31.1.13

Dios está en mi iphone / Mantra / Correcciones



Dios me habla en bebop, me habla en sonetos, me habla en alta definición. 
Poseo la sensiblidad pertinente para apreciar esos susurros divinos. 
Los percibo con absoluta nitidez incluso aunque preste poca atención. 
Hay días en los que estoy verdaderamente cansado, días en los que poco me conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas adversidades, noto que Dios está a mi vera, tutelando mi ingreso en el sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos. 
Anoche, sin ir más lejos, vi a Dios en una loncha de jamón de york que mi hija estaba colocando sobre la rebanada de pan de molde. 
Era un Dios sin mayúscula, un dios caprichoso, rudimentario, de escaso apresto filosófico. Un dios sin Kant ni conferencia episcopal. 
Un dios (digamos) izado a capricho después de pensarlo durante años, de conformarlo a beneficio propio. 
Es el dios de las pequeñas y de las grandes ocasiones, de los cubitos de hielo en el fondo del vaso y del sol en la almohada nada más clarear el día. 
Me sería imposible numerar los dioses a los que venero. 
Billy Wilder. 
Un dios a 24 fotogramas por segundo. 
Un dios cinético. 
O cinéfilo. 
No lo sé. 
El dios Wilder no es menos dios que el dios Coltrane. 
Hay noches que me zambullo en Coltrane y pierdo la entera noción de las cosas. 
Creo en Dios porque creo en la armonía secreta del cosmos.
Un creer contra un crear. 
Un mirar arriba, ensimismado, contra un mirar abajo, perplejo. 
La incertidumbre absoluta. 
El fuego divino ardiendo alma adentro. 
La ceremonia universal de la genuflexión ante lo que uno no conoce y ante lo que se hace pequeño. 
En realidad, oh amigos míos, oh compañeros de travesía, uno cree en Dios o en dios o en d-i-o-s a medida que empequeñece. 
Que yo pese ciento diez kilos y mida metro ochenta y tantos no importa. 
Lo que verdaderamente importa es la sensación de mierda seca. 
De punto en el universo. 
De que somos irrelevantes.
Somos Coltrane soplando en un club, somos el hombre de pronto convertido en un obrero del más allá, en un operario diminuto que labra su porvenir a sabiendas de que le rezarán unos cuantos de los suyos muy a pesar de advertirles de que no le recen. 
Lo malo de morirse uno es que luego no puede comprobar si se cumplen o no los puntos del testamento. 
Se muere uno y se encuentra con Coltrane en un vórtice especular de masa deconstruída. 
O se encuentra con Coltrane en un fragmento de realidad invertida en un universo paralelo. No tengo ninguna duda de la existencia de universos paralelos. 
En un universo paralelo no se cree en Dios ni en el diablo ni en el hombre Coltrane soplando en un garito de Chicago My favourite things. 
No se cree en la iglesia ni en la salvación de las almas. 
Se cree en el puré de patatas, por ejemplo. 
O se cree en una cimitarra de hierro. 
Hay universos alternativos en los que el ser humano es más humano que en éste. 
No existen primas de riesgo ni strippers ni niños pijos saqueando el fondo de inversión del padre mientras se derrumba occidente. 
Es que no existe occidente. 
Ni oriente. 
Ni burkas ni salmos. 
Ni Wilder ni Coltrane.
Un mundo a salvo de la magia, a ver si me explico. 
Un mundo congregado en torno a muy elementales normas, pero un mundo sin peligro de caer en un abismo de Helm ni desmoronarse porque un hijo de la grandísima puta mande la economía al carajo. 
El dios en el que creo es un experiencia sensible intransferible. 
Así debería ser el dios en el que crean todos los que creen únicamente en uno. 
Si uno callara lo que piensa acerca del dios en el que cree no habría guerras ni se levantarían templos para contar a los demás que se comparten creencias y que todos han sido diseminados con la misma pura semilla. 
La semilla no me alcanzó, lo siento. 
La vi cerca, la observé con cuidado, la miré con la idea de que podría decirme algo que me enriqueciera, pero pasó de largo y no hice absolutamente nada por pillarla. 
Adiós, semilla. 
Hola, Wilder.
Hola, Coltrane. 
El caso es tener a alguien a mano cuando llegan esos momentos de flaqueza y uno precisa un sostén. 
A mí me gustaría perderme en el de Roberta Pedon, una hippie de California que triunfó en el posado retro sin caer en el porno.
Hola, Roberta.
Dios me habla en haikus. 
Un dios contenido, un dios filatélico. 
Símbolos embutidos en un traje muy precario. 
El dios en el que no creo es el Dios de las catedrales. 
No porque no le vea sentido. 
No tengo argumentos para sostener que exista o que no lo haga. 
No poseo ninguna información fiable al respecto. 
Creo con el mismo énfasis con el que los demás lo hacen. 
Igual hasta por las mismas circunstancias. 
De pequeño rezaba a Dios cuando intentaba conciliar el sueño. 
Probaba frases. 
Hacía (en esa intimidad en la que uno piensa casi en voz alta y hace un balance de cómo ha ido el día o de cómo va la vida) de escritor en ciernes. 
Todos los niños son, en el fondo, teólogos amateurs. 
Dicen cosas que luego, en la edad adulta, les produciría rubor. 
Ay si fuese sólo rubor. 
El niño es un ser puro al que la pureza le llama con insistencia. 
Por eso el preceptor religioso le inculca el catecismo fundancional. 
La idea de un Dios y la idea de un coro arcangélico de devotos que están en el cielo, a salvo de las inclemencias del dow-jones y de la cirrosis hepática. 
Yo me quiero morir sin más, mire usted. 
Parezco Rajoy con eso de mire usted. 
Hola, Mariano.
No sé si creer en Dios puede ser un contradiós. 
Es la excusa para perfecta para tanta barbarie que dan ganas de creer un poquito y hacer el ganso con coartada. 
Sobre dios (o sobre Dios o sobre d-i-o-s) se han escrito más páginas que casi sobre ningún otro personaje histórico. 
La línea más pequeña y la más irrelevante habla de Dios aunque su autor, el más estulto entre los autores, el más zopenco y el de menos talento, no lo sepa. 
Dios está en la barra de los bares, en la cubierta del Potémkin, en la barba de Walt Whitman, en el sonido que mi iphone proyecta cuando en el whatsapp escribe mi amigo K. Dios está en mi iphone. 
Está en las tripas de la máquina, en el corazón de la bestia, en el circuito más inteligente de mi teléfono inteligente. 
Dios en banda ancha, Dios en un fino hilo de cobre que recorre la salita en la que escribo. La acabamos de pintar. 
Está reluciente. 
Huele todavía a limpio, a desinfectante, a amoniaco y a lejía. 
Dios está en la lejía y en los átomos del mistol vajillas. 
Dios en el Jack Daniel's y Dios en el solo de Chet Baker en Amsterdam poco antes de que le partieran la boca unos traficantes. 
Dios es un no-argumento. 
Se cree sin cortarlo. 
Al contarlo, al formularlo, se desvanece el efecto y todo es un compromiso intelectual, un querer porque haber visto a tantos haber creído. 
Siempre pensé en los constructores de catedrales y pensé en lo que les movía, en la fe indesmayable que levantaba un prodigio como ése. 
Lo hablé con mi amigo Juan Manuel hace pocos días: entré en la catedral de Lugo y me sentí empequeñecido, me sentí una puñetera mierda, me sentí un despojo. 
Con eso contaba los constructores. 
Con el efecto empequeñecedor. 
Con la certeza de que el que entraba en ese templo perdía, por el hecho de entrar, poder sobre sí mismo. 
Era un acto bélico, una batalla ganada nada más poner el pie en la piedra y contemplar la construcción. 
Soy un fan de las catedrales del mundo: las visitaría todas. 
Iría de una en una, tomando notas, haciendo fotos, escribiendo en mi facebook las pinceladas iniciales. 
Descubriendo el aire en el aire.
Perdido en la secreta armonía del cosmos.
Buscando a Dios en la palma de mi mano.
Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia.
La gracia llena de fulgor el pecho.
La gracia alfabetizada, compartimentada, estabulada.
La gracia domesticada.
La gracia hecha mascota paseable.
Toda la gracia, la pura y la impura, escribiendo el texto.
No hará ni pizca de gracia.
No lo pretende.
Dios no es un asunto risible o lo es enteramente.
La belleza será convulsa.
O no será.
Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo. 
Se me abre cartesianamente el alma.
La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas.
El alma visible.
El peso del mundo es amor.
La luz es un vértigo.
Dios me asiste y me conforta.
Lo miro en silencio y me mira.
Le tuteo.
Le abrazo.
Me aturdo.

