24.10.13

El manantial cegado



Casi nada que pueda recordar ahora de la primera vez que leí Rayuela. Tengo ocupada mi memoria con la idea de una Rayuela leída por un lector más adulto, confiado en cientos de lecturas previas. Hay libros que no deberían leerse hasta que has leído otros cuantos de un rango o de una hondura narrativa inferior. Pienso en la inocente lectura, despistada, poco atenta a toda las tramas que atesora, que hice del Moby Dick de Melville o de la Lolita de Nabokov, por citar dos de mis libros favoritos. Sé que no me van a abandonar nunca. De Rayuela no guardo esa impresión. Ha perdido con los años el apresto rompedor con la que la leí hace mucho, en 1990 o en 1991, no recuerdo bien. En realidad, salvo algunos cuentos (El perseguidor es mi favorito, con esa sombra fantasmal de lo que hubiese sido Charlie Parker) es Cortázar el que me atrae menos. Luego está Vargas Llosa, del que ya no leo absolutamente nada. Me dejó de interesar hace tiempo, aunque leo los sueltos de prensa que deja cuando abre o cierra ese o aquel seminario sobre literatura, política o carreras de podencos. De algunos autores, conforme uno está ya muy avisado de ellos, se queda uno con su producción breve. De ahí que gane adeptos el ensayo embutido en crónicas periodísticas o en artículos de opinión. Anoche, al bajar Rayuela de su balda, pensé en las horas compartidas con libros que quizá no vuelva a leer nunca. Como amigos que acaban yéndose y de los que guardas inmejorables recuerdos. Es cierto que se van; incluso es cierto que no deseas retomar la amistad en modo alguno, pero no debemos malograr la felicidad que nos depararon. Esas cosas son las que hacen que vivir sea un oficio maravilloso, ese caer en la cuenta de que la memoria nos abastece de placer en cuanto acudimos a ella. Rayuela, cumpliendo estos días cincuenta años de vida libresca, me incomoda más que otra cosa. No porque no desee drásticamente volver a leerla, que nunca se sabe, sino por la pereza que me supone siquiera el intento. Hay mucha desidia en esa voluntad disuasoria, en ese abandono lúdico. Algo parecido a lo que me pasa con el cine de Bergman o con algunos discos de King Crimson. Me dieron mucho, me concedieron alegrías enormes, pero los rehúyo. Creo que Bergman me aburriría muchísimo. Quizá yo sea otro y no aquél que andaba, entusiasmado y lírico, al cine-fórum de turno, extasiado con la posibilidad de estar dos horas en ese mundo fúnebre a veces, gris casi siempre, que registraba en sus películas. No creo que sea grave. Ni siquiera creo que haya tenido que consignarlo aquí.

22.10.13

Tea Party

                                                         Laurie Lipton

Tengo fe en eso de que la bondad acabará triunfando algún día. Digo la bondad absoluta, una especie de estado idílico de las cosas en el que no sea posible ninguna adversidad, en donde ningún placer acarree una fractura más tarde, sobre la que podamos abandonarnos sin que nada externo malogre ese confort moral o estético o espiritual. Esa fe mía no la ablanda la realidad. Está sustentada firmemente en mis creencias más nobles. Supongo que las tengo, aunque hay ocasiones en que flaquean, mostrando lo que no me gusta, la parte débil, el lado oscuro, la zona siniestra. Ojalá no sea yo un caso extraordinario y existan otros que tengan fe en la bondad, en su triunfo, pero de poco valdrá si no la vocean con más ahínco que yo, si no la airean más públicamente. Hacen falta gestos inútiles para que el mundo prospere. De ahi que podamos confiar en la poesía para que todo no se vaya a la mierda demasiado pronto. Así que hay que reformar el deseo que abre el post: tengo fe en eso de que la poesía acabará triunfando algún día. Digo la poesía absoluta, una especie de estado idílico de las palabras en el que no sea posible ninguna adversidad. A poco que lo pienso, en cuanto caigo en la cuenta de que no todo está perdido, me entra una alegría sencilla, como de juego recién comenzado cuando los juegos son lo único verdaderamente importante en la vida. En el momento en que dejamos de jugar es cuando asoma la muerte. Pensamos en el final del juego, en la conclusión del placer que proporciona. 

