquirido. Un coleccionista de jazz lo reconoció y se lo cedió a sus herederos. Debería estar en alguna hipotética iglesia del jazz moderno. Los feligreses acudirían en peregrinación, estoy desvariando. Lo mirarían con arrobo. Cerrarían los ojos y restituirían en su cabeza los arabescos y las piruetas, la línea de acordes y los fraseos. 

29.7.22

210/365 José Luis López Vázquez

 



Con algunos muertos uno no puede rebajarse a la apatía. Se les profesa una gratitud cercana al afecto, aunque nunca se paseara con ellos las avenidas y los parques y en ninguna feliz ocasión se  les invitara a café en una barra de bar. Son propiedad de nuestra memoria sentimental, son de una intimidad  a los que no afecta la rutina de las horas ni se dejan contaminar por el gris de los días. Viven en un limbo perfecto. En vida y también en la muerte. Habitan el corazón, que entiende en ocasiones más de cosas etéreas y de belleza que de cosas tangibles con las que edificamos la parte menos hermosa de la vida. Siempre pensé que la vida está en lo que no se ve, en lo que no se cuenta, en todo aquello que nos ocupa enteramente pero que no es apreciable desde fuera a simple vista, sin el concurso extremo de la sensibilidad. Y José Luís López Vázquez nos enseñó a ser sensibles, a vivir más deleitosamente esa vida de mentira que existe en el corazón y que no se deja contaminar por la rutina de las horas. Se fue como tantos y se quedará igual que ellos. Lúcidamente conservado en los recuerdos de tantas películas en las que fue uno más de la calle, alguien con el don imbatible de ser cualquiera y de representarnos en la vida. Hizo por nosotros lo que tal vez ni pensaron los cercanos: dar un sentido prosaico a las cosas, rebajar el estrago del trajín diario, convocar la ilusión de que la risa (este hombre tenía el talento de hacer que sonriéramos y riéramos sin tener que contar una gracia) podía salvarnos. Si la vida no es comedia y se maneja con los rudimentos de la comedia será insoportablemente tragedia y manejará los de la tragedia. José Luis López Vázquez fue un tragicómica inconmensurable. Su registro para todas las facetas de la actuación podía caer en cierta sobreactuación, un modo de hacer las cosas como sacado de un escenario de teatro en una tórrida plaza de pueblo, pero se le consentía todo. Su voz (histriónica o templada o grave a requerimiento del papel) es la nuestra. Se le escucha a poco que uno ahonda en su memoria y da con cualquiera de sus frases y la repite con agradecido humor. Junto a él, en aquel plantel maravilloso de actores que ocuparon las pantalla a partir de los sesenta, están Alfredo Landa o José Isbert o María Luisa Ponte o Rafaela Aparicio o Gracita Morales (un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo) o Fernando Fernán-Gómez. Capaz de hacer lo que se le pidiera, pequeño en aspiraciones, un poco patrimonio del cine provinciano de esa época, se hizo grande cuando Carlos Saura le requirió en Perppermint Frappé o en Mi prima Angélica o Jaime de Armiñán en Mi querida señorita. Chaplin dijo de él que era uno de los mejores actores que había visto y George Cukor, tras contar con él en Viajes con mi tía, se lo quiso llevar a Hollywood, pero José Luis rehusó. Me lo imagino como si actuara. No, perdone, señor Cukor, yo es que soy de Madrid, que es una ciudad que se está construyendo todavía, y no me veo yo en las A-mé-ri-cas. Abriría mucho la boca, vocalizaría con la teatralidad requerida y ahí se puede usted ir a California, señor Cukor, que muchas gracias. Cuentan que habló maravillas de él a Frank Capra y a Billy Wilder. No se me ocurre pensar en alguien más parecido a Jack Lemmon o al propio James Stewart, más forzadamente. No hay actor español que no suscite un más unánime aplauso que él. Se dedicó a actuar y en las más de trescientas películas en las que participó bordó lo que se le encomendase. Fernando Galindo (Atraco a las 3, José María Forqué, 1962) es la quintaesencia de ese don absoluto para ser otro que le ocupó toda su vida. También la nuestra. A mi padre le gustaba imitar su voz, lo cual era una proeza por no estar dotado el pobre en dramaturgias. Cuando murió en el 2009 me lo contó como el que emite una desgracia familiar. 