Un evangelio pulp

No tengo la seguridad que tiene José Manuel Benítez Ariza en eso de que los que mejor leemos la Biblia somos los ateos. El buen cristiano, metido en faena evangélica, puede ahondar en lo que yo no sabría, perderse en la oscura promiscuidad de sus personajes, en su tenebrosa épica. El buen ateo (las medias tintas en esos asuntos de la fe no son aceptables) accede al texto varonil, percutido de milagros y de venganzas, escrito prodigiosamente, prescindiendo de toda la didáctica, admirando la metáfora como metáfora, contemplando un escenario ajeno, que le entretiene, pero que no le afecta más allá de la constatación de una voluntad narrativa. No tengo la seguridad de mi amigo José Manuel porque quizá no he leído el libro de los libros con el empeño que debiera. Me apunto la empresa.

Borges sostenía que la Biblia era un admirable compendio de literatura fantástica. Distraído en Borges, enmarañado con el peso de los clásicos, a los que uno vuelve de vez en cuando y a los querría volver con mayor ahínco, desatiendo la monumental serie B con la que se ha alimentado mi voluble alma. Desoigo lo pulp. Me pierdo el runrún de la barbarie mediática. Embrutecido, consciente del roto que van dejando los excesos, pero feliz por disfrutarlos. Desavisado se vive mejor. Enfangado. Pedestre. Exento de protocolos. Manumitido de toda trascendencia. A ras de víscera. Respirando sin pensar en el aire.

28.1.13

Cliffhangers, macguffins y wertadas




 No sé si prefiero los cliffhangers a los macguffins. De los primeros, amo esa sensación de cópula interrumpida, de folletín decimonónico, fascicular. De los segundos, amo su vacío absoluto, toda esa evidencia de hueco sobre el que se edifica el mundo. No sé si soy de J.J. Abrams o de Alfred Hitchcock. No sé si me entusiasma más Jack Bauer o Nicholas Brody. Nada distinto a lo que hacían los clásicos. Revisen Los miserables. Es un cliffhanger absoluto.  Esa manera de cerrar un capítulo, esa miel en los labios, esa especie de erotismo metalingüístico. Revisen Lovecraft ahora. Es un macguffin absoluto. Ese miedo ancestral, larvado, del que no sabemos mucho y del que no debemos saber nada más para que todo funcione. No han inventado nada estos geniecillos de la Fox. Ni Hitch fue padre de su propia criatura. Todo están en los griegos. Todo está en la poesía latina. Y quiere Wert jodernos todo eso. Vamos, hombre. Viva Ulises. Viva George Kaplan.