En el dibujo de Laurie Lipton hay una evidencia incontestable de que es la muerte la que sirve el té. Lo sirve con protocolo victoriano, invitando a pensar en si estamos muertos realmente y el latido del corazón y los bostezos se obstinan en contradecir lo que sospechamos: que no hay vida dentro o la hay a pedazos, sin definirse del todo, sin tomar partido. Todas estas señoras tan perdidas no difieren, miradas en detalle, con otras a las que las costuras y la tez les confieren una cierta pulsión de vida. Hoy me pregunto si no habrá triunfado la muerte mientras todo aparenta vida. Si la hay cuando la justicia abre las puertas a quien estaba encerrado por haber matado a los tuyos. Si la hay cuando los pobres marean el fondo de los contenedores en la esperanza de que algo todavía esté a salvo del hedor de lo muerto. Si los padres matan a sus hijos. Si los enfermos mueren en las listas de espera. Si los gobiernos han abandonado toda la fe en la bondad del pueblo y lo machacan como si fuese el enemigo. Si ya no jugamos nunca.  Ya saben. El Tea Party. La muerte, una de todas las muertes posibles, sirviendo el té.

posdata: gracias, María Fernanda, por regalarme el título.

21.10.13

Un Walter Bishop cordobés

Probablemente nunca pueda escribir una novela. Para escribir una novela hacen falta dos vidas. La que tengo, en la que ahora escribo, proseguiría su trama sencilla, su rutina aprendida. Es la otra a la que le encomendaría urdirla, imponerla a la realidad al modo en que nace un hijo del vientre de su madre o la lluvia prospera en el cielo como una revelación mágica. Quizá sea ese hecho místico el que me incapacita para empezarla. La verdad es que tampoco tengo ideas, pero supongo que llegarían. Tampoco sé muy bien en qué va a terminar este escrito y aquí ando, escribiendo, dejando constancia de cosas que antes no existían. Escribir es uno de los oficios más fascinantes del mundo. Leer es una extensión privada del trabajo de los demás. Estos días, en Panamá, andan de cabeza con las palabras. Las están abriendo y las están cerrando. Comprueban que no están rotas y que todavía valen para acometer la empresa de entendernos un poco mejor. Nunca nos hemos entendido bien del todo. Debe ser que las palabras no están lo suficientemente formadas o que el lenguaje, del que ahora hablan en Panamá los que entienden de lenguajes, no ha alcanzado un nivel óptimo de eficacia. De haberlo hecho, de estar ahora en un estado idílico del lenguaje, no haría falta un Congreso en Panamá, pero va mal y hay que sanar la parte enferma. No sé qué cosa quiere decir Vargas Llosa con eso de que hay que abrir las ventanas del español. Debe ser que las palabras no funcionan o que yo no estoy todavía preparado para entender todos los mensajes, a pesar de que el emitido por el Nobel Vargas Llosa está formado por materiales muy rudimentarios, palabras de sencillo decir y muy llevaderas adentro, como de andar por casa. Ya ven: hay que abrir las ventanas del español. He aquí el problema: no el del español, que es grande para que yo lo solvente en este articulito de lunes. Me refiero al problema de mi novela. Soy de natural disperso y así no hay quien lleve un argumento. Para escribir una novela hace falta vivir otra vida. En la literaria, en la estrictamente libresca, uno sería un dios. No lo entiendo de otro modo. Un dios absoluto creando un mundo. Yo, en este hilo de las cosas, siendo el dios caprichoso y rudimentario tan grato a mis delirios creativos. Yo, ensimismado, inventado mapas, pero Emilio Calvo de Mora de este lado, como un Walter Bishop cordobés, no tiene tiempo de estas diversiones del intelecto ocioso. Para escribir una novela hacen falta dos vidas. Para escribirla bien quizá alguna más. Mientras que lo voy pensando todo, cierro el post. No tengo nada más que añadir. Nada que sirva.