28.7.22

209/365 Karl Kraus




No tener una idea y saber expresarla: eso hace al periodista, escribió Karl Kraus. Lo fastuoso es tenerla y contar con qué hacer que los demás la comprendan. Pero en el aforismo de Kraus, con su verdad rebatible, hay un homenaje espléndido al manejo del lenguaje, al don que permite levantar una catedral desde un erial o crear un mundo a partir de una palabra, tomándola en serio, mirándola desde todas las perspectivas, pesándola, estrujándola, llevándola a donde no se la espera, haciendo que litigue con otras y las fuerce hasta que algo deslumbrante suceda y quede exhausto o feliz. No sabemos si las palabras tienen esa vida interior. Creemos que son herramientas cuando probablemente sean organismos vivos, capaces de levantar imperios o de arruinarlos. " Mi lenguaje es la prostituta universal a la que convierto en virgen". He ahí el secreto del éxito, podríamos decir. El celo con la que se eligen exige el mismo celo para escucharlas o para leerlas. Kraus concita ese amor por el lenguaje, por su pureza: se le lee con sobrevenido asombro, como si el juego que propone cancelara cualquier otro con el pudiéramos valernos para participar en el suyo. Leí hoy que se escribe para purificarnos. Por eso pensé en Kraus, por esa facultad suya para limpiar, fijar y dar esplendor, perdonad la triada de verbos clásicos, pero convienen.  Era sarcástico con puntilloso oficio. Fustigó a la cultura de la Viena de principios del siglo XX con el desparpajo de quien no tiene reparo a que se le fustigue también, pero no sucedió tal cosa. El periodista (dejó escrito) está estimulado por el plazo: cuando tiene tiempo, escribe peor. Creo que en esa frase gloriosa el estimulado soy yo, que funciono mejor (infinitamente mejor) cuando se me apremia, no cuando tengo conciencia de que puedo posponer el trabajo. Se procrastina con involuntario desdén. Hacía hasta greguerías, sin que se sepa si el padre de las mismas fue lectura suya: "El pesimismo es el reúma del espíritu. Al menos lo nota uno cuando hace mal tiempo". Tenía la habilidad de burlarse de quienes lo censuraban: "Hago que el guardia baile al son de la música que prohíbe", que puede ser una máxima para cualquier artista que decida ignorar el veto hacia su trabajo sin que los catones se cosquen de la burla. Contra el pensar cristiano o contra las normativa popular de la fe dejó dicho que "el cristianismo suprimió las barreras entre el espíritu y el sexo. Pero el hecho de impregnar de pensamiento la vida sexual es una miserable reparación a cambio de impregnar de sexo la vida del pensamiento". Para cuajar una reflexión redonda y cerrada, dijo que "el cristianismo ha enriquecido el banquete erótico al añadir la curiosidad como entrante y lo ha estropeado al servir el arrepentimiento de postre". No sabemos si practicó esa profanación intelectual en términos carnales, pero era concluyente en sus dardos contra la moral religiosa, de la que decía que estaba bañado en sífilis. Descarnado y franco, Krauss hacía panfletos en su periódico, La antorcha. Fuego limpio para quien deseara arrimarse. Se fogaba en conferencias y en pequeñas tribunas entre iguales, a los que entregaba su particular representación de la disidencia. Su periodismo inverso, una especie de diatriba contra el poder, es ahora más necesario que nunca. Falta esa luz que hiere, esa antorcha, palabra tan querida suya, que arrimar a las sombras del presente, tan abundantes, por otra parte. Debía contrariar a más de uno cuando reprobaba a quienes recurrían a la palabra "efectivamente" para librarse del diálogo y no tener que entrar en su fango interior, en su lucidez armada de léxico y de inteligencia. Hay quien, ante la sátira, queda inerme, desabastecido de recursos a los que acudir para derrotarla. Es optimista el diablo, escribió, si cree que puede hacer más malo al hombre. Walter Benjamin, al que releo sueltos de vez en cuando, por puro amor a la inteligencia ajena, afirmó que no se podría entender a Kraus sin reconocer que todo lo que hizo era "esfera del Derecho", de la razón sin ambages, de cierta intendencia en la gestión de las leyes. Sobre ellas dijo, en su histrionismo habitual, que pertenecían a los perros y que al hombre, casi sin excepción, pertenecía el bozal. Ahora Kraus tendría trabajo en redes sociales: sería un buen agitador, aunque por desgracia abunden y sean, en su gruesa, burda, tosca y tóxica mayoría, de menor calado intelectual. A él, de hecho, no le agradaba que se le tomara por agitador, sino como artista, pero uno y otro iban de la mano, fructuosamente. El arte puede contraer nupcias con la militancia, pero hay que esmerarse muy bien en las armas que esgrimen los dos, no vaya a ser que acaben a la gresca y ninguno cumple con su cometido. Pedía, al final de su vida, tener tiempo para no leer tantas cosas. El saber lo ocupa y tal vez haya ocupaciones de un interés más prosaico, pensaría. Antes de que una bicicleta se lo llevara por delante y le sobreviniera un derrame cerebral, Kraus tenía acabada su novela premonitoria: La tercera noche de Walpurgis. En ella esgrime el uso incivil de la palabra para enardecer a las masas y adoctrinarlas: era 1933 y estaba contando el auge del nazismo. Creo que fue ese libro, no los aforismos, lo primero que conocí de Kraus. Me hablaba de él alguien con quien compartía parecidos gustos y parecidas fobias. No advierto que esté Kraus en boga, estaré equivocado, ojalá. No sé tampoco si alguna vez lo estuvo. No es un autor menor. No conozco muchos tan hirientes, tan finos, tan enconados en prestigiar la belleza de la inteligencia. Pocos que con tan poco digan tanto. 




27.7.22

208/365 Jean Seberg

 



Eran los tiempos del Cahiers du Cinema. Los días de la Nouvelle vague. Truffaut. Chabrol. Sartre, Camus, el existencialismo, la guerra en Argelia: París no era una fiesta. Los primeros cimientos de una imparable sociedad consumista. Cortázar escribiendo en  las buhardillas del barrio Latino. Una rubia de pelo corto y ceñidas mallas negras vendiendo en los Campos Elíseos el Herald Tribune. Un alegre bon-vivant, play-boy gañán y atolondrado, verborreico y sentimental, que delinque sin maldad y al que, invariablemente, le concedemos toda nuestra simpatía. Al final de la escapada, la muerte en el asfalto, la traición. Antes: un blanco y negro precioso: jamás París ha sido filmado de esta forma. Antes: una historia de amor naïf subida de tono para la época. Dentro: una tragedia griega o un drama shakesperiano. Jean Paul Belmondo es un Hamlet del hampa, un fan declarado del género negro que remeda en su periplo vital los arquetipos que le ofrecen los films. Jean Seberg es para siempre Patricia, la belleza, una belleza absolutamente intemporal, una imagen que supera el rigor de los años. Bebop: jazz sincopado, el jazz sigue  los movimientos ágiles de la cámara. O es al revés, que parece también moverse como espoleada por la música. Amor furtivo, amor clandestino, amor fou. La huida a Roma, que no será posible. La traición improrrogable. Sin aliento. A Michel Poiccard le importa poco morir: sólo quiere acostarse con su chica americana. La chica, Jean Seberg, fue encontrada desnuda y sin vida en un Renault 5 blanco. Llevaba días desaparecida. Tenía el estómago comido de barbitúricos y alcohol en la sangre como para llenar una cuba. Su marido, el escritor y cónsul Romain Gary, se suicidó un año más tarde.  Se la desprestigió hasta que dijo basta. Se la condujo a ese limbo tóxico en el que las convicciones son más fuertes que la propia vida. Antes de que decidiera marcharse, había sido Juana de Arco para Otto Preminger. su debut en el cine. Fue su militancia política la que la hizo trizas. Harta de que le ofrecieran papeles mediocres, su ánimo se fue apagando. Los rumores apuntan a que el FBI la enfiló, confiado en arruinar su aura de icono de una época. Todo muy de película, también. Se refugió en la escritura, se hizo poeta. No se sabe para qué se escribe, pero ella lo haría para canalizar esa frustración y no desaparecer del todo. No lo ha hecho. Sobrevive la actriz que, en palabras de Truffaut, hacía que no pudieras ver otra cosa en la pantalla cuando su rostro angelical la ocupaba. 

26.7.22

207/365 Constantine Cavafis

 