Presumir de alma




1  
K. me advirtió hace tiempo del peligro de la informática: no el previsto, el que sentencia que acabaremos alienados, convertidos en esclavos de un sistema de control tan eficiente y vinculante que no será posible la realidad fuera de su ámbito de influencia. K. ajusta su intuición al malévolo ejemplo que dan los programas de ordenador al incluir en su paquete de opciones la de poder ser desinstalados desde su propia configuración. Algo así como si el ser humano, al modo en que los espías de la Guerra Fría se tragaban una pastilla que los mandaba al otro barrio sin mayor estrépito, pudiese desactivarse pulsando (simplemente) un botón. El problema (insiste K.) es dónde alojar el botón fatídico. Una mera cuestión cartográfica. El suicidio no puede ser producido accidentalmente ni tampoco puede ser obra de un desatino que luego (miradas las pruebas condenatorias de uno mismo, razonada la fiebre y el deseo homicida) quede en nada, en un arrebato de adolescente, en un desquiciamiento súbito. K. añade: "Al menos el ordenador, luego de perpetrar el programicidio, tiene la opción de reinstalar el paquete original, el que venía de fábrica. También podemos acudir al establecimiento más cercano o al portal pirata más a mano y agenciarnos una versión mejorada del software".

2
La ilusión de que las máquinas hayan avanzado más en logros morales que el pobre hombre, perdido en el interesado mapa sentimental que la severa (en lo que quiere) prescripción cristiana ha ido inoculando durante siglos en la sociedad, hace pensar que quizá algún genio de la nanotecnología con suficiente poder de convicción y calado en el tejido mediático (eso es, al cabo, lo más importante) propondrá, en breve, la audacia de que el hombre arribe a este mar de penalidades que es la vida (hoy es lunes, me siento particularmente alicaído, pesimista y poco conciliador) con algún resorte secreto, una función apocalíptica dentro de la tupida red de cables, de poleas y de válvulas que dan entereza física a este alma que dicen que somos. No tengo muy claro eso de que un alma nos navegue por ahí dentro, que pese 21 gramos según cálculos poéticos o de minimalista zen, pero tampoco me importaría tener una que después de abandonar yo este valle de lágrimas (insisto: es un lunes retorcido) saliese de este envase temporal, al que no cuido como debo, qué voy a contarles, y migre por esos mundos de Dios (o del Google, a capricho del lector) en busca de algún nuevo cuerpo joven, fértil y prometedor en el que hospedarse otro capacho de años.

3
Lo de ir al cielo o al infierno lo veo más difícil. Más parejo al runrún de los tiempos es que nos instalen, allá en el futuro, un chismecito en la espalda, un botón remoto que nos permita (en casos muy específicos, en determinadas circunstancias) dar por finiquitado el trayecto, pero las cosas nunca son tan sencillas. A los suicidas, antaño, les negaban el camposanto. Ahora siguen siendo unos apestados, aunque sean éstos otros tiempos y se propague la idea de que el ser humano (el ciudadano) es dueño de su destino y puede controlarlo, censurarlo, acelerarlo y (en el más triste de los casos) interrumpirlo. Material, no obstante, para una buena historia de ciencia-ficción. O para una pastoral de la Santa Madre Iglesia: Teología-ficción. En cómodas entregas fasciculares. No me duelen prendas (qué coño será eso de que te duelan prendas, diría Millás) admitir que una parte mía, una a la que doy de vez en cuando rienda suelta, me pide ser de otro modo, observar con mayor respeto los dogmas y los predicamentos de la fe (sea la que fuese) y presumir de alma, concebirla como una criatura maravillosa por ahí, en mis oscuros adentros; maravillarme de que crezca conmigo y me abandone un día, flotando entre candores celestiales, divisando este camino de espinas en el que nos están haciendo andar. Pero ya digo, todo es matizable. Es lunes y me espera (en nada, en un plisplás) una jornada ciclogenética, por lo menos. Ah, y si el amable lector busca alma en el buscador de imágenes del eficaz google encontrará un batiburrillo new age de escenas cósmicas. No sabemos dibujarla. Será porque no existe o porque, existiendo, no se aviene a que la cartografiemos. En realidad no creo que el hombre haya hecho otra cosa. Buscarla. Dar con la manera de entenderla.


22.1.13

Obama is on fire





Estados Unidos no es solo un país. Es un negocio. No hay forma de entenderlo sin que intermedie alguna transacción económica. En un sentido menos mercantilista de las cosas, Estados Unidos, aparte de país y de negocio, es un enorme parque de atracciones. Importa escasamente que casi cincuenta millones de personas vivan por debajo del umbral de la pobreza y que casi trece millones estén desempleados. Da lo mismo que la pena de muerte siga en vigor en muchos estados o que la mitad de la población del país tenga fácil acceso a las armas y algunos de los que las manejan arramblen a tiros en espacios cerrados y luego se descerrajen uno en la boca, a modo de epílogo. Esa es la parte gris del negocio, pero los colores no pueden dejar de resplandecer y la música no puede dejar de sonar. La de anoche fue una música festiva, la que los americanos (los de una parte de Norteamérica) flipan con la opulencia del showbusiness y aceptan la puesta de largo de la democracia como un número más de los que ocupan los escenarios de Broadway. Algo de eso, de número teatral, tuvo la investidura de Barack Obama. No hubo ningún francotirador que le volara la cabeza, pero incluso esa locura entraría en las previsiones mediáticas de un país que todo lo traduce a espectáculo. El mismo magnicidio de Kennedy, cincuenta años después, sigue siendo materia narrativa de primer orden. Y yo, que me considero un agradecido espectador, huyo de estos festejos irrelevantes. Me causan un rubor que no escondo. Entiendo las causas, razono la suprema importancia de la coronación del Comandante en Jefe, del Hombre Más Poderoso Del Mundo, uno al que se le perdona (a beneficio de catálogo) que una becaria le practique una fellatio en el Despacho Oval, a la vera del botón del armageddon nuclear. Aquí, a falta de botón final, de becarias procaces o de presidentes salidos, tenemos al agrimensor Rajoy, cruzado contra la negritud de los números, instalado en la ingrata felicidad de liderar un país que no se deja liderar por nadie. Así que anoche, viendo en un zapping volandero, el Let's stay together de Obama y de Michelle, apreciando el nuevo look de la Primera Dama, que su entronizado marido se apresuró a ensalzar con un "Me encanta tu flequillo, amor mío", pensé en la farándula como expresión íntima de la clase política. A todos les encantaría tener la naturalidad de Obama y bailar delante del mundo (ojo, delante del mundo) su pieza favorita o decir cuánto aman a sus esposas y qué afortunados son por nacer en la mejor tierra posible. Eso es América, amables lectores. Es la tierra prometida. No sé si cumplida, pero la prometieron, la vendieron bien cara y todavía hay quien se afana en intentar sacarle provecho y hacer caja.