14.10.13

Fenomenología de la mediocridad o cómo Marilyn y Hegel fueron abroncados por Wert en la barra de un bar




Sospecho que el ministro Wert tiene sentido del humor. No hay ninguna evidencia que contradiga esa idea mía de que debajo de lo visible está el humor. Las personas, en comparecencias públicas, suelen callar lo más acendradamente humano que poseen, se cuidan mucho de que lo privado no aflore, de que la calidad humana (lo íntimo, lo compartible) no distraiga del cometido de su discurso. El de Wert no es de ninguna manera grato para casi nadie. Creo que ni siquiera para él, aunque venda su moto con absoluta convicción, creyendo en todo momento en la bondad del producto. No ha habido, que yo sepa, constancia mediática de un político que se salga demasiado del guión, pero ésos son los que ganan adeptos y hacen que sus causas prosperen. Un poco como Rivilla, ese señor cántabro que es un showman en sí mismo, sin que intermedie una cámara o habiéndolas a cientos. La política persevera a costa de que se sacrifique el lado humano. Por eso Wert no puede mojarse en lo que pregona y solo transmite insulsamente un inventario atropellado de medidas que, a lo visto, van a ser demolidas en cuanto la oposición se apoltrone cuatro años en el poder. Y no avanzamos.

Sin entrar en detalles, la LOMCE no es la gran Ley de Ordenación Educativa en la que confiar o sobre la que apoyar el futuro. Es otro fracaso más (no la ha sufragado nada más que el partido que la ha diseñado) y lo es sin menosprecio de que, en su cuerpo legislativo, albergue aspectos valorables. Cito ahora uno que me parece remarcable: que no se pase de curso sin que se aprueben las materias instrumentales. Cito también el valor que da al esfuerzo, asunto que otras leyes derogadas no miraban con tanto fervor. No hay nada que sea enteramente bueno o malo, nada que no aliente valores sustanciables, iniciativas racionales, conductos viables para que se alcance ese bien deseable, la educación de calidad que la sociedad exige. No sé qué sociedad tenemos. Si es una que solo ahora, habida cuenta del roto grande del traje que la viste, se esmera (manifestaciones, consenso entre distintos, sensibilidad ciudadana) en corregir los errores, en producir un modelo durable, fiable, del que no se condena nada en exceso y al que se aferren, sin marcas partidistas ni intereses bastardos, unos y otros, en aras de un bienestar mayor, útil para todos, beneficioso para quien comprende que la educación es la única llave del progreso. Es probable que sea esto precisamente lo que falle: que no se haya comprendido la importancia de educar y de prestigiar el esfuerzo pedagógico. Los maestros somos una especie continuamente zarandeada. Nuestro oficio es un pato de feria al que las escopetillas de plomillos se afanan en derribar y a lo que lleva este atropello en lo pedagógico y en lo pecuniario es que la escuela, la pública, siga ocupando corrillos en los supermercados, conversaciones casuales en las barras de los bares, en las que siempre pierda el maestro o pierda el colegio como institución. Hasta que no exista un convicción fuerte de que con las cosas de la educación no se juega, no se legisla a la ligera o no se recorta cazurramente no habrá progreso verdadero y seguiremos en esas listas terribles de países ocupados todavía en desescombar la cultura, en demostrar a los otros que el tiempo se ha detenido dentro de sus fronteras y que seguimos, pese al gol de Iniesta y al número uno de Nadal, en el furgón de cola del mundo civilizado. Del otro, del pobre, del que se bate en duelo por el hambre o por las guerras, no se hacen estadísticas. El estómago vacío no se alimenta con libros, aunque haya por ahí un libro (Javier Lostalé, creo) cuyo título viene a decir que vivimos más si leemos. De ahí, muy probablemente, que Wert, el ministro de su ley, no exhiba una brizna de humor o lo expulse de su cuerpo socarrona y bastardamente, en plan cínico, como lo hacen en ocasiones los políticos cuando se ven cercados, expuestos, vulnerables. El botín es el futuro. De eso se habla cuando hablamos de educación. A eso conduce el saqueo. Anteponer intereses partidistas al bien general no es un procedimiento de nuevo cuño: ha sido moneda de cambio habitual, el signo de unos gobiernos a los que les cegó el poder y que emitieron leyes que, en la mayoría de las casos, solo estaban formuladas para enterrar las leyes que las precedieron, ad nauseam.