Yo creo que los poetas eluden entender la realidad: manifiestan incógnitas, abren zanjas a las que caer y hacer caer. ofrecen extravíos. Como Kavafis (o Cavafis o Cavafy o Kabaphes, con la barrita en la e a la griega) en su célebre poema, ocultan los atajos, exhiben los caminos más largos. La travesía del poeta tiene una vocación de pérdida. El lector de poesía es un aventurero: sale al campo abierto sin brújula y sin arnés, como un valiente al que le interesa más perderse que tener a mano un mapa y saber de antemano que basta mirarlo con atención para dar con la salida. Probablemente la poesía nos aproxima más que ningún otro género literario a la vida. Hay una educación sentimental a la que la poesía, la alta, la limpia, la que más tozudamente nos hurga dentro, contribuye con más certero ahínco que la novela. Las tramas novelescas emulan a la realidad; de alguna forma la duplican, la escudriñan, la abren a la busca de un significado válido que zanje las incertidumbres de vivir, pero a la poesía no le interesa recrear la vida: lo que el hace es acometer el juego de intrigarla, sacrificando el cálido cobijo de la razón en beneficio de la zozobra, del caos, de la herida abierta por la que el lector muere y renace en un mismo verso. Y es verdad que los poetas renuncian a entender la vida: se pierden en la boscosa impostura del verbo, se alistan en el ejército de esa oscuridad de la que nacen después todas las luces posibles. Uno mismo, poeta a tiempo parcial, poeta a trozos, con interrupciones, no aseguro entender la realidad. En ocasiones, la edad y la experiencia (una  no tiene que traer a la otra) me aprovisionan de brújulas y de mapas, de pronósticos y de razones, pero leer poesía (no digo ya hacerla) te hace renunciar con pasmosa naturalidad de toda esa cartesiana locuacidad de los años y crees en la inocencia y en el asombro, en la belleza y en la suprema verdad de la literatura. De lo que se trata es de que el camino sea largo, como pedía hermosamente Cavafis. En el resto, hay una certeza cartesiana. Está la casilla de entrada y la de salida. En la travesía, a beneficio de viajante, un sinfín de posibilidades. Algunas colman, sacian, conducen a quien las siente a la imborrable sensación de que se ha encontrado cierto equilibrio, una especie de armonía entre el cosmos y el alma en la que se encuentran la paz y el amor, todo así en plan new age urgente, pero útil al propósito que nos ocupa. Otras devastan hasta el desmayo sináptico. Quienes las padecen adquieren también una sensación imborrable en la que no quieran encontrar ni equilibrio ni armonía, en donde el cosmos es una dura plancha de acero sobre la cabeza y el alma, un vaciadero, un imán para la desdicha, un arrumbadero (permitidme la palabra) con ínfulas metafísicas. Luego están los felices términos medios. En ellos se obra el prodigio diario de vivir. Uno no va a saltos, locamente, al invariable fin de la partida sino que se demora en el laberinto desplegado al efecto. En El dios abandona a Antonio, nos lo cuenta mejor Cavafis: dice que si de pronto oímos a media noche una invisible compañía, no la censuremos. Permite que te abrace y susurre. No te hará bien que invoques la esperanza de que sea un sueño. Ten firmeza, dice el poeta. En Ítaca, el poema que recuerdo haber leído en voz alta, qué más hubiese deseado memorizarlo y recitarlo, aunque fuese para disfrute privado, Cavafis nos confía otro prodigio: el de la templanza, el de no dejarse conducir por la velocidad. Da igual que nuestra Ítaca no sea el hogar de Odiseo, ni de Penélope, ni de Telémaco. Es otra isla de la que habla el poeta. Es la vida a la que alude, ella, ocupada en ocuparnos, mal instruida las más de las veces, pero sin otra herramienta que la reemplace, sin otro mar (proceloso, colérico, manso, amoroso, cruel) en el que ir avanzando. Los males que lo crucen son invariablemente nuestros, al modo en que lo es el bien con el que nos agasaja. Los que saben confían a los que no sabemos la teoría de que uno es feliz mientras no piensa si lo es o no. Se puede razonar eso, pero en cuanto entra a funcionar la cabeza, el texto se desmorona, todo su mensaje se viene estrepitosamente abajo. Que cuanto más enmarañamos los sesos con pesadas cogitaciones, más caemos en la tristeza, en la pesadumbre, en el desafecto, en fin, en todas esas cosas terribles que anulan el buen ánimo. Este mismo texto, mientras lo escribo y lo lees, tampoco favorece a que los dos alcancemos esa armonía tan buscada. O sí. Tal vez un poco de filosofía convenga al paseo. Filosofía doméstica, claro. De la que no trasciende más de lo que se le encomienda. Como si ponemos post-its en el frigorífico y los leemos con esmero cada mañana, antes de abrirlo y servirnos un vaso grande de zumo de naranja con pulpa. Ah la pulpa, la vieja y dulce pulpa reparadora.. Qué placer la pulpa en la lengua. Con qué dulce lentitud nos atraviesa la garganta. 

De Cavafis se tienen poco más de ciento cincuenta poemas. Se leen en una tarde, pero nos acompañan toda la vida. Sabemos que fue un hombre griego, turco y egipcio, helenista y hedonista, políglota (dominaba el francés, el árabe, el italiano y el inglés a la perfección, aunque él dijera saber algo de todos ellos) y, sobre todo, pagano. Su paganismo es de una pulcritud que asombra. No se prodiga en las tabernas de Constantinopla o de Atenas, de Alejandría o de Londres, buscando la promiscuidad pública, la de los hombres a los que amaba (sin alardes, sin que su educación o su natural corrección se permitieran normalizar su inclinación sexual) y la de todas las cosas prohibidas, que solían encerrar la verdad que anhelaba, la belleza con la que se valía para no frustrar su existencia de empleado del Ministerio de Riegos egipcio más de la cuenta. Es fama que escribió mucho de joven, sin que esa producción viera la luz. Repartía sus poemas entre amigos, les hacía cómplices de su secreto oficio de bardo, pero no hay constancia tangible de esas obras. Es el poeta posterior el que conocemos. La hermosa decadencia y la fascinante sensualidad de aquellos años de juventud es la obra invisible de uno de los más grandes poetas del siglo XX. Espiritual y profundamente pragmático, Cavafis se desboca en sus versos: ahí no existe censura, es el hombre que se cuenta a sí mismo y da cuenta de su padecimiento (y de su libertad y de su gozo de vivir) a los demás. Quién escribe para otra cosa, me pregunto. Sus deseos eran "hermosos cuerpos que murieron jóvenes / y fueron sepultados, con lágrimas, en rico mausoleo,/  coronados de rosas y con jazmines en los pies". Los suyos, lo escribe más abajo, en el poema, "pasaron sin realización , / sin que ninguno sobreviviera una noche / de sensual deleite o una mañana de plenilunio". Todo en esa poesía es fugaz y es furtivo. Lo clandestino lo embadurna todo. El afán de amor es afán de huida o de clausura. Al cuerpo le pide que recuerde, "no solo cuánto fuiste amado, no solamente en qué lechos estuviste, sino también aquellos deseos de ti / que en los ojos brillaron". Como el alma dormida, a la que Jorge Manrique también le pide que haga un esfuerzo y dé paso a la memoria. La juventud fue ayer, dice el viejo del café, "inclinado sobre la mesa, / leyendo un periódico, sin compañía". Fue la prudencia la que lo hizo morir antes. Le hizo caso, qué locura. Al final, varado en sus pensamientos, el viejo se duerme y un "vértigo lo invade". A Cavafis le sucede como a Apolonio de Tiana, contado por Filóstrato: los dioses perciben lo que va a suceder, por su condición de hacedores del mundo; los hombres perciben lo que ha ocurrido o lo que está ocurriendo, pero son los sabios (creo recordar) los que ven todo lo que está a punto de suceder. Hay en esa sabiduría un poco de divinidad. El poeta Cavafis se conturba, se deja llenar por el rumor de la poesía y se convierte no en sabio, pero sí en un dios pequeñito, de poco apresto, un dios voluptuoso y cándido a la vez, una especie de divinidad tímida que escribe poco más de ciento cincuenta poemas y trabaja más de treinta años en una oficina gris de una ciudad gris. Como un Kafka africano. Como un Pessoa mediterráneo. Hacen los tres la misma cosa: escriben poesía sin los instrumentos de la poesía, sin su dulzura antigua. En la de Cavafis funciona la sensualidad del lenguaje, no las palabras sensuales. Se pueden leer esos poemas como si fuesen prosa. Eso no disgustaría a Carver, me da por pensar, ni a Roberto Bolaño, ni a Manuel Vázquez Montalbán. También Borges es un poeta sin empalagos, para entendernos. Los dioses serán paganos también. Deben serlo. Deben creer en la belleza de la obra que han hecho. Deben leer poesía, me dijo un amigo el otro día, un poco entusiasmado con la posibilidad de que un poema suyo saliese en una revista de letras muy de su agrado. Él no vio su obra recogida en un libro: fueron revistas locales, sueltos que él se encargaba de dar a su pequeña feligresía de adeptos. Como una iglesia secreta. 