20.1.13

Para quien se ha ido / Pequeña endecha de domingo


 

A lo que no se nos enseña es a comprender la muerte de los demás. No hay una pedagogía del buen morir. Los creyentes la adornan con la figura del paraíso y quienes no creemos, en esa orfandad de lo eterno, nos obstinamos en mimar los recuerdos que los muertos amados nos van dejando. En este asunto de la memoria no aprecio diferencia entre el buen cristiano y el buen ateo. Ninguno exhibe, cuando los suyos se van, credenciales que certifiquen lo mucho que amaron a sus difuntos. Somos filósofos a poco que pensamos en la muerte. De hecho, la filosofía (ya en el Fedon, con la elocuencia funeraria de Sócrates de texto de fondo) hurga en la muerte y cuestiona su naturaleza. No ha dejado de hacerlo desde entonces. En el fondo, toda su Historia es ese diálogo primerizo (el platónico) pero revisado y aumentado durante siglos.

En la muerte de un familiar cercano, en el tanatorio, en las honras fúnebres y luego, en una gris y lluviosa tarde de domingo, en el feísimo cementerio de la Fuensanta, en Córdoba, he pensado en el valor excepcional de los recuerdos y he ido repasando, a lo largo del día, en un tributo íntimo a la memoria de mi tío fallecido, los momentos que compartimos, la felicidad atravesada de navidades y de peroles en el campo, de tardes en el brasero, de bares más tarde, cuando mi edad y mis vicios me inclinaban a frecuentarlos y a beber y a fumar desconsideradamente. He ido escribiendo en mi cabeza esa lista copiosa de instantes que no se han marchado cuando le han metido, al pobre, en su última residencia. No nos enseñan en la escuela a pensar la muerte (aunque hubo unos manuales que se pretendió divulgar en las aulas sin éxito alguno), pero quizá la educación y la cultura que sí que se enseña (y admirablemente, en mi opinión, a pesar de los recortes y de la mala fama que algunos se empeñan en darle) consiga que seamos comprensivos con la muerte y la afrontemos con la conformidad de quien sabe que nada puede hacer para frenarla. Duele hasta lo indecible que la muerte canalla visite nuestra casa y se lleve a quien todavía tiene una vida por delante. Duele que nos roben todos los momentos preciosos del futuro, los que sabemos que sucederán y que la parca puta extirpa a cara de perro, sin paliativos narrativos, a bocajarro. Escribo esto porque hoy he tenido un día terrible despidiendo a quien se ha ido, pero he disfrutado (y mucho) pensando en todo lo que nos dio a los que le tuvimos cerca. Es cierto eso que se dice (amablemente, para el consuelo de los deudos) de que no se ha ido y que está con nosotros para siempre. No sabe uno si habrá un consuelo distinto que el de las palabras y las imágenes atropellándose en la cabeza. Esta noche la mía está ocupada de vida, aunque la familia se haya congregada alrededor de la muerte.