Creo firmemente en el humor. En el de Wert, si lo tiene, y en el de el posible anti-Wert que hiberne en algún lugar, a salvo de la quema de los medios, preparado para liderar algo, no sé, una visión humanista de las cosas, un retorno a la bondad, un hacer que todo prospere sin que unos salgan muy perjudicados y otros, en este caso, en tantos, muy beneficiados. Pero lo que me duele más adentro, aparte del tema recortes, tan familiar, literalmente, es que la ley de marras se haya cebado con la Filosofía, con la Ética, con todo la bendita metafísica. Será que no hay sitio para las cábalas del pensamiento y todo debe ser práctico, de utilidad inmediata, de efectos visibles al poco de inyectar una medida. La Filosofía, la que yo amé y a la que todavía me entrego cuando puedo, está desahuciada. A Wert o a quienes lo asesoran o a todos, en alegre comandita, les vino bien eliminar la Historia de la Filosofía. Relegada a ser una optativa entre muchas, la Filosofía, o una buena parte de ella, pasa a ocupar el mismo rango academico que la Religión, que ha sido escalafonada a un rango que hace tiempo que no tenía. Otro asunto es si de verdad merecía la pena eliminar de un plumazo (abruptamente) una asignatura como Educación para la Ciudadanía en Primaria. Supongo que hará daño. Eso de hablar de la dignidad o de la justicia o de cultura no cuadrará en no sé yo qué cabezas. No sé en la Secundaria de pago qué harán, pero en la pública no se puede borrar algo tan de fundamento para que un país, España, este mismo, prospere, no se arredre ante la adversidad (económica, moral, la que sea) y encuentre su lugar en el mundo. El nuestro, como nación, está en entredicho. No porque haya un índice de paro escandaloso, infame, o porque peligren las pensiones (en treinta años el 35 por ciento de la población será mayor de 65 años) sino porque estamos desvalijando el futuro.

Si estrangulamos a Kierkeegaard, a Kant, a Epicuro de Samos y a la madre que parió a mi querido Nietzsche (qué buenos ratos me diste, en tabernas, en bibliotecas, en mi cama de noche, mirando al abismo y dejando que el abismo me mirase) estamos quitando de enmedio la biblia del pensamiento, una biblia mucho más importante que cualquier libro de cualquier creencia religiosa, uno que ha hecho que seamos esto que somos. Claro, viendo lo visto, quizá no hayamos llegado demasiado lejos. En cuanto nos distraemos un poco, llega un funcionario asustado por el cariz terrible de los acontecimeintos (ya saben, pongan el telediario, enciendan la radio, lean la prensa, salgan a la calle, observen las colas del INEM, vean a la gente saqueando los contenedores) y asesina por la espalda a una parte fundamental de la cultura. Quizá la más importante, la que nos hace criaturas que piensan y hacen que pensar no sea una actividad de riesgo. Querrán que lo sea. No sé. Son malos tiempos. A Marilyn y a Hegel les hubiese encantado encontrarse en la barra de un bar. Hubiesen discutido alegremente de lo divino y de lo humano. Seguro que Wert los hubiese abroncado. No es solo un síntoma de algo que ocurra ahora o que sospechemos que únicamente puede pasar ahora. Es que ya hemos visto demasiadas veces mandobles alojados en el costado de la criatura. La están zaheriendo sin pudor. Lo hacen en la creencia de estar salvándola. No es un volunto de un wert eventual. Ha habido muchos. Algunos han lastimado un órgano y otros, según las tornas, otro. En conjunto, sin adelantar quién asestó el golpe más terrible, la están derribando entre todos. Le daremos sepultura. Lo de menos, de verdad, es que sea cristiana. Humor. Humor inteligente, del bueno. Deberían programarlo.