25.7.22

206/365 Ringo Starr



 

Richard Starkey es el tipo detrás de la batería Ludwig que sale en todas las canciones de los Beatles. Era el zurdo que aprendió a manejar la diestra y echó a Pete Best de la banda. Parecía estar siempre de paso. No se podía hacer nada sin él, pero no tenía ni voz ni voto. Su labor era asentir y hacer su trabajo. Pura disciplina inglesa. También no desentonar con Paul y John, que eran los dicharacheros, los verdaderos capos, los que hacían que la máquina no parase. George era el etéreo, el silencioso, el manso, un espíritu puro, un ser de las profundidades del cosmos, un poeta en una ferretería. En cierto modo el beatle Ringo Starr era el beatle más listo. No ganaba en talento a ningún otro e incluso tampoco gana en talento a muchos otros baterías de muchos otros grupos de inspiración infinitamente menor a la de los fabulosos Beatles, pero Ringo Starr, ahora que han pasado tantos años, sigue indemne, refugiado en su carisma sin carisma, completamente a salvo del cáncer de la fama, pero ufano de su sublime mediocridad y exento del patetismo inevitable al que abocaron sus vidas los otros tres genios, pero estoy dispuesto a comerme todas mis palabras y rebuscar entre los discos hasta dar con A day in the life, una de mis canciones favoritas de la banda, y disfrutar con la forma de golpear la batería (aquí casi a trompicones, casi sin tocarla) de este orfebre del ritmo, feliz en esa cara de bufón de pub a las dos de la mañana. Hace poco cumplió ochenta y dos años. Todavía hay algunos exégetas de la obra más grande del rock del siglo XX (llévenme la contraria) que se preguntan cómo ingresó en ese club tan exclusivo, qué ocurrencias tenía, cómo sostenía el inevitable juego de las comparaciones. Y además tenemos a Hitchcock dándole uno de los más divertido de los homenajes que yo haya visto. Dos iconos del siglo XX en una sola fotografía.

24.7.22

205/365 Conde Vronsky


 


Hay algo a lo que no pienso renunciar en literatura: al asombro. No creo que exista otra adicción mayor que esa en las páginas de un libro o en las horas de un día. En eso, las novelas son fragmentos del tiempo, trozos extraídos de una trama de la ficción que se incrustan en la malla durísima de los días. Por eso amamos la ficción; porque nos permite abandonar el rigor de lo real y deambular sin pudor por la periferia, hocicando en lo que no nos incumbe, alambicando néctares al ras mismo de la palabra. De las novelas amo precisamente esa sensación de pérdida que producen. Perdido, en ese limbo perfecto, comprendo asuntos que, contados de otra manera, se me escapan, huyen de toda posibilidad de que me pertenezcan. Leyendo Anna Karerina (que un hermoso texto de Andrés Neuman me ha recordado hoy) entendí que la familia, a su manera, es un veneno, uno grato, al cabo, administrado con morosa delectación, carcomiendo sin entusiasmo (aunque inapelablemente) la felicidad pura que se trae en el momento de venir al mundo. Algo parecido hizo decir Roald Dahl a su Willy Wonka en la maravillosa fábrica de chocolate: la familia es un entorno difícil para ser creativo. Anna Karenina tiene el comienzo más rotundo que recuerde: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera”. Y no hay ocasión en que un quebranto en su peculiar ecosistema (el mejor, pese a sus rotos) no me haga pensar en el dolor que producen los seres que amamos y en el conde Vronsky, tan mediocre y tan perturbador y fascinante al tiempo, capaz de hacer enloquecer sin que en ningún momento se atisbe, en su comportamiento, mérito para que esa locura ajena prospere y conduzca a Anna al final que conoce incluso quien no ha leído la novela de Tólstoi. De no haber condes Vronsky, una parte sólida de la trama de la literatura se resquebrajaría, no daría de sí lo que el placer lector invariablemente exige. De no existir la promisoria estación de tren en la que Anna espera un tren con la madre del conde, no tendríamos una de las novelas fundamentales de la literatura. Hay venenos gratos, pócimas que se ingieren a sabiendas del daño que producen. Conozco varias y no entra en ningunas de mis planes de vida racionarlas. Me las administro con absoluta fruición y aprecio, a cada pequeño chute, las hermosas heridas que producen. La herida más dulce es el asombro. No creo que exista otra que me atraiga más. Por eso amamos la ficción: por la imprevisibilidad que promete, por toda la promiscuidad que tan alegremente nos vende. Como billetes dorados escondidos entre las páginas. Como momentos de felicidad alojados en la costura siniestra de las horas.

Breviario de vidas excéntricas /37/ Gloria Bolaños

 


Una de las ventajas de tener un amiga imaginaria es la posibilidad de no estar sola nunca. Hay quien no soporta la soledad. De hecho, es la soledad la que hace que el mundo no gire en armonía. Todas las guerras del mundo provienen de la soledad de quienes las batallan. Si uno acepta estar solo, no anda maquinando maldades no urde con quién enfrentarse. Un amigo fabricado dentro de la propia cabeza es más fiable que uno que pulule afuera, de los que no siempre se tienen a mano cuando se le precisa, de los que no están ni se les espera. El amigo imaginario abastece a quien lo inventa de un inagotable banco de recursos lúdicos. Hasta de limpios abrazos si uno afina la piel lo bastante. Yo misma tengo una amiga imaginaria y jugamos a una enorme variedad de juegos. El que más nos gusta es el de asomarnos al borde de la alberca de mi tía (o debo decir de nuestra tía, porque hay veces en que más que una amiga la siento como una verdadera hermana) y ver reflejada en el agua, turbia a veces, gris tirando a un verde pastoso otras, la imagen de nuestros trajes de domingo. Ven, Gloria, mira el agua de la alberca. Si mamá me hacía unas coletas, veía un par. Si movía las manos arriba y abajo, son cuatro las manos que hacían ondas en el agua. Hemos jugado a eso durante muchos veranos. Eran juegos fabulosos que se extendían tardes enteras y nos conducían, extenuadas, al sueño. Lo que soñábamos era una continuación de la vigilia. Al despertar, nos contábamos el contenido de esa fantasía involuntaria. Yo imaginaba caballos persiguiendo un tren y mi doble imaginaba un tren encimando unos caballos. 