11.1.13

El síndrome Nicolas Cage


 
No sé si hay variantes softcore de la alta novelística rusa del siglo XIX. Como no tengo tiempo ni ganas de perderme en el corazón del hombre, busco enconadamente (de verdad que anoche le dediqué un buen rato a buscar en las gacetillas culturales una pastillita que me aliviara el destrozo) un libro o un cómic o una película que me cuente, a su modo, sin la hondura de los clásicos, la verdad de la condición humana. Ya meditos en faena, me valdría un documental, una brizna de didáctica, un sencillo resumen de las cosas que pasaron y de cómo acabó todo. Todo ha venido por la visión (musicalmente agotadora) de la última película de Tom Hooper, Los miserables. Salí con ganas de meterme el tocho, ganas que no dismimuyeron cuando cogí una edición antigua, de minúscula y bizarra letra, que ocupaba desde que me mudé un pequeño lugar en la balda más alta del mueble en donde (de momento, hasta que revienten las escuadras) alojo mis libros. Me descorazoné cuando comprendí que necesitaría un mes para llegar a la misma conclusión que ya tenía. Avergonzado por blandir un argumento tan infame (la cultura es la cultura, los clásicos son los clásicos) reinicié la lectura hasta digamos la parte en la que Víctor Hugo relata cómo Jean Valjean entra en la cámara del obispo, que duerme un sueño que, a decir del autor, contempla cielos misteriosos. En esa página 97 de la edición que Orbis publicó en 1982 no había sentido de verdad la punzada de la trascendencia. Estaba contemplando una escena en la que se discernía la naturaleza delictiva (o no) del presidiario Valjean. Lo estaba haciendo en mi cama, entrando con muchísimo gozo en un sueño, quizá menos vivido que el del obispo, pero igual de reparador. A diferencia del creyente, la entrevela del descreído apenas se cuestiona altas razones metafísicas. Pienso en si he pasado un buen día, si ha habido algún momento de especial júbilo en su decurso, si hay algo a lo que deba prestar una atención o un desempeño más intenso en el día venidero o si, en última instancia, he molestado a alguien o alguien me ha molestado a mí. Y razono que está bien perderse así en las brumas del sueño. Limpio en la conciencia, incapaz de desear mal a nadie o convencido (quizá falazmente) de que nadie me desea mal alguno a mí. Por eso le doy tantas vueltas a perderme en el corazón del hombre, en volver a los clásicos, en los que bebí de joven y a los que acudí después, pero con quienes no deseo trato ahora. De acuerdo, soy un cobarde, me he convertido en lo que siempre rechacé, un consumidor de cultura rápida, uno que se pirra por la última peli de Michael Bay y no se molesta en rever (ay) la filmografía completa de Bergman, un desgraciado engolosinado por los blockbusters y por los bestsellers, ya ven, palabras inglesas que, en muy resumidas cuentas, explican el triste destino de la raza humana, encarnada en mí como pequeño (a pesar de mis kilos) icono de su decadencia. Tengo amigos que pensarán que desvarío o que hago una sencilla gracieta bloguera de viernes (hoy que no tengo el cuerpo muy católico y he decidido no irme de bares y refugiarme en la mesa camilla, en el brasero y en lo que echen en el plus) pero sé bien que se equivocan. Que ya no soy el voraz lector de antaño o, en todo caso, lo soy de un modo precario, de poca exigencia, contento con la banalidad, como Nicolas Cage. Soy una especie de Nicolas Cage doméstico. Después de la alta y maciza literatura, allá en mis baldas de más difícil acceso, he bajado a la periferia, al zapping libresco, a olisquear aquí y allá, sin entrar a fondo en nada, como ensimismado en mi abandono, limpio de culpa, consciente de que en cualquier momento, espoleado por quién sabe qué arcana resorte, invisible ahora, volveré a la espesa estepa rusa, al alma de la estepa, a todas esas formidables pinturas de la condición humana. De momento, a la espera del numen, merodeo obras menores, historia de un fuste narrativo menor, grandes éxitos de las estanterías más visitadas del Corte Inglés. Mañana o pasado mañana o la semana que viene, me dejo engolosinar (ay cómo me gusta este verbo) otra vez por las cimas del talento. Espero que este enfangamiento no me afecte. Pido aquí que se me conceda la gracia de la resurrección. A Nicolas Cage, a lo visto, se le resiste. De lo único a lo que me resisto fieramente (como dice mi amigo K.) es a admitir públicamente que me está gustando Paulo Coelho. En esta desnuda evidencia de mis vicios, el amigo avisado, el que me trata y al que confío mis más hondas cuitas, sabrá si hablo en serio o estoy desbarrando. Ni yo a esta altura lo tengo más o menos claro. Ahora, discúlpenme, voy a ver si pillo el argumento de lo que echen en el plus. Total, seguro que no es nada del otro mundo.

9.1.13

El Temerario remolcado a dique seco / Bond sublimado




De Skyfall, la última de Bond, de la que me gusta casi todo, me quedo con la parte menos viril, la que no ofrece la violencia al uso o incluso la que no muestra al Bardem portentoso. Es justamente la parte de la trama en la que no existe tal trama y no se añaden elementos narrativos que la hacen avanzar. No sucede casi nada, pero lo que ocurre informa de algo relevante sin cuyo concurso (tal vez) no sería posible comprender lo demás, es decir, las persecuciones, la venganza, toda esa morosa deconstrucción del héroe que Sam Mendes y su equipo de guionistas priman a la hora de contarnos cómo es James Bond en el siglo XXI y hacia dónde camina la franquicia en entregas posteriores. Sucede cuando Bond (un austero y pragmatico Daniel Craig) acude a un museo para que Q, el clásico suminstrador de logística, le ponga al día sobre el nuevo material de derribo. Ahí observamos al héroe entregado a la contemplación del arte, ensimismado, embebecido, consciente (dolidamente consciente) de que como el Ulises del poema de Tennyson que cita M su vida naufraga y se iza en el desastre, se acomoda en el mal y encuentra asideros desde donde pujar de nuevo. El cuadro que observa, El HMS Temeraire remolcado a dique seco, pintado por William Turner, es en realidad una visión paralela de la historia del propio Bond. La gloria de la Marina Británica, el buque a vela insignia del Imperio, es retirado por una máquina de vapor, llevado a los astilleros para que acabe desmembrado. Ese espejo casual, en el que Bond no desea verse, marca el tono gris del film, su vocación épica (siendo a pesar de todo, en apariencia, la película menos épica de la saga)

El Bond íntimo de Mendes es un tipo con unas inquietudes que antes desconocíamos. Del Bond crepuscular de Mendes, el primero inscrito en esta lectura sentimental del espía, me quedo con cierta metafísica barata que, ya puestos, no difiere en demasía de la que uno pueda sacar a relucir en el día a día, sin entrar en honduras. Hermanados ya James Bond y un servidor, engullidos por el abismo, como escribió el poeta Tennyson, corazones heroicos de temple similar, veo la película como un actioner melodramático. Algo parecido a lo que Christopher Nolan ofreció en su trilogía de Batman. Algo parecido a lo que jamás logrará Ethan Hunt o Jason Bourne salvo que, a petición del graderío, vuelven los grandes poetas griegos y se les encomiende reescribir la épica bondiana.