12.10.13

A kind of blue



Poseo la suficiente convicción íntima de mis vicios que no se me pasa por la cabeza renunciar a ellos. De hecho, conforme me visitan, mientras que los disfruto y después, cuando concluyen, razono que mi felicidad, la poca o la mucha que tenga, pasa porque existan y porque yo los adore como lo hago. Es una idea esta del vicio que quizá no corresponda con alguna otra, más prejuiciada, sacada de un más retorcido modo de entender las cosas. Uno de esos vicios capitales, absolutamente imprescindible, del que no me separo un solo día es el jazz. A falta de asistir a grandes o a pequeños conciertos, abastezco mi debilidad con los miles de discos del género que he me asisten en gozo puro cuando mi alma pide una buena ración de jazz. A veces he pensado que mi alma, la apetitiva, la concupiscible, la que se acomoda al traje en que la recojo y de la que me sirvo para irme viviendo como quien no quiera la cosa, está hecha de swing, de bebop, de todas esas maratonianas o brevísimas sesiones musicales. Carezco de argumentos para darle a todo esto que expreso una brizna de cordura. Nada que nos satisface tanto puede ser compelido en el estrecho y triste emvoltorio de la razón. Al modo en que funciona la fe, a decir de quienes la profesan, siento yo el hechizo del jazz. Soy un feligrés humildísimo. Uno que ni siquiera tiene a nadie a mano, lo suficientemente a mano, quiero decir, con quien compartir el asombro. Algún buen amigo al que veo poco entiende qué siento y subscribe, a su manera, todo lo que escribo. Por eso me ha emocionado la fotografía que me ha mandado María Fernanda. Porque muestra un estado muy sencillo de las cosas, un indagar el objeto mismo de mis pasiones con los ojos de quien no alcanza a vislumbrar la hondura de lo observado. Kind of blue es hondura absoluta. No hay ocasión en que no aprecie un destello nuevo, uno inadvertido y que deshace toda posible idea preconcebida de lo que va uno a escuchar. El jazz posee esa inmensa facultad: la de presentarse cada vez con un contenido nuevo, la de producir continuamente la sensación de que la pieza que estamos escuchando la estamos escuchando por primera vez. El buen jazz hace esto. Kind of blue lo consigue invariablemente. No creo que tenga otro disco al que le profese un fervor mayor. Por supuesto ninguno de géneros ajenos al jazz. Mientras que escribo esto (es sábado por la mañana, todavía no ha comenzado el trasiego del día, estoy organizando las cosas que tengo que hacer) suena So what. Tendré que empezar a pensar en dejar de escribir las mismas cosas, con renovado entusiasmo, pero es que la fotografía (de la que no sé nada) me ha conquistado absolutamente. No sé si existe una buena pedagogía del jazz. Este es el primer paso. El primer y limpio paso.