Hasta entrada la adolescencia , no revelé a nadie que tenía una compañía imaginaria. Fue un novio que me eché en una fiesta de fin de curso. En cuanto, en los bailes lentos, me asía del talle o envalentonaba su mano cerca de mi pecho le susurraba al oído que a mi amiga imaginaria le incomodaban esas libertades, pero que a mí no. Que a mí podía tocarme libremente, que mi cuerpo era suyo, que mi alma le pertenecía, en fin, todas esas cosas de telenovela de sobremesa que yo escuchaba en la mesa camilla, mientras mamá zurcía calcetines con esos pesados huevos de madera, y yo (o quizá en adelante deba decir nosotras) me dedicaba a leer tomos de una colección de Los Cinco, que alguien me regaló (o nos regaló) en un cumpleaños. El novio no se arredraba ante esa confesión un poco violenta. Creo que la consideraba uno de esos preliminares verbales que los amantes se azuzan antes de entrar en faena. Dejo aquí registrado que no metió más mano de la que yo misma permití. No necesité acudir a mi hermana invisible para sacarle la mano de la blusa o sugerirle que no me lamiera la oreja, que me imaginaba a una vaca (era un mozo tirando a rellenito) y me daba un asco considerable.


Como cosa de papá, estudié Farmacia en la capital. Dejé el pueblo con el entusiasmo de quien reconoce en la gran ciudad un parque temático de sus vicios. Los míos, muchos y muy sofisticados, los dejaba a la consideración de mi doble, pero casi nunca me reprendía por lo insólito o lo procaz de alguno, Bien al contrario, me animaba, me infundía el ánimo que yo no poseía, me daba el aliento de la fundación primera del pecado, el que hace que todos los demás pecados caigan en tropel, acudan en tromba, se alisten en la cabeza a la espera de que yo los invite a la ceremonia de mi diversión. De verdad que aprendí bien pronto a respetar mis vicios, a no incomodarlos, a tenerlos felices ahí adentro, como ya saben. Al novio aquél primerizo, el de la lengua de vaca, le siguió uno un poco flacucho y triste, que se dejaba querer casi sin que una pudiera censurarse. Lo invité a casa de una amiga porque nosotras vivíamos en una habitación doble de una residencia de estudiantes, muy cara por cierto, muy divertida también, a la misma espalda de la Facultad. Mi amiga, a la que todavía trato y con la que tengo la mayor de las intimidades, me dejaba la llave en una maceta del rellano, envuelta en un papel de aluminio y enterrada con mucho esmero en la tierra marrón de una planta feísima, más muerta que viva. No sé el motivo del embalaje. Quizá por algo que no me contó. Usé una decena de veces esa llave. Todavía, al usar llaves que abren puertas, imagino que dentro me espera el placer, no puedo evitarlo. No es que cuente mis encuentros galantes, pero en aquella época me entretenía esa estadística que hoy, ya nada joven, no valoro ni consiento. 


No hubo amante ocasional (todos lo eran) con quien no me sincerara, ninguno que rechazara de plano esa promiscuidad verbal mía , aunque sospecharan, en el fondo, que yo no anduviera muy bien de la sesera. Y ando, claro que ando, ando bien o ando más que bien. No hay día en que no aprecie vanidosamente la soltura en la que me manejo en el trabajo. Aprobé unas oposiciones de banca y dirijo (o debo decir dirigía o incluso dirigíamos, ya me van entendiendo) una sucursal de una gran Caja en una de esas ciudades dormitorio en la que nadie conoce a nadie. He llegado a pensar que no es extraña esa circunstancia. Porque no había una directora. En la mayor parte de las veces, éramos dos. En realidad somos dos las que pensamos, dos las que discutimos y dos las que llegamos a la más razonable de las conclusiones. Nuestro expediente académico fue excelente. Luego ese título de Farmacia sirvió de bien poco. Nos acordamos de que existe, escondido en el trastero, cuando nos medicamos y abrimos todos eses pliegues de los prospectos. Papá quedó satisfecho de que su hija (él nunca aceptó que fuésemos dos por mucho que yo me esmerara en cómo confiarle el secreto) cursara la misma carrera que los ancestros que adornaban la escalera de casa. No iba a estar ahí mi retrato. No, al menos, como profesional del ramo. Ni como feliz mujer casada con un hombre que me colme en atenciones y me haga la más feliz de las esposas. Tener una amiga invisible abre unas puertas y cierra otras. La del amor no fue nunca relevante. La otra Gloria Bolaños se vale conmigo y yo, perdida en sus cariños, prendada de la cercanía que me concede, me valgo con ella.


Cuando mi hermano Óscar entró en el seminario, pensé en Dios como nunca lo he hecho. Dios, ese falso amigo, le dije, no te va a hacer más feliz. Yo tengo el remedio, Óscar. Yo sé cómo hacer que tu vida espiritual sea completa sin tener que estudiar todos esos libros, sin tener que aceptar todos esas mentiras antiguas. Deja que la religión sea una cosa de domingos a las doce, no le des más oportunidades. Terminará arruinando tu vida, créeme. No me hizo caso, no suele hacerlo. En la vida normal, incluso en la vida fabulada en una cabeza como la mía, Dios sobra. Entiendo que otros lo reclamen, lo hagan parte de sus días y de sus noches y lo inviten a la mesa y hasta lo metan en su cama y le hablen confiada y amorosamente antes de que les venza el sueño, pero yo he encontrado el dios subalterno, el pequeño dios rudimentario con el que converso y al que someto mi vida entera. A mi doble le incomoda que yo tenga una tercera persona en mi cabeza, pero acepta que yo cuente con él, lo haga cómplice de mis desvelos y le confíe mis inquietudes cósmicas. A mi modo, a mi secreto modo, le rezo algunas noches. Hablo sola, escucho en el silencio de mi dormitorio de mujer soltera con amiga invisible mi voz suave, noto el peso de las palabras acomodándose en el aire, valoro ese peso limpio y sincero y sin saber cómo, de verdad que no sé cómo, tengo la certeza de que todo lo que voy barruntando, todas esas historias empezadas y acabadas, son registradas en algún lugar al que no sé nombrar. Óscar dice que no es ningún dios personal, ningún Jesús privado, al que hablo. Con quien hablas es con el mismo Dios al que yo le hablo, Gloria. Son el mismo Dios misericordioso y bueno. Tu Dios y el mío son la misma maravillosa cosa. Pero yo desoigo esa reflexión de mi hermano.