No sé si a la salud del negocio le interesa un Bond introspectivo, pero no tengo ninguna duda sobre la bondad de esta revolucionaria idea a beneficio cinéfilo. En cierto sentido, con Skyfall, la serie de James Bond no incurre en la mecánica previsible de otros blockbusters y airea, privilegiando al iniciado, una especie de tour de force entre el pasado y el presente, entre la orfandad del personaje (ya vislumbrada en Quantum of Solace) y la respondabilidad del oficio que desempeña. Es cierto que el mito ha sido dejado a la deriva, pero lo ha hecho humano, cercano. Le han puesto delante un espejo y le han obligado a mirarse como nunca antes lo hizo. Lo han asesinado y lo han resucitado. La impostada epifanía pop del personaje ha mutado en un melodrama intimista.



6.1.13

Vindicación festiva de los bares (con coda)


Los bares son uno de los últimos refugios de la alegría que van quedando. Incluso estoy por pensar que no es necesaria la presencia alada de la alegría y que los bares pueden contribuir a la tristeza que antecede a la forja de un poema o a la caligrafía minuciosa de una carta de amor. Yo creo haber escrito alguna en ellos y no me entra en duda alguna que haya manuscrito un buen número de servilletas en las que he ido dejando rastros de aquello que entonces bullera dentro, dicho de una manera periférica. En bares, acodado en la barra o en la cómoda distancia de una mesa, he leído pasajes de la más alta y noble literatura. En ocasiones, dejando a un lado la hondura, he olisqueado libros de baja estopa, crónicas de fantástica serie B, folletínes de una belleza abrumadora. Luego está la errabundia de periódico en periódico. Nada mejor que desayunar con las penurias del banquillo blanco y comprobar, a pie de café, mientras afuera la lluvia cuelga su manta de fraternidad antigua, que Mourinho sigue siendo un tipo despreciable en lo que expresa y admirable en su empeño antológico de ganar por encima de todas las cosas o que la Zarzuela salga a la calle para ganarle al Rey adeptos, adictos y hasta fanáticos.  Los bares, en su cálido confort de casa prestada, ofrecen la mullida evidencia de que siempre hay un sitio en donde pasar desapercibido o donde exhibirse tumultuosa o incluso impúdicamente. Es lo que mi amigo K. llama aura. Los bares, no todos, por supuesto, la tienen. No se vende casi nunca, no se manifiesta en tablones junto a los precios de las consumisiones, pero es el aura lo que hace que un bar adquiera ese adorable rango de templo de las palabras o de los silencios, de techo bajo el que cobijarse cuando arrecia el dolor o de lupanar en donde enfangarse de vicios cuando explota la alegría, y la ebriedad (ese vértigo de la sangre) te conforta, te expande, te invita a dejarte llevar por los sentidos. No puedo cerrar esta vindicación festiva de los bares sin hablar del café, sin el que no podría vivir. Lástima, en parte, que las leyes (estrechas, punibles algunas) hayan borrado de ese mapa de la felicidad el humo de la nicotina barriendo el aire, escribiendo voluta a voluta un poema invisible, venenoso (a qué engañarnos) pero fértil y hermoso. Claro, a este final alguien le añadirá su desacuerdo, que entiendo y hasta comparto. Yo solo quería contarles mi devoción sencilla por el negocio, y probablemente no sepa expresarme como debiera y manifestar lo mucho bueno y lo mucho malo que ha habido en sus dominios. Como la vida misma. Anoche, sin ir más lejos, buscando un bar en donde dejarnos caer para librarnos del agobio de la Cabagalta de Reyes, dimos con uno que deparaba una agradable sorpresa. He allí al amigo Manolo Rueda, al que no veía desde hace una barbaridad infame de años (dos semanas y media, corrigió él) y al que todos dimos abrazos, festejando la existencia misma de la amistad, la bendita ocurrencia del azar, que nos regala a veces afectos inesperados.

Coda:
Celebra uno la llegada de los Reyes Magos con parecida ilusión a la que les dispensaba cuando más joven. No somos nunca viejos del todo para levantarnos bien temprano y buscar en el salón, junto al portal de Belén o el árbol, los regalos que han tenido a bien dejarnos mientras dormíamos. Habremos sido buenos, alguien nos habrá querido. No importa la valía del agasajo: a lo que uno aspira es a que alguien nos haya dedicado un poco de su tiempo pensando en qué nos haría felices. A mí, con poco, se me contenta. Aun caprichoso como soy, en días como éste, gano con las caras de los demás, con el efecto que hacen los presentes que yo les elegí. Y ahora me disculpan. Voy a mi tierra a ver qué hay debajo del árbol.

4.1.13

The Jazz Age / The Bryan Ferry Orchestra / En deuda con las raíces


Que el jazz es una fiesta lo confirman discos como éste que el viejo Bryan Ferry, celebrando sus cuarenta años en la industria fonográfica, acaba de poner en órbita. Son piezas del repertorio clásico de Roxy Music y del propio Ferry en solitario arregladas a la manera de los años 20, periodo del que dice sentirse en deuda porque fue el que escuchaba y el que le hizo adquirir la sensibilidad hacia la música que posee. Lo maravilloso de esta aventura es la propia naturaleza que la crea, el regreso a las raíces, la vocación vintage de un genio de la música que, en la edad provecta, no hace como otros de su quinta (Rod Stewart a la cabeza y también más recientemente Tom Jones o Paul McCartney) recreando (sin excesivo entusiasmo) standards del jazz. Lo que Ferry propone es una relectura de su repertorio como si (literalmente) hubiese sido escrito en los violentos y sincopados años 20. Distraído uno en el swing, apenas distingue qué piezas son las que suenan. Ferry desatiende la melodía de las canciones y se afana en hacernos creer que son enteramente nuevas, que en el siglo XXI, a pesar de los gagdets, las aplicaciones de los smartphones, la publicidad viral y el Gangnam Style de las narices, no ha dejado de sentirse en deuda con el pasado, al que (en ocasiones) volvemos para aprovecharnos de él, pero no es ahora el caso. Ferry hace un tributo, uno que ni siquiera prescinde de una calidad de grabación afeada, pensada para que el amable oyente piense que está escuchando un disco de pizarra, uno de esos discos incunables que educaron a nuestros abuelos.