4.10.13

Rotos del alma

Los pobres y los muertos
A la gente le da por morirse en las puertas de los ambulatorios, en las colas del paro, en los escaparates de las grandes firmas. A los muertos, poco antes de morir, se les presta una atención mínima o incluso ninguna atención, pero ganan en prestigio social y en relevancia mediática en cuanto el corazón se les para o los pulmones se les encharcan de puro frío o el estómago se les arruina definitivamente por falta de ejercicio. Son los muertos útiles, muertos de máxima audiencia, pongamos. Justo los muertos que ocupan la franja informativa que va entre una huelga del sector de transportes y el último gol de Messi. Son unos muertos convincentes, de los que no chistan si les sacas un perfil poco favorecedor o de los que nunca van a demandar a la empresa que los explota. Porque son muertos comerciales. El primer mundo está lleno de ellos. Al paso que vamos, si no nadie lo enmienda, la mortalidad de los pobres del mundo será un parque temático, uno privado de moralidad alguna. Todos los pobres del mundo se mueren a la vez cada vez que un pobre del mundo cae por ser pobre. El hecho es que caer, lo que se dice caer, caemos todos de una u otra forma. Lo lamentable es la forma en que lo hacemos. Unos caen a las puertas de un hospital, lampando por un plato caliente y otros a las puertas de Europa, que es un hospital también, lampando por una tierra de promisión, que no lo es nunca ni para los que nacen en ella y comparten, con los que llegan, la misma pobreza, el mismo estado gris de las cosas. Los pobres que llegan suman con los pobres que están una cantidad inasumible de pobres. Los hay allá donde no se imagina uno que hubiera. Pobres que caminan y pobres sentados, disimulando la pobreza o exhibiéndola como el que alardea de nuevo polo de marca en una fiesta muy pija. Pobres que son manejados en cifras. Es terrible eso de que uno sea una cifra, un cálculo derivado de una operación. Quizá seamos una extremidad de una criatura logarítmica y paseemos las calles sin percibir ese estigma alojado en el alma como un cáncer. Los gobiernos son insensibles porque los números no inducen a la ternura. Se desviven por bajar un índice en una tabla, se dejan la vida (los que se la dejen) en dar con la clave que palie la pandemia que genera nuevos pobres sin retirar de la pobreza a los que ya la tenían. Esa clave no existe, parecen decir. Tenemos que dar la impresión de que hay una solución, pero la verdad es que no la hay. No, al menos, una que contente del todo al pobre. El buen pobre, el que ha logrado cierto tipo de bienestar espiritual y comprende que la vida es así y no hay más hueso que roer, es un pobre confiado a su suerte, pero hay por cada pobre bueno un ciento de pobres malos, irritados, decididos a luchar contra ese estado gris de las cosas y clamar la injusticia crónica que padecen. Pobres, pensando muy en serio en todo esto, lo somos todos. No hay día en que una brizna de pobreza nos percuta de un modo u otro. Algunos pertenecemos a la especie a la que no le falta un plato de comida, se guarece del frío y acude a que lo sanen cuando enferma, pero no puedo evitar sentir vergüenza cuando escucho el relato del mundo, la prosa triste del mundo, toda la infame letra del mundo. No valdrá de nada este inofensivo, por inútil, arresto de llanto, pero tampoco vale de nada no contarlo.


La esperanza y la fe
Dudo de la providencia porque no confío en el porvenir. Malogro así el buen cristiano que podría haber sido, declino con mi escepticismo la posibilidad de merecer el paraíso, pero me quedo con algo que escuché una vez y que de vez en cuando, en charlas de taberna, refiero con absoluto placer: la pregunta no es si hay vida después de ésta sino si la hay antes. Declaro mi interés en que la haya a diario, el esfuerzo para que ningún día sea nefasto del todo y que todos contenga algún brillo, cierta consistencia perdurable, ese placer pequeño que consiste en sentirse dichoso de estar vivo y celebrarlo a conciencia. Qué pocas cosas celebramos ya a conciencia. Está mal eso de dejarnos llevar como en ocasiones solemos, un poco empujados por el vértigo y por las prisas y otro poco, más doloroso, impelidos por la apatía que nos afecta, queramos o no. Y es que cuestan a veces las cosas más de lo que estamos dispuestos a aceptar. Cuestan sin que podamos argumentar el motivo que las hacen pesadas o inabordables. No sé si creer en otra vida hará que ésta se disfrute con más intensidad. No se pueden saber esas cosas. Ni los que viven en esa creencia saben de verdad nada al respecto. Se manejan a golpe de fe, que es una forma más elevada y sofisticada de la esperanza. Hace tiempo que no entro en conflicto por intereses espirituales. Hubo un tiempo en que disfrutaba en la discusión metafísica, en la áspera exposición de puntos de vista irreconciliables. Todavía pienso que disfrutaría, pero no me siento como antaño y no alcanzo, cuando acaban, ningún estado de bienestar por el que merecería la pena el desempeño. Así que el buen cristiano que podría haber sido seguirá siendo un mediocre descreído. Que no entre al trapo en cuestiones teológicas no impide que me encienda cuando las autoridades de la cosa del espíritu, los que mandan al menos, dicen las cosas que dicen, tan opuestas a las mías. Ellos, puestos a escuchar mis cuitas, las reprobarán igualmente. Así funciona el mundo. Me fascina que la autoridad mayor, la que se sienta en la silla más noble de su gremio, no se parezca a sus subordinados. Que hable y no sienta un rechazo a lo que dice. Será un signo de estos tiempos de zozobra. No me declaro poseedor de verdad alguna que me justifique. Ellos tampoco la poseen. Tengo esperanza, muy menudita y modesta. La fe, quizá a pesar mío, se me antoja un objeto inasumible.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...