Hay personas extremadamente favorecidas por el azar. Una de ellas es mi hermano Óscar. Le hizo buena persona, le dio el don de la bondad, le concedió la sonrisa hermosa de los hermanos limpios. Si yo no tuviese a mi hermana invisible, haría que Óscar entrase en mi cabeza. No le pediría permiso. Lo traería hacia mí y lo apresaría dentro. Siendo hombre, sería una relación conflictiva. Tantos años con una mujer que no soy yo alojada en mis meninges, en las circunvoluciones cerebrales, en las arrugas del misterioso cerebro, me ha hecho que no me deje engatusar por las carantoñas de los hombres. Dejo que me toquen, a veces incluso exijo que me toquen. No pierdo ocasión de buscar llaves en las macetas y abandonarme a mis amantes, que no han sido pocos. Otra cosa, otra bien distinta, otra poco asumible por mí, es que tenga que conocer a sus padres, plancharle la ropa o usar el huevo duro de mi madre para zurcirle los rotos del calcetín. No debería una contar nunca estas intimidades, y sin embargo las cuenta, las deja aquí, constatando la única verdad a la que puedo agarrarme ahora que todo parece venirse abajo, cuando el mundo que he estado construyendo desde que vi a mi hermana en el agua de la alberca, duplicando mis coletas, repitiendo el mismo vestido azul, la misma cara con pecas y la misma mirada como perdida. A Gisel, una amiga mía de Puerto Rico, muy de misa y de librito de salmos en el bolso, le parece brillante que yo haya inventado un dios portátil. A pesar de que rece a diario y respete los dogmas de la Santa Madre Iglesia, comprende que algunos estemos a gresca con los mandos de la fe y prefiramos un templo propio, uno a medida le digo, de fácil mudanza, Gisel. A ella, que en Puerto Rico tienen unas ideas muy avanzadas en asuntos de fe, no le inquieta que cada uno tenga su propia fe, como cantaba un cantautor barbudo, no recuerdo el nombre, en el casete de papá en los veranos de la casa de campo. Ni que tengamos nuestros propios amigos, los que no se suelen tener, Gisel, le aclaro antes de explayarme a gusto en la historia de todas las personas que he ido alojando en mi cabeza desde que vi a mi doble en la alberca.


El informe médico dice que tengo un cáncer que avanza. Le dije al doctor si llegaría la cabeza y me dijo que no. Está en los pulmones, Gloria. Creo que ahí hará su gran obra, le contesté. Tengo los días justos para ir poniendo en situación a los míos, añadí. No tendré que ir muy lejos.

Anoche le hablé a mi doble más antigua. Hay otras, siempre hubo otras. Mujeres que iban y venían. Voces dentro de la cabeza que me hablaban, orejas que escuchaban, libros en los que ir anotando el ir y el venir de los días, los que ahora el doctor dice que tengo contados, los que no me dejarán llegar a vieja, los que no tendré para visitar los países de los documentos del canal por cable. Siempre quise ir a Vietnam. Tengo una amiga en Vietnam. Me escribe correos electrónicos en un inglés sencillo, pero hay mucho amor en sus palabras rudimentarias. He mantenido conversaciones larguísimas con personas de una formación académica formidable, gente con facilidad para la charla y experiencia suficiente como para levantar una cita muerta y hacer que brille y sea memorable, pero en ninguna de esas maravillosas tertulias he logrado la quietud y la paz interior que me dejan las cartas de mi amiga vietnamita. Se llama Thi, que significa poema. Mi poeta vietnamita es joven y tiene una cara confundible con cientos de caras vietnamitas, lo cual no es muy halagador para quien me conforta de ese modo, pero ella se ríe cuando se lo explico. Se ríe con palabras, que es una forma adorable de manifestar la risa. Yo escucho cómo se ríe si leo en voz alta, en inglés, lo que Thi me escribe. Son declaraciones de amor muy inocentes, pero no es un amor carnal, no es uno de esos amores que de vez en cuando sentimos y nos hace perder la cabeza. El suyo, el de la buena de Thi, es el que busca una hija en una madre. He tenido la voluntad de traer hijos a este mundo casi en cada ocasión en que un hombre ha entrado dentro de mi cuerpo, pero he desechado ese deseo en cuanto he estimado si a mi doble le satisfaría que yo me desdoblase y tuviese que atender a alguien de carne y de hueso, alguien menudo y frágil que solo me tuviese a mí para conducirlo por el mundo y hacerlo grande y fuerte. Porque yo no querría un hombre en el acto de hacerlo crecer y de educarlo. Lo haría yo, Thi, yo le contaría las ventajas de tener a alguien dentro de su cabeza. Al principio una persona, un amigo imaginario, un dios subalterno, pero después otro, que conviva con el primero. Le instruiría en el arte de hacer que congenien. No es fácil. No lo fue conmigo, Thi. Ni siquiera mi hermano Óscar malogró mi intención de internarme en un centro de atención psiquiátrica. Estuve un año, o quizá fueron dos. 


Los fármacos no me hicieron bien alguno. Sé de lo que hablo porque estudié Farmacia, aunque luego de poco me ha servido, ya sabes. En esa residencia para sonados cara, muy cara, como todo lo que mi familia me busca para que sane y deje de parecer la loca que suelo, me eché un novio que trabajaba en la cocina. Olía a sopa de sobre, a mugre desordenada, a musgo y a flores rotas, pero a mí me encantaban sus manos. Recuerdo que me tocaba el pelo. Suavemente. Yo miraba por la ventana como miran por la ventana los locos que salen en las películas de locos. Uno coge un punto fijo y deja que el reloj avance. En realidad no existe un concepto de reloj ni de punto fijo. No hay una literatura, Thi, no sé si me estás entendiendo. There's no a literature for that. Lo curioso es que sale una de todo. Más que la química, tan adorable a veces, lo que logra que todo deje de doler tanto es la vida interior que tengas dentro de tu cabeza. La razón por la que me internaron fue a la postre la que hizo que me diesen el alta. Mi doble me aconsejó bien: tú sabes cómo convencerlos, tú sabes qué decirles, tú solo di lo que las dos sabemos que desean escuchar. No somos dos, somos más, lo sabes, le digo yo a escondidas, cuando las enfermeras no están mirando y andan en sus cosas. Thi, el cáncer es una bendición, te lo juro. No sé cómo hacer que me entiendas todo esto que te digo. A lo mejor encuentras a alguien que te transcriba mi carta al vietnamita. Tiene que ser hermoso tu idioma. Me hubiese encantado ir a verte, dejar que me enseñases los templos y las calles perdidas, la selva y el mar. Luego haría yo de maestra de mis invitadas, de mis amigas invisibles. Al dios que me tutela, uno de ellos, más bien, no le hará falta ese aprendizaje. Sabrá todos los idiomas. Pensé en eso, en la idea de un dios más grande que la máquina de Google, una especie de dios indexado en mi cabeza, un dios a disposición enteramente mía. El otro, el bueno, el Dios de los versículos y de la misa de doce, perdona que me ponga un poco bruta a esta altura de la confesión, debe ser el no va más en poliglotismo. Si un feligrés es de una alejada isla del Pacífico, lo entenderá cuando le habla, sabrá qué le duele, qué precisa para ser feliz, cómo consolarlo. Es un estupendo oficio el de Dios, Thi. A los que nos morimos, nos encanta pensar en todas estas cosas, en dioses que hablan idiomas, en las albercas de los veranos de la infancia, en playas a las que el monzón descompone cuando cae la tarde y todo es de un precioso dramatismo de postal. 