Chet


 Fue uno de esos rostros perfectos del precario star system del jazz en los cincuenta. Luego los excesos levantaron la cartografía exacta del dolor, que a veces era un chute de heroína en el muslo, una zona escasamente transitada de agujas, o una temporada en la cárcel para saldar deudas con la sociedad a la que regalaba el don de la belleza con su trompeta. Ya saben, cosas de camellos. Chet Baker está ya hecho polvo en esta fotografía, portada de un disco que llevo escuchando a trompicones, con entusiasmo, con siempre renovado asombro, desde anoche. No toca como solía: se ve la pereza, la pérdida de la jovialidad. Chet, en este último gran concierto, toca triste, pero me da exactamente lo mismo. Sólo hay que mirar la fotografía, los ojos perdidos en algún lugar al que no podemos llegar sin contemplar el dolor en detalle.


2.1.13

El pudor no existe

Anoche mi amigo K. me aconsejó que dejara el blog. Sostuvo la infame teoría que usaba el poeta Rainer María Rilke para su poesía y quién sabe si para su vida: eso de que todo a lo que se entregaba se hacía rico, quedando él pobre. Mi pobreza es circunstancial, en todo caso. La riqueza del blog, una amabilidad semántica de K., que me aprecia después de tantos años soportándonos y consultando el oráculo diario de la amistad por ver si encontramos algo nuevo. Contra pronóstico, el tiempo juega siempre a favor. Cuanto más días acumula el contador de entradas, ese chivato de las estadísticas que me dice que han ingresado en el blog más o menos transeúntes casuales que ayer y que alguno, oh fatum, ha permanecido en un post lo suficiente como para leerlo, más apego siento por la ocurrencia de inventar este rincón. Me puede pasar como a un buen amigo (bloguero, inevitablemente en este caso) que cerró el kiosko al sentirse abrumado por la necesidad de escribir. Como la bestia que precisa carne todos los días. Como la novia ninfómana que nunca tuvimos del todo. Como el chute semántico que precisamos para no caer del todo en el abismo. El fiscal, el yanki, tendrá más fuste social, pero el mío, mi abismo es semántico. Son las palabras las que me alejan de él o son las que inclinan mi cuerpo gordo hacia su vértigo y su fiebre. 

A K. le confío mis cuitas porque se pringa: hay que premiar al tozudo, aunque lo que nos revele termine por molestarnos. Él escribe unas cositas sueltas en una moleskine doméstica que guarda en su chaquetón de invierno y que, en verano, olvida en casa y la desatiende casi por completo. Así no se pueden hacer las cosas, le suelto mientras apuramos un café en un bar. Están empezando a caer unas gotas. En Lucena, en mi pueblo de ahora, llueve menos que en Ubrique, un pueblo de antes. A mí me gusta escribir cerca de una ventana desde la que se puede ver la lluvia. Literatura de Navidad, apuntes sentimentales a pie de cerrar un año muy bueno en muchas cosas y nefasto, por supuesto, en otras. Muy bueno. Muy nefasto. Letras heridas por el frío tuteladas en el forro de tela de marca. Recuerdo cuando empecé a escribir: recuerdo sobre todo la distancia entre el pudor y el deseo de liberar algún tipo de dolor que me oprimía el pecho. Venció la liberación de toda posible toxina. El pudor no existe, K. El blog es un campo nudista, en ese sentido: una especie de territorio libre de abrigos en el que es posible mostrar todas las miserias de nuestra caligrafía y, quién sabe, algún posible brinco del genio creativo que todos llevamos dentro. Rilke murió paupérrimo y eso que la poesía no es un género al que se entreguen toneladas de material confesable. En un blog cabe de todo y caso de que tuviésemos todo el tiempo del mundo podríamos dedicarnos en exclusiva a facturar entradas y a contar el ritmo de la respiración de los pájaros que se posan en el alféizar de mi ventana, a renombrar la dicha. Esta tarde la dicha se llama Charlie Parker: Charlie Parker otra vez. Charlie Parker with Strings. No sé si ya estaba muy tocado, pero sopla como un ángel bendito.

Este Rilke dio con la frase favorita de K. O fue al revés. Nunca encuentra quien escribe mejor pasión que la retorcer las palabras y encontrar en el envés de ese agravio el zumo exacto de su significado. Ahí andamos. En la franquicia del tedio, en el júbilo, en la concurrencia divina de algunos azares que posibilitan que llame un amigo justo cuando más lo echábamos en falta o que la realidad no nos aturda en exceso. Suele hacerlo. Suele noquearnos a gusto con la certidumbre de que no podemos librarnos de ella. Volvemos, incautos, a la plaza de armas. A la disciplina de las horas. En esa disciplina estamos todos. Previsibles, programados. El pudor no existe, K. No voy a dejar el blog. No creo que sepa soportar su ausencia, la presencia tangible de las palabras, del traje que las viste. Un blog es un campo nudista, pero es también un vestidor en el que fuésemos abandonando todas las prendas que hemos usado durante nuestra vida. Se podría escribir una biografía a partir de ese inventario textil. Mi vida es lo que visto, pero solo soy yo cuando estoy desnudo. Al escribir, uno se desprende de lo ajeno y queda en lo más acendradamente humano. No acabamos de entender la razón por la que ofende la epidermis. El porqué del pudor. Todos los porqués de la carne. Será la educación religiosa, toda esa lista de pecados. Son los pecados los que no existen, K. En todo caso, los delitos, pero incluso esa viraje jurídico (o sentimental) puede discutirse. Ya ves, palabras. Empezamos bien el año. Salud a todos.