Ahora mismo no sé si escribo yo o escribe una de mis amigas imaginarias. Todas saben de mí lo suficiente como para suplantarme. Es posible que ni siquiera sea yo un ser entero y todo lo que he hecho durante una buena parte de mi vida haya sido el resultado de unir piezas distintas hasta que se ensambla la Gloria que soy, la del cáncer en los pulmones. Si no he fumado nunca, doctor, le dije, entre nerviosas risas. Un porro a los veinte. Eso no es un aspecto a considerar. El bicho del cáncer, el cabrón, no sigue un protocolo. Va por libre, Julia. No sabemos todavía los médicos qué entretenimientos tiene, si le gusta hacer esto o lo otro, si un camino le entusiasma más que otro. El día en que intime la ciencia con el bicho no tendremos que estar aquí los dos, tú y yo, el doctor y el paciente del futuro impensable, intentando encontrar las palabras de alivio, que no las tengo, qué más quisiera yo que tenerlas, Gloria, tener a mano el consuelo. Y mi tierno galeno arrancó a llorar. No uno de esos llantos impresionantes, de pecho roto, sino uno de una timidez hermosa. Nos amamos allí, en su consulta. Me penetró con una violencia que no conocía mientras no paraba de contarme el malestar que sentía cuando las palabras que usaban no eran las de la ciencia sino las que usan los psicólogos. No te preocupes, doctor, no te preocupes, doctor, ahora solo aplícate en esto, no pares, sigue, sigue. El amor carnal siempre me alivió mucho, doctor, le confieso después, mientras nos vestimos casi sin mirarnos, un poco embrumados por el placer todavía, cayendo en la cuenta de que no debimos y si, habiendo follado, no tendríamos los dos que vernos en un café, en una plaza, en una habitación de hotel, hasta que el cáncer me destroce entera y me muera en una cama de su hospital. Te cuento esto, Thi, en este correo electrónico para que me metas dentro de tu cabeza. Lo puedes hacer ya. Da igual que esté viva, que me queden meses, un año, no sé, poco más. Lo importante es que tú permitas que yo me instale en tu cabeza vietnamita. Ahí estaré hasta que el cáncer te visite a ti. Porque lo hará. Un cáncer u otro, Thi. El cáncer viaja más rápido que la velocidad de la luz, que siempre fue una de esas cosas que sabemos que viajan rápido. Yo soy muy buena en idiomas, así que aprenderé vietnamita en poco tiempo. Mientras observaré qué haces, escucharé de noche, cuando nos acostemos, todo lo que me cuentes. Pesaré cada palabra, mediré sus sílabas, conjugaré sus silencios. Sé escuchar muy bien, Thi. Si te preocupa pensar si llevaré conmigo a todos mis amigas invisibles, olvídalo. Las dejaré morirse conmigo. Igual me llevo a mi primera invención. Tendremos que hablar las dos. Creo que ya están un poco cansadas de mí. No soportarían empezar otra vida, aunque sea conmigo, en Vietnam. Me tienes que escribir en cuanto puedas, Thi. Mi hermano Óscar me ha regalado uno de esos teléfonos inteligentes y no hay correo que no abra al momento. Anoche precisamente abrí uno del doctor. Se interesaba en mi ánimo. Como si el ánimo le reventase la boca al cáncer, pensé. Me pedía una cita. Un café discreto, Gloria. Fue tan hermoso, disfrutamos tanto. El doctor es un ser despreciable. Como casi todos los hombres. Solo buscan el placer de la carne. No conozco a ninguno, salvo a mi hermano Óscar, que es sacerdote y está consagrado a su Dios, que desprecie un buen rato de cama. Yo misma no lo desprecio, Thi. Tendrás que ponerme al día de tu vida amorosa. Sé que estás casada, pero en principio eso no debe afectar a nuestras relaciones. Yo me quedo dentro de tu cabeza, y tú puedes hacer con el resto de tu cuerpo lo que te venga en gana. Me pregunto si los vietnamitas sois promiscuos. En mi país no hay un tópico sobre eso. O lo hay, pero no sabría ahora contarte.


Lo peor es la soledad, te lo juro. Hace que el mundo no gire en armonía. Urde las guerras. Mueve la mano al mango del cuchillo y lo convierte en una herramienta del mal. Por eso me inventé a mi amiga invisible el día de la alberca en casa de mi tía. Nunca me he desprendido de ella. En este instante en que escribo, está aquí a mi lado. Es a la única a la que le he dicho lo que me pasa. Lee cuando escribo. Tal vez sea ella la que piensa las frases, no yo. Ella me entiende tan bien. Solo me reprende cuando me encapricho de alguien y lo traigo a casa y me consagro a él hasta que le hago el gesto habitual y lo pongo en la calle. Ese gesto la irrita sobremanera. Dice que soy una maleducada. Una guarra maleducada, para ser exactos. Pero nunca he estado sola. Me voy a morir con la conciencia de haber vivido como quise, Thi. Y tal vez no muera del todo, ¿no crees? Te voy a dejar, Thi. Creo que voy a quererte mucho y que voy a disfrutar Vietnam. Los dioses vietnamitas me asistirán en mi reencarnación interior, si es que hay una reencarnación, claro. Y si nada de esto pasa y muero del todo, sin que nada de mi trascienda ni aquí ni en Hanoi, me encomiendo a mis dioses subalternos, al dios de las voces de las noches, al dios de las palabras de afecto poco antes de conciliar al sueño, a todos esos dioses domésticos que, a decir de mi adorado Óscar, solo me han acercado más al único Dios verdadero. Imagino que también leerá. Que también sabrá de mi amiga invisible. Tal vez fue él quien la depositó ahí, cuando yo era pequeña. Ahí te dejo a alguien, cuídala, ella te cuidará, no la lastimes, dale consuelo cuando flaquee, bésala cuando te pongas cariñosa, ya iré viniendo, no os dejaré solas, diría el buen Dios allá en su limbo perfecto. Allá voy, Dios verdadero, pero que sepas que prefiero Vietnam. 