Feliz año Mingus





"Toma un contrabajo, Mingus. Eres negro. Por mucho talento que poseas, nunca harás nada bueno en la música clásica. Si quieres tocar, tienes que tocar un instrumento negro. Jamás llegarás a golpear un violonchelo. Aprende pues, a golpear un contrabajo."  

Buddy Collette.




Charles Mingus es probablemente el mejor contrabajista que ha parido el jazz con permiso de Ron Carter, que será un Mingus de más amplio alcance (son otros tiempos) y ocupará en las enciclopedias del jazz un puesto ilustre a la altura de su ilustre maestro. Sí, claro, ahora alguien en plan purista, un forofo de los buenos, dirá qué me impide nombrar a Pettiford, a LaFaro, Hayden o a Chambers. Y no estoy dispuesto, en esa tesitura semántica, en ese dar nombres a vuelatecla, dar la impresión de ser dogmático. En lo que no me rebajo es en la cabecera primordial llamada Mingus.
El contrabajo, en el jazz, es un instrumento glorioso, pero el oído no lo reconoce con el mismo vigor sonoro con el que acepta la presencia de los metales o de un piano, pero cuando lo percibes, cuando entiendes qué te cuenta y con qué dulzura, lo buscas en cada disco de jazz que pillas, y en el aprendizaje lento y hermoso de los géneros y de los músicos hasta llegas a reconocer patrones, ejecutorias, cierto tipo de canon doméstico con el que te manejas y con el que, sobre todo, disfrutas.
Criado entre predicadores y negros con temperamento racial, Mingus descubre a Duke Ellington en la radio y aprende violonchelo y trombón. Ejecuta piezas clásicas, pero el jazz sanea mejor el alma, la desaturde del caos en el que vive la sociedad norteamericana en los convulsos treinta y los bélicos cuarenta. Luego viene el contrabajo, el piano, la dirección de sus big bands y el amor infinito hacia la música. Las refriegas racistas, el carácter violento que le caracterizó y el cansancio moral de vivir siempre en continua batalla (contra blancos extremistas, contra negros condescendientes, contra la dictadura terrible del dinero y contra el tiempo) le hicieron retirarse cuando estaba en la cúspìde absoluta del jazz. Lo hizo sin ruido, al modo en que su instrumento suena en el volcánico ejercicio del bebop o del free jazz o de la tercera vía a la que siempre se inclinó. Murió en Cuernavaca, en Méjico, en 1.979 y sus cenizas fueron esparcidas por el Gánges.






2
Recuerdo un disco (en vinilo, luego convenientemente grabado en una cinta de cassette TDK, qué tiempos) que me prestó un amigo. Era Mingus Ah Um, el disco infalible para descubrir el jazz. Treinta años más tarde de ese descubrimiento, año arriba o abajo, sigo escuchando con absoluta perplejidad. Me produce más emociones que entonces, me llena infinitamente más que en aquellos años de aprendiz elemental, precario y lleno todavía de muchísimos prejuicios. A nadie, salvo a mí, le gustaba el jazz. Tuve un amigo al que le intenté explicar las razones de mi idilio y sólo conseguí que ampliara un poco más la lista de extrañezas que me tenía adjudicadas. Además Ah Um sale el mismo año, en 1.959, que el fabuloso Kind of blue, el mejor disco de la historia del jazz a juicio de algunos fanáticos que le dedicamos a este género parte del alma. Y también Giant steps, obra inmortal de John Coltrane, o Time out, el mejor disco comercial del jazz firmado por Dave Brubeck, recientemente fallecido,, y su inseparable Paul Desmond.

3
Ojalá hubiese empezado 2013 escuchando a Mingus. Digo la parte de la noche en la que ya acaba la fiesta, se van recogiendo los platos y las botellas y uno enfila el camino a la cama, pensando en la trascendencia o en la intrascendencia de que el calendario ha movido una cifra y sea, al día siguiente, al poner el pie en la primera luz del día, año nuevo. No lo hice así y lamento que buscara el sueño buscando inútilmente una emisora de radio que me confortara o que, en todo caso, no me irritase. Suelo llevar a mano, en viajes, un ipod bien cargado de música. Lo uso en momentos de estricta necesidad como un paliativo de la realidad, una especie de lenitivo del rigor de las horas. Hay algunas que parecen infinitas y otras que, por causa del afecto a las cosas hermosas o por injerencia del azar, pasan más rápido de lo que desearíamos, dejándonos satisfechos e insatisfechos al tiempo, como si la exigencia fuese tan alta que, antes de acometer nada, supiésemos ya que no nos va a llenar enteramente. Hay madrugadas en las que uno pide un poco de Mingus sin éxito. Hoy, al llegar a casa, he buscado de nuevo Mingus Ah Um, el disco infalible para descubrir el jazz, y lo colocado primorosamente en el Marantz, aireándolo con la convicción de estar saldando una cuenta invisible, una deuda contraída conmigo mismo, pagado a destiempo, disfrutada (a trompicones, yendo de un sitio a otro de la casa, deshaciendo maletas, guardando cosas) de una forma inefable. Inefable.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...