23.7.22

esta bicicleta vietnamita



este suicidio brevísimo que exige apurar los días y fatigar las noches

este simulacro galante de palabras que se abren y palabras que se cierran

esta orfandad atroz que mira desde el fondo del vaso

esta memoria alerta que se deja incendiar y me incendia

este hermoso escándalo de lagartijas trepando al sueño

esta inacabada obra de lágrimas sorprendidas en un rapto de ternura 

este goce más hondo que no sabemos nombrar nunca

esta quietud crédula que conforme a sí misma se engalana y sacrifica

este desnudo sin sombra de cuarenta años precipitándose en un verso

esta pequeña evidencia de tragedia que anuncia mi carne cada vez que el deseo la codicia

esta savia dulcísima de adolescencia sin desmayo

este rumor que se agazapa en las sílabas del tiempo

esta voluntad de huésped incómodo que pide prorrogar la estancia

este ghetto digital que no se sacia jamás

este ala que festeja vuelo

este blues con sudor en el verbo

este lento derribar pétalos

esta ausencia que acato sin más y me aturde

esta ebriedad absoluta de temblor ardiendo en el sexo

este esplendor súbitamente abismado en mis recuerdos

esta blonda de luz que vibra en el pecho

esta infancia sin enigmas que todavía canta y me escucha

este misterio más dentro

esta levedad caída desde muy arriba que ha hecho un roto en el folio

esta quieta celebración de la lujuria frente a un cuerpo al que sembrar de tedio

esta alquimia perfecta de espejos que embriagan la luz y la convierten en días

este dios en desorden

este imposible reloj que me mide

este vals con acuse de recibo que en el aire va resbalando como un hijo muerto

este mapa de sombras

este ardor con el que cierro un miércoles

este cómputo infame de abrazos partidos

esta gracia voluble

este armazón de mentiras

este anuncio de cierre

esta bicicleta vietnamita que me escolta al sueño

esta vigilia teológica

esta dulce penumbra sin dios

este espejo de los sueños 

esta clausura sin fulgor ni himno 

este lupanar de sombras

este parlamento de tarados

esta agujero sin motivo

este pie en el cuello que me nombra

esta gracia sublime de mentirnos

este azul de arriba como un endecasílabo

este pecho mío que me explota en cien alejandrinos


204/365 Ernesto Sabato

 



 Incluso Sabato precisó de Borges para que yo le leyera, pero disfruté de ese escritura precisa, rica como pocas, que indagaba en lo existencial, en lo espiritual, en la vida contemplada como lo haría un científico, pero expresada en boca de un obrero de la palabra, un chamán loco y lírico,  uno que mimó el lenguaje y le dio calidez y un humanismo muy provinciano, como de andar por casa. Se fue a los 94 años y parece que activo y comprometido con su trabajo. Con la vida. 

En realidad, pasa siempre igual con los muertos ilustres que no conocemos. Nos pertenecen sin que importe que estén o no en este mundo. No se me ocurre pensar en Neruda sin que piense en sus poemas. Ni en Cortázar sin que obre sus extravagancias La Maga. En Sabato estáEl túnel y Sobre héroes y tumbas: los tengo aquí detrás mía, en un anaquel alto. Quizá (ahora lo compruebo) cerca de Ficciones, de El Aleph. Cuadran bien. Parecen hechos a estar juntos. No sé si Ernesto y Jorge Luis se encontrarán en la eternidad y discutirán sin estorbo (como si se hubieran suicidado para comprobar si hay vida más allá de la semiótica) sobre Heráclito o sobre el eterno retorno. He escuchado a Sabato como escritor y como autoridad moral de un país (Argentina) precisado (como todos) de quien modele y difunda un pensar al margen de las modas o de los fantasmas (vivos o muertos) que pueblan la cultura y atrofian la vida en común de quienes la practican, si es que alguien se escapa de ese mandato primero. Era hombre de formación intelectual científica (era físico de profesión), pero lo deslumbró el surrealismo cuando esa música loca de las cosas hacía furor en París y Breton era un semidiós o una divinidad entera. Se puede inferir que con Sabato se forma un arquetipo de escritor que no sólo factura novelas (tres hizo y eso bastó) sino que se encomienda la labor de contar a la conciencia de cada uno lo que sucede en las calles o en los casas, en donde haya una pugna entre lo honesto y lo que no lo es, entre la belleza (la de la literatura, la de la convivencia entre las personas) y la fealdad. Porque eso fue a lo que aspiró siempre: a desemborronar las cosas feas. Creería (con razón cartesiana y con aliento lírico) que debajo, en ese palimpsesto grueso de conductas que se van amontonando, de palabras que se van diciendo y luego se olvidan o se reemplazan por otras, que todavía era posible mirar al ser humano de frente y apreciar la franqueza y la rectitud, el pundonor y la inteligencia. Leí a alguien una cita de Sabato en la que se erigía el váter como lugar metafísico de la casa. Igual lo estoy imaginando, es cosa de buscar en los algoritmos de la máquina, ya saben. Imagino al bueno de Ernesto leyendo a sus héroes griegos o los cuentos de su amigo Borges sentado en la taza, imprimiendo a la lectura un apresto orgánico (físico hasta tocar la misma alma) que es posible no se encuentre en ningún otro lugar, permitidme el exabrupto.

 

En las fotografías a Sabato se le ve siempre cara de buena persona, aunque había un poso de tristeza visible. Tiraba a melancólico el gesto que la ocupaba. Una especie de honda preocupación parecía desquiciarla. Algo así (melancolía, preocupación, desquicio) había en El túnel, la historia del pintor que debía matar a la única persona que podría dar a su vida un sentido, o Sobre héroes y tumbas, la historia de un joven irremediablemente solo en un país (Argentina) irremediablemente enfermo. No he leído Abaddón el exterminador, aunque ahí está en una balda a mi espalda, quizá feliz al saber (quién sabe cómo funcionan los libros en sus adentros) que estoy hablando de sus dos hermanas mayores, tan queridas. Una sola obra (una especie de milagro sin continuación) bastaría para que adoremos a un escritor. Lo prolífico no es señal alguna, aunque se la mire con agrado y nos contente saber que tenemos montones de libros que leer de alguien que acabamos de conocer. Como si acabáramos de nacer y supiéramos de cuajo que tenemos una vida entera por delante, cuándo no se tiene. Hay una luz en la literatura que a veces coincide con la progresiva o abrupta ceguera del escritor. Borges llevaba casi toda la vida ciego cuando murió. A Sabato le sobrevino la sombra al final de su vida, pero decidió cegar también la escritura. Dijo escribir para no morirse, pero debía estar mintiendo, en el fondo. También que pintar era tan hermoso como inventar cuentos. La escritura es menudencia, cosa que se extrae poco a poco y se va imponiendo a la realidad, pero la pintura es algo grandioso, que se acepta y se conoce en una única mirada, deslumbrante esa mirada cuando el objeto mirado rebosa en belleza o en significado, a lo mejor son las dos cosas la misma. Borges no escribió nada sobre pintura, que yo sepa. O, al menos, no con entrega y ardor. Sabato era consciente de la solemnidad de lo plástico. Las imágenes tienen la elocuencia suficiente como para que no haga falta traducirlas en palabras, herramientas menores, artefactos con un error de fábrica ya de antemano: el de contar, no el de ver. Sabato sabía eso muy bien. No intervenía ninguna circunstancia religiosa que lo hiciera temblar o sentir algo parecido al disfrute de lo puro espiritual. "Pero dígame, Borges, si no cree en Dios, ¿por qué escribe tantas historias teológicas?", le preguntó. "Creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género", le contestó el maestro.  Yo les creo. Digan lo que digan. